Dobló su colcha, luego las sábanas y luego liberó la almohada de su funda. De repente, recordó una conversación durante una cena, en la que Lewis le había dicho que, por diez mil dólares, se podía derribar una casa. «Imagina cuánto menos cuesta destruir algo que construirlo», había dicho. En menos de una hora, aquella habitación se vería como si Peter nunca hubiera vivido allí.
Cuando todo era una pulcra pila, Lacy se sentó en la cama y miró alrededor, las paredes austeras, la pintura un poco más brillante en los lugares en los que habían estado colgados los pósters. Tocó las costuras elevadas del colchón de Peter, y se preguntó cuánto tiempo continuaría pensando en él como de Peter.
Se supone que el amor mueve montañas, que hace girar el mundo, que es lo único que necesitas, pero eso deja de lado los detalles. El amor no podía salvar a un solo niño; no a los que habían ido al Instituto Sterling ese día que habían creído un día normal; no a Josie Cormier; sin duda, no a Peter. Entonces ¿cuál era la receta? ¿El amor debía estar mezclado con algo más para obtener una buena receta? ¿Suerte? ¿Esperanza? ¿Perdón?
Ella recordó, de repente, lo que Alex Cormier le había dicho durante el juicio: «Las cosas existen mientras haya quien que las recuerde».
Todo el mundo recordaría a Peter por diecinueve minutos de su vida, pero ¿qué pasaría con los otros nueve millones? Lacy tendría que ser quien cuidara de ellos, porque era la única forma de mantener esa parte de Peter viva. Por cada recuerdo de él que incluyera una bala o un grito, ella tendría cientos más: un niñito chapoteando en un estanque, montando en bicicleta por primera vez, o saludando con la mano desde lo alto de un juego en una plaza. O un beso de buenas noches, una tarjeta hecha de colores para el día de la madre o una voz desentonada en la ducha. Ella mantendría unidos los momentos en los que su niño era igual que el resto de la gente. Se los pondría, como un collar, cada día de su vida; porque si los perdía, entonces el chico al que ella había amado y que ella había criado y conocido, desaparecería de verdad.
Lacy colocó de nuevo las sábanas sobre el colchón. La manta con las esquinas remetidas; sacudió la almohada. Volvió a poner los libros en los estantes, y los juguetes, herramientas y baratijas en la mesita de noche. Por último, desenrolló las largas lenguas de papel de los pósters y los colgó en la pared. Tuvo cuidado de colocar las chinchetas en los mismos agujeros originales. De ese modo no haría más daño.
Exactamente un mes después de que fuera condenado, cuando las luces se apagaron y los guardias de la penitenciaría dieron la última vuelta por la pasarela, Peter se agachó y se quitó el calcetín derecho. Se volvió de lado en la litera de abajo y se quedó mirando la pared. Se metió el calcetín en la boca, empujándolo tan atrás como pudo.
Cuando se le hizo más difícil respirar, cayó en un sueño. Tenía dieciocho años, pero era el primer día del jardín de infancia. Llevaba su mochila y su fiambrera de Superman. El autobús escolar se acercó y, con un suspiro, se abrieron sus enormes mandíbulas. Peter subió los escalones y se dirigió hacia la parte trasera, pero esta vez él era el único estudiante que había allí. Caminó por el pasillo hasta el fondo de todo, cerca de la salida de emergencia. Puso la fiambrera a su lado y miró por la ventana trasera. Fuera brillaba tanto que pensó que el sol mismo estaba siguiéndolos por la carretera.
—Allí —dijo una voz, y Peter se dio la vuelta para mirar al conductor. Pero así como no había otros pasajeros, tampoco había nadie al volante.
Era de lo más increíble: en su sueño, Peter no tenía miedo. De algún modo, sabía que estaba dirigiéndose exactamente a donde quería ir.
El Instituto Sterling está irreconocible. Hay un nuevo techo de metal verde, fresco césped ante la entrada y un atrio de vidrio de dos plantas de altura en la parte trasera. Una placa en los ladrillos del lado de la puerta de entrada dice: UN PUERTO SEGURO.
Más tarde, ese mismo día, habría una ceremonia en memoria de aquellos que murieron allí hacía un año, pero como Patrick había participado en los nuevos protocolos de seguridad para la escuela, podía colar a Alex para una vista previa.
Dentro no había casilleros, sólo cubículos abiertos, para que nada quedara oculto a la vista. Los estudiantes estaban en clase; sólo un par de profesores pasaban por el vestíbulo. Llevaban identificaciones colgadas del cuello, lo mismo que los alumnos. Alex no entendía eso en realidad —la amenaza era siempre interior, no exterior—, pero Patrick decía que hacía que la gente se sintiera segura, y que eso era la mitad de la batalla.
Su teléfono móvil sonó. Patrick suspiró.
—Pensé que les habías dicho…
—Lo hice —contestó Alex. Lo abrió con un solo movimiento y la secretaria del despacho de defensores de oficio del condado de Grafton comenzó a soltar una letanía de crisis.
