Lacy asintió, y después movió la cabeza. Jordan la tomó por el brazo y la acompañó hasta una silla plegable que alguien había dejado allí.
—¿Un mal día?
—Se puede decir que sí —contestó Lacy.
Intentó que Jordan no notara que había llorado. Era estúpido, lo reconocía, pero no quería que el abogado de Peter pensara que era de ese tipo de personas a las que había que tratar con guantes. Si no, no le contaría la verdad sobre Peter, y eso era precisamente lo que ella quería oír.
—Necesito que firme unos papeles… pero puedo pasar más tarde…
—No —dijo Lacy—. Está… bien.
Mejor que bien, pensó. Era agradable estar sentada junto a alguien que creía en Peter, incluso si le estaba pagando para que así fuera.
—¿Puedo hacerle una pregunta profesional?
—Por supuesto.
—¿Por qué es tan fácil para la gente culpabilizar a alguien?
Jordan se sentó frente a ella, en uno de los bajos bordes de la azotea. Eso la puso nerviosa. Pero no quiso exteriorizarlo, porque no quería que pensara que era una persona frágil.
—La gente necesita un chivo expiatorio —dijo—. Forma parte de la naturaleza humana. Eso es lo más complicado que tenemos que afrontar los abogados defensores, porque, a pesar de la presunción de inocencia, el hecho de detener a alguien hace que la gente crea que es culpable. ¿Sabe usted cuántas veces la policía ha tenido que liberar a un presunto culpable que ha resultado ser inocente? Lo sé, es de locos. Pero ¿cree usted que se disculpan ante la familia, amigos y compañeros de trabajo por el error? En absoluto, sólo dicen: «Nos hemos equivocado».
La miró a los ojos.
—Sé que es duro leer todas esas noticias que culpan a Peter incluso antes de que empiece el juicio, pero…
—No es a Peter —dijo Lacy en voz baja—. Me culpan a mí.
Jordan asintió con la cabeza, como si hubiera estado esperando el comentario.
—No ha sido culpa de la educación que le hemos dado. Lo hizo a pesar de ello —dijo Lacy—. Usted tiene un hijo, ¿verdad?
—Sí. Sam.
—¿Qué ocurriría si su hijo se convirtiera en alguien que usted nunca pensó que pudiera llegar ser?
—Lacy…
—¿Qué pasaría si un día le dice que es gay?
Jordan se encogió de hombros.
—¿Y qué?
—¿Y si decidiera convertirse al islam?
—Sería su elección.
—¿Y si se convirtiera en un suicida?
Jordan la interrumpió.
—No quiero pensar en nada de eso, Lacy.
—No —contestó ella mirándolo fijamente—. Yo tampoco quería.
Philip O’Shea y Ed McCabe llevaban juntos casi dos años. Patrick miraba las fotografías que había en la repisa de la chimenea con los dos hombres abrazados, y al fondo las Canadian Rockies, o un palacio hecho de maíz, o la Torre Eiffel.
—Nos gustaba escaparnos —dijo Philip mientras le servía a Patrick un vaso de té helado—. A veces, para Ed era más fácil escapar que quedarse aquí.
—¿Y eso por qué?
Philip se encogió de hombros. Era un hombre alto y delgado, con unas pecas que aparecían cuando se ruborizaba.
—Ed no le contaba a nadie… nada de su vida. Y, para ser honestos, tener secretos en un pueblo pequeño es lo peor.
—Señor O’Shea…
—Philip, por favor.
Patrick asintió.
—Me pregunto si Ed te mencionó alguna vez el nombre de Peter Houghton.
—Fue profesor suyo, ya sabes.
—Sí, bueno… más que eso.
Philip lo llevó a un porche cubierto donde había unas sillas de mimbre. Cada una de las estancias de la casa que había visto parecía sacada de una revista: las almohadas reposaban en un ángulo de cuarenta y cinco grados; había unos jarrones con unas perlas de vidrio en su interior; las plantas estaban todas en flor. Patrick pensó en su salón, en la tostada que había metida entre los cojines del sofá y que seguramente se estaba pudriendo. Quizá estaba mitificando aquella casa comparándola con la suya, que era un desastre, pero la verdad es que la firma de Martha Stewart estaba por todos lados.
—Ed habló con Peter —dijo Philip—. Al menos, lo intentó.
—¿Acerca de qué?
—Sobre lo de ser una alma perdida, creo. Los adolescentes siempre están intentando adaptarse al mundo. Si no te adaptas al mundo normal, lo intentas en el mundo de los deportes. Si eso tampoco funciona, pasas al drama… y de ahí, a las drogas —dijo—. Ed creyó que Peter estaba intentando adaptarse al mundo de los gays y las lesbianas.
—¿Y le dijo si era gay?
—No. Ed no le quiso sonsacar nada. Todos sabemos lo difícil que era entender según qué cosas cuando teníamos su edad. Muertos de miedo de que un día apareciera otro chico gay que revelara el secreto.
—¿Crees que Peter podía estar preocupado por si Ed descubría algo?