—Para —le dijo Alex, interrumpiéndola—. ¿Recuerdas? Hoy no trabajo.
Había renunciado a su cargo de jueza. Josie había sido acusada como accesorio de asesinato en segundo grado y había aceptado el alegato de homicidio, con cinco años de condena. Después de eso, cada vez que un chico comparecía ante ella acusado de cualquier delito, no podía ser imparcial como jueza. Pero como madre no eran los hechos los que importaban, sólo los sentimientos. El regreso a sus raíces como defensora de oficio no sólo parecía natural, sino cómodo. Entendía, de primera mano, lo que sus clientes estaban sintiendo. Ella los visitaba cuando iba a visitar a su hija a la cárcel de mujeres. A los acusados les gustaba porque no era condescendiente, y porque les decía la verdad acerca de sus posibilidades: lo que veías de Alex Cormier era lo que obtenías.
Patrick la guió hasta el lugar que una vez había alojado la escalera del Instituto Sterling. Ahora, allí había aquel enorme atrio de vidrio que cubría el lugar donde habían estado el gimnasio y el vestuario. Fuera se podían ver los campos de juego, donde ahora había una clase de gimnasia jugando un partido de fútbol, aprovechando la temprana primavera y que la nieve se había derretido. Dentro había mesas de madera con taburetes, donde los estudiantes podían encontrarse, comer algo o leer. En esos momentos había allí algunos chicos, estudiando para un examen de geometría. Sus susurros se elevaban como humo hacia el cielorraso: «complementario… suplementario… intersección… punto de origen».
En uno de los lados de atrio, delante de la pared de vidrio, había diez sillas. A diferencia del resto de los asientos que había en el atrio, éstas tenían respaldos y estaban pintadas de blanco. Había que mirar muy de cerca para ver que habían sido atornilladas al suelo. No formaban una hilera; ni siquiera estaban a una distancia regular unas de otras. No tenían nombres ni placas, pero todos sabían por qué estaban allí.
Alex sintió que Patrick se acercaba a ella por detrás y que deslizaba su brazo por su cintura.
—Ya casi es la hora —dijo, y ella asintió con la cabeza.
Mientras ella alcanzaba uno de los taburetes vacíos para llevarlo más cerca de la pared de vidrio, Patrick se lo sostuvo.
—Por el amor de Dios, Patrick —musitó ella—. Estoy embarazada, no tengo una enfermedad terminal.
Eso también había sido una sorpresa. Estaba previsto que el bebé naciera a finales de mayo. Alex intentaba no pensar en él como un reemplazo de la hija que todavía estaría presa durante los próximos cuatro años; imaginaba, en cambio, que quizá sería el que los rescataría a todos ellos.
Patrick se sentó junto a ella en un taburete, mientras Alex miraba su reloj. Las 10:02. Inspiró hondo.
—No se parece al de antes.
—Lo sé —dijo Patrick.
—¿Crees que eso es bueno?
El pensó durante un momento.
—Creo que es algo necesario —contestó.
Alex se dio cuenta de que el arce, el que crecía detrás de la ventana del vestuario, no había sido talado durante la construcción del atrio. Desde donde ella estaba sentada, se podía ver el hueco que había sido hecho para sacar la bala. El árbol era enorme, con un tronco nudoso y ramas enroscadas. Probablemente estuviera allí mucho antes que la escuela; quizá incluso antes de que se fundara Sterling.
10:09.
Sintió la mano de Patrick deslizarse en su regazo mientras ella miraba el partido de fútbol. Los equipos parecía extremadamente mal emparejado, los chicos que ya habían entrado en la pubertad contra aquellos que todavía eran pequeños y delgados. Alex vio cómo un delantero atrapaba un pase de un mediocampista y se cargaba a un defensor del otro equipo, dejando al chico más pequeño tirado en el suelo mientras la pelota se precipitaba hacia la red.
«Con todo lo que ha pasado —pensó Alex—, y nada ha cambiado». Echó un nuevo vistazo a su reloj: 10:13.
Los últimos minutos eran los más duros. Alex se encontró de pie, con las manos apretadas contra el vidrio. Sentía que el bebé le daba patadas, diluyendo la oscuridad de su corazón. 10:16. 10:17.
El delantero había regresado al lugar donde había caído defensor y tendía la mano para ayudar al chico delgado a levantarse. Caminaron juntos hasta el centro del campo, hablando de algo que Alex no podía oír.
Las 10:19.
Volvió a mirar al arce. La savia todavía corría por él. Unas pocas semanas después, sus ramas tendrían un tinte rojizo. Luego brotes. La explosión de las primeras hojas.
Alex tomó la mano de Patrick. Salieron del atrio caminando en silencio. Recorrieron los pasillos, pasaron junto a las hileras de cubículos. Cruzaron el vestíbulo y la puerta principal, desandando los pasos que habían dado.
— FIN —
Sé que puede parecer raro empezar dando las gracias al hombre que vino a mi casa para enseñarme a disparar un arma de fuego contra un montón de leña del patio trasero: el capitán Frank Moran. Le doy las gracias también a su colega de profesión, el teniente Michael Evans, por la detallada información sobre armas de fuego; y al jefe de policía Nick Giaccone por el millón de preguntas de última hora que tuvo a bien responderme por correo electrónico, referentes a todo tipo de cuestiones policiales, tales como búsquedas, secuestros y otras. La detective de la policía montada Claire Demarais merece una mención especial como reina de las técnicas de investigación forense y por haber conducido a Patrick por una escena del crimen de enormes proporciones. Tengo la gran suerte de contar con amigos y familiares que han resultado ser verdaderos expertos en sus respectivos ámbitos profesionales, y que me han hecho partícipe de sus historias y experiencias, y también se han prestado a hacer de caja de resonancia: Jane Picoult, el doctor David Toub, Wyatt Fox, Chris Keating, Suzanne Serat, Conrad Farnham, Chris y Karen Van Leer. Gracias a Guenther Frankenstein por la generosa contribución de su familia a la ampliación de la Biblioteca Howe de Hanover, New Hampshire, y por el permiso para utilizar su maravilloso nombre. Glen Libby contestó con gran paciencia a mis preguntas acerca de la vida en la prisión del condado de Grafton, y Ray Fleer, ayudante del sheriff del condado de Jefferson, me proporcionó toda serie de materiales e información sobre la masacre en el instituto Columbine. Gracias a David Plaut y a Jake Van Leer por el chiste matemático, malo de verdad; a Doug Irwin por enseñarme los aspectos económicos de la felicidad; a Kyle Van Leer y a Axel Hansen por las premisas que encierra el juego del escondite de Scooby Doo; a Luke Hansen por el programa C++; y a Ellen Irwin por la lista de popularidad. Quiero expresar mi agradecimiento, como siempre, al equipo de Atria Books, que hace que yo parezca mucho mejor de lo que soy en realidad: Carolyn Reidy, David Brown, Alyson Mazzarelli, Christine DuPlessis, Gary Urda, Jeanne Lee, Lisa Keim, Sarah Branham y la infatigable Jodi Lipper. A Judith Curr, gracias por cantar mis alabanzas sin detenerse ni para tomar aliento. A Camille McDuffie, gracias por hacer de mí eso tan raro en el mundo de la edición: un nombre de marca. Laura Gross, alzo un vaso de whisky escocés a tu salud, porque no puedo imaginar este negocio sin ti. A Emily Bestler, bueno, no hay más que leer la dedicatoria. Un reconocimiento muy especial para la juez Jennifer Sargent, sin cuya contribución el personaje de Alex no podría haber existido. Y para Jennifer Sternick, mi fiscal particular: eres una de las mujeres más brillantes que he conocido jamás, y haces del trabajo algo tan divertido (larga vida al rey Wah), que la culpa no puede ser más que tuya si acudo una y otra vez a ti en busca de ayuda. Gracias como siempre a mi familia, Kyle, Jake y Sammy, quienes se aseguran de recordarme qué es lo que de verdad importa en la vida; y a mi esposo Tim, la razón por la que soy la mujer más feliz del mundo. Finalmente, me gustaría dar las gracias a toda una serie de personas que han sido el corazón y el alma de este libro: los sobrevivientes de ataques reales a institutos de Estados Unidos, y los que les ayudaron a superar las secuelas emocionales: Betsy Bicknase, Denna O’Connell, Linda Liebl y, en especial, a Kevin Braun; gracias por el valor de volver a sondear en tus recuerdos y por haberme concedido el privilegio de tomarlos prestados. Y, finalmente, a los miles de jóvenes de todo el mundo que son un poco diferentes, que van por ahí un poco asustados, que son un poco impopulares: va por ustedes.
[1]
Juego de palabras. En inglés, la pronunciación de
binomial
(binomio) es muy similar a:
buy no meal
«no compras de comida».
[N. del T.]
[2]
National Public Radio.
[N. del T.]
[3]
White Anglo-Saxon Protestant (protestante blanco anglosajón), término con que se designa en EE.UU. al prototipo de persona de buena posición, de raza blanca, descendiente de los antiguos emigrantes del norte de Europa, y que ha ejercido tradicionalmente la hegemonía social y cultural en el país. Se considera un término más bien peyorativo. La voz wasp significa en sí misma «aguijón».
[N. del T.]
[4]
Alimento vegetariano, sustitutivo de la carne, cuyo ingrediente principal es el seitán o el tofu. Suele ir relleno y puede prepararse al horno, de ahí que entre los vegatarianos y los defensores en general de cierta comida sana sea muy popular como alternativa al pavo del Día de Acción de Gracias, de ahí su nombre, amalgama de las voces tofu y turkey (pavo).
[N. del T.]
[5]
«Pueden ustedes llamarme Ishmael», es la frase inicial de la novela
Moby Dick
, de H. Melville.
[N. del T.]