—Sinceramente, lo dudo, en especial en el caso de Peter.
—¿Por qué?
Philip sonrió.
—¿Has oído algo sobre la habilidad que tienen algunos de distinguir si un chico es gay o no?
Patrick se sonrojó. Se sintió como si un afroamericano le hubiese explicado un chiste racista simplemente porque le apetecía.
—Me lo imagino.
—Un gay no lo lleva escrito en la frente. No es como tener un color de piel diferente o una incapacidad física. Puedes ver un amaneramiento en su forma de hacer. Llegas a captar si alguien te mira porque es gay o porque eres gay.
Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Patrick se había apartado ligeramente de Philip, quien empezó a reír.
—Relájate. Ya veo por tus vibraciones cuáles son tus gustos —dijo, mirando a Patrick—. Igual que Peter Houghton.
—No te entiendo…
—Peter podía estar confundido con su sexualidad, pero Ed lo tenía muy claro —dijo Philip—. Ese chico es heterosexual.
Peter entró por la puerta de la sala de entrevistas, inquieto.
—¿Por qué no ha venido a verme?
Jordan levantó la vista del cuaderno en el que estaba escribiendo unas notas. Observó, de manera distraída, que Peter había puesto kilos, y músculos.
—He estado ocupado.
—Pues yo ya ve. No me he movido de aquí.
—Sí, y me estoy dejando la piel para que no sea así para siempre —contestó Jordan—. Siéntate.
Peter frunció el cejo y se sentó.
—¿Y qué pasa si hoy no tengo ganas de hablar? Al parecer a usted no le apetece mucho hablar conmigo.
—Peter, ¿por qué no paras de decir tonterías y me dejas hacer mi trabajo?
—Como si me importara si puede hacer su trabajo o no.
—Pues debería importarte —contestó Jordan—. Es en beneficio tuyo.
«Cuando todo esto acabe —pensó Jordan—, o me satanizan o me santifican».
—Quiero que hablemos sobre los explosivos —dijo—. ¿Dónde pueden conseguirse?
—www.boom.com —contestó Peter.
Jordan se lo quedó mirando.
—Bueno, tampoco he exagerado tanto —dijo Peter—. Quiero decir que
El libro de cocina del anarquista
se puede encontrar en la Red. Explica unas cien maneras de hacer cócteles molotov.
—No encontraron ningún cóctel molotov en la escuela. Encontraron explosivos plásticos con una cabeza detonadora y un temporizador.
—Sí —dijo Peter—. Exacto.
—Digamos que quiero elaborar una bomba con cosas que tengo por casa. ¿Qué utilizaría?
Peter se encogió de hombros.
—Periódicos. Cualquier fertilizante de plantas, algodón, y algo de combustible diésel, pero probablemente tendrías que ir a la gasolinera para conseguirlo, de manera que, técnicamente, no lo tendrías en casa.
Jordan le observaba mientras contaba los componentes. Había algo en la voz de Peter que asustaba, pero lo peor era su tono: Peter estaba orgulloso.
—Ya lo has hecho antes, ¿verdad?
—La primera vez que me puse a construir una, lo hice por probar.
La voz de Peter era cada vez más animada.
—Después hice unas cuantas más. De esas que tiras y sales corriendo.
—¿Y qué tenía la que encontraron de diferente?
—Los componentes. Tienes que obtener el clorato de potasio de los blanqueadores, lo cual no es tarea fácil, pero es como estar en clase de química. Mi padre entró en la cocina cuando estaba filtrando los cristales —explicó Peter—. Y le dije que estaba haciendo los deberes de una clase optativa.
—Dios mío.
—De todas formas, después de hacer eso aún necesitaba vaselina; la guardábamos en el cuarto de baño, bajo el lavatorio. Y el gas lo saqué de una pequeña cocina de
camping
. Y la cera, de esa que se utiliza para envasar conservas. Estaba un poco asustado por lo de la cabeza detonadora —dijo Peter—. Nunca había hecho algo tan grande antes. Pero, ya sabe, cuando empecé a preparar el plan…
—Basta —lo interrumpió Jordan—. No me cuentes nada más.
—Usted ha preguntado —dijo Peter, contrariado.
—Pero eso es algo que no puedo oír. Yo tengo que intentar que te absuelvan, y no puedo mentirle al jurado. En cambio, tampoco puedo mentir sobre algo que desconozco. Y, ahora mismo, todavía puedo decir honestamente que no planeaste nada de lo que ocurrió ese día. Me gustaría dejarlo así, y si tienes algún instinto de supervivencia tú también lo harás.
Peter se acercó a la ventana. El cristal estaba sucio, y lleno de rasguños por el paso de los años. «¿De qué serán esos rasguños? —se preguntó Jordan—. ¿De algún recluso que quería salir de aquí?». Peter no podía ver que la nieve ya se había fundido, que las primeras plantas habían encontrado su camino para asomar la cabeza. Quizá fuese mejor así.
—He estado yendo a la iglesia —dijo Peter.
Jordan no era muy religioso, pero aceptaba las creencias de los demás.
—Me parece una buena idea.
—Lo hago porque así me dejan salir de mi celda y puedo ir al baño —puntualizó Peter—. No porque quiera hablar con Jesucristo o algo así.
—De acuerdo.
Se preguntó qué tenía que ver todo aquello con los explosivos o con cualquier otra cosa relacionada con la defensa de Peter. Francamente, Jordan no tenía tiempo para discutir filosóficamente con él sobre la naturaleza de Dios —había quedado con Selena en dos horas para repasar algunos testigos de la defensa—, pero había algo que le hacía resistirse a cortar su conversación con Peter.
Éste se volvió hacia él.
—¿Crees en el infierno?
—Sí. Está plagado de abogados defensores. Pregunta a cualquier fiscal.
—No, hablo en serio —dijo Peter—. Apuesto a que iré de cabeza.
Jordan forzó una sonrisa.
—No apuesto a nada que no pueda ganar.
—El padre Moreno, creo que así se llama el cura que está a cargo de la iglesia, dice que si aceptas a Jesús y te arrepientes, estás perdonado… La religión es algo gratuito y gigantesco que te absuelve de todo. Pero eso no puede ser cierto… porque el padre Moreno también dice que la vida de todos nosotros sirve para algo… ¿y qué hay de los diez chicos que murieron?
Jordan lo sabía mejor que él, pero aún le quedaba una pregunta por hacerle a Peter.
—¿Por qué lo dices de ese modo?
—¿De qué modo?
—«Los diez chicos que murieron». Como si se tratara de un proceso natural.
Peter frunció el cejo.
—Porque lo fue.
—¿Cómo?
—Imagino que como los explosivos. Una vez enciendes la mecha, o bien destruyes la bomba… o la bomba lo destruye todo.
Jordan se levantó y dio un paso hacia adelante en dirección a su cliente.
—¿Quién encendió la mecha, Peter?
Peter alzó la mirada.
—¿Quién no?
Josie pensaba en sus amigos que se habían quedado atrás. A Haley Weaver la habían enviado a Boston para una intervención de cirugía plástica. John Eberhard estaba en rehabilitación, leyendo libros infantiles y aprendiendo a beber con una paja. Matt, Courtney y Maddie se habían ido para siempre. Eso dejaba a Josie, Drew, Emma y Brady: una pandilla disminuida hasta tal punto que difícilmente se la podía seguir llamando así.
Estaban en el sótano de Emma, mirando un DVD. A eso se limitaba su vida social aquellos días, porque Drew y Brady seguían con vendas y escayolas y, además, aunque ninguno de ellos quisiera reconocerlo en voz alta, ir a donde solían ir les recordaba a los que faltaban.
Brady había traído la película. Josie no podía ni recordar el título, pero era una de esas en la estela de
American Pie
, con la esperanza de llenar los cines presentando chicas desnudas, chicos atrevidos y lo que fuera que Hollywood imaginase acerca de los adolescentes, y mezclándolo todo en una especie de ensalada universal. En ese momento, una persecución de coches ocupaba la pantalla. El personaje principal estaba gritando sobre un puente levadizo que se iba abriendo lentamente.
Josie sabía que conseguiría pasar. En primer lugar, era una comedia. En segundo lugar, nadie se atreve a matar al protagonista antes de que la historia termine. En tercer lugar, su profesor de física había usado esa misma película para demostrar científicamente que, dada la velocidad del coche y la trayectoria de los vectores, el actor podía saltar el puente de verdad, a menos que soplara viento.
Josie también sabía que la persona del coche no era el actor de verdad, sino un doble que había hecho eso miles de veces. Pero aun así, a medida que veía desarrollarse la acción en la pantalla del televisor, vio algo completamente diferente: el parachoques del coche golpeando el lado opuesto del puente que se abría, y el giro del vehículo en el aire para luego golpear el agua y hundirse.
Los adultos siempre estaban diciendo que los adolescentes conducían muy rápido, o se emborrachaban, o no usaban condones porque se creían intocables. Pero la verdad era que podías morir en cualquier momento. Brady podía sufrir una apoplejía en el campo de fútbol, como esos jóvenes atletas de instituto que, de pronto, se desploman muertos. A Emma le podía caer un rayo. Drew podía entrar en un instituto normal un día anormal.
Josie se levantó
—Tengo que tomar aire —murmuró, y se apresuró por la escalera del sótano hasta salir por la puerta delantera de la casa de Emma. Se sentó en el porche y miró al cielo, a dos estrellas gemelas. Cuando eres adolescente no eres intocable. Eres estúpido.
Oyó que la puerta se abría y se cerraba.
—Eh —dijo Drew sentándose junto a ella—, ¿estás bien?
—Sí, estoy bien.
Josie forzó una sonrisa. No muy lograda, como papel de pared que no se hubiese alisado bien. Pero lo había perfeccionado tanto —fingir una sonrisa —que era su segunda naturaleza. ¿Quién lo iba a decir? Al fin y al cabo, había heredado algo de su madre.