Cuando Jordan McAfee la llamó al estrado, ocurrió una cosa muy extraña. Entró con el alguacil, pero, en lugar de dirigirse hacia el pequeño banco en el que se sentaban los testigos, su cuerpo se movió por sí mismo en la otra dirección. Diana Leven sabía adónde se dirigía antes de que Lacy misma lo supiera. Se puso de pie para protestar, pero entonces decidió no hacerlo. Lacy caminaba de prisa; con los brazos caídos a los lados, hasta llegar frente a la mesa de la defensa. Se agachó al lado de Peter, de modo que su rostro era lo único que podía ver en su rango de visión. Luego levantó la mano izquierda y le tocó la cara.
Su piel todavía era tan suave como la de un niño, tibia al tacto. Cuando ahuecó la mano para abarcar su mejilla, las pestañas de él le rozaron el pulgar. Había visitado a su hijo semanalmente en la cárcel, pero siempre con una línea divisoria entre ellos. Aquello —el tacto de él bajo sus manos, vital y real —era el tipo de regalo que tienes que sacar de la caja de vez en cuando, sostenerlo alto y mirarlo maravillada, para no olvidar que todavía lo posees. Lacy recordó el momento en que le pusieron por primera vez a Peter en los brazos, todavía manchado de vérnix y sangre, su boca roja abierta con el grito del recién nacido, sus brazos y piernas despatarrados en aquel espacio repentinamente infinito. Inclinándose hacia adelante, hizo en esos momentos lo mismo que había hecho la primera vez que vio a su hijo: cerró los ojos, elevó una plegaria y lo besó en la frente.
El alguacil le tocó el hombro.
—Señora —le dijo.
Lacy apartó su mano con un movimiento del hombro y se puso de pie. Caminó hacia el estrado, levantó el pestillo de la portezuela y entró.
Jordan McAfee se acercó a ella, sosteniendo una caja de pañuelos de papel. Dio la espala al jurado para que no pudieran ver que hablaba.
—¿Está bien? —susurró. Lacy asintió con la cabeza, miró de frente a Peter y le ofreció una sonrisa como un sacrificio.
—¿Puede decir su nombre para el registro? —preguntó Jordan.
—Lacy Houghton.
—¿Dónde vive?
—En el mil seiscientos dieciséis de la calle Goldenrod Lane, Sterling, New Hampshire.
—¿Quién vive con usted?
—Mi marido Lewis —contestó Lacy —y mi hijo, Peter.
—¿Tiene usted algún otro hijo, señora Houghton?
—Tenía un hijo, Joseph, pero fue muerto por un conductor ebrio hace dos años.
—¿Puede decirnos —prosiguió Jordan McAfee —cuándo fue consciente por primera vez de que algo había pasado en el Instituto Sterling el seis de marzo?
—Estaba de guardia y había dormido en el hospital. Soy partera. Al acabar de asistir un parto esa mañana, fui a la sala de neonatología y allí todos estaban reunidos alrededor de la radio. Había habido una explosión en el instituto.
—¿Qué hizo cuando lo escuchó?
—Le dije a alguien que me sustituyera y conduje hasta la escuela. Necesitaba asegurarme de que Peter estaba bien.
—¿Cómo va Peter a la escuela normalmente?
—Conduciendo —dijo Lacy—. Tiene un coche.
—Señora Houghton, hábleme de su relación con Peter.
Lacy sonrió.
—Él es mi bebé. Tenía dos hijos, pero Peter siempre fue el más tranquilo, el más sensible. Siempre necesitaba un poco más de estímulo.
—¿Estaban unidos a medida que él crecía?
—Absolutamente.
—¿Cómo era la relación de Peter con su hermano?
—Era buena…
—¿Y con su padre?
Lacy dudó. Podía sentir a Lewis en la sala con tanta fuerza como si estuviera a su lado y pensó en él caminando bajo la lluvia por el cementerio.
—Creo que Lewis tenía un lazo más estrecho con Joey, mientras que Peter y yo teníamos más cosas en común.
—¿Le habló Peter alguna vez de los problemas que tenía con otros chicos?
—Sí.
—Protesto —dijo la fiscal—. Rumores.
—Denegaré la protesta por ahora —respondió el juez—. Pero tenga cuidado con adónde se dirige, señor McAfee.
Jordan se volvió hacia Lacy de nuevo.
—¿Por qué cree que Peter podía tener problemas con esos chicos?
—Lo habían elegido porque no era como ellos. No era muy atlético. No le gustaba jugar a policías y ladrones. Era artístico, creativo e imaginativo, y los chicos se reían de él por eso.
—¿Qué hizo usted?
—Intenté —admitió Lacy —endurecerle. —Mientras hablaba, dirigía sus palabras a Peter, y esperaba que él pudiera interpretar aquello como una disculpa—. ¿Qué hace cualquier madre cuando ve que alguien se burla de su hijo? Le dije a Peter que le amaba; que aquellos chicos no sabían nada. Le dije que él era increíble y compasivo y amable e inteligente, todas las cosas que queremos que sean nuestros hijos. Sabía que todos esos atributos por los que entonces se burlaban de él jugarían a su favor cuando tuviera treinta y cinco… pero no podía llevarle allí de la noche a la mañana. No puedes acelerar la vida de tu hijo, por mucho que lo desees.
—¿Cuándo comenzó Peter el instituto, señora Houghton?
—En el otoño de dos mil cuatro.
—¿A Peter lo humillaban allí también?
—Más que nunca —respondió Lacy—. Incluso le pedí a su hermano que le prestara un poco de atención.
Jordan caminó hacia ella.
—Hábleme de Joey.
—A todo el mundo le gustaba Joey. Era inteligente, un atleta excelente. Podía relacionarse tan bien con los adultos como con los chicos de su misma edad. Él… bueno, dejó huella en esa escuela.
—Usted debía de estar muy orgullosa de él.
—Lo estaba. Pero pienso que, a causa de Joey, los profesores y estudiantes tenían un cierto tipo de idea preconcebida acerca de lo que debería ser un chico Houghton, antes de que Peter llegara. Y cuando llegó allí, la gente se dio cuenta de que no era como Joey, y eso sólo empeoró las cosas para él. —Miró el rostro de Peter transformarse mientras ella hablaba, como el cambio de una estación. ¿Por qué ella no se había tomado el tiempo antes, cuando lo tenía, de decirle a Peter que lo entendía? ¿Que ella sabía que Joey había proyectado una sombra demasiado grande, que era demasiado difícil encontrar la luz del sol?
—¿Cuántos años tenía Peter cuando murió Joey?
—Fue al final de su primer año de instituto.
—Eso debió de ser devastador para la familia —dijo Jordan.
—Lo fue.
—¿Qué hizo usted para ayudar a Peter a lidiar con el dolor?
Lacy bajó la vista a su regazo.
—No ayudé a Peter de ninguna manera. Lo tenía realmente difícil para ayudarme a mí misma.
—¿Y su marido? ¿Fue él un recurso para Peter en ese momento?
—Creo que los dos estábamos intentando vivir el día a día y poco más… Puestos a decir algo, Peter era el que mantenía unida la familia.
—Señora Houghton, ¿dijo Peter que quería herir a gente de la escuela?
La garganta de Lacy se apretó.
—No.
—¿Hubo algo en la personalidad de Peter que alguna vez le hiciera creer que fuera capaz de un acto como éste?
—Cuando miras a los ojos de tu hijo —respondió Lacy suavemente—, ves todo lo que esperas que llegue a ser… no en lo que desearías que no se convirtiera.
—¿Alguna vez encontró algún plan o nota que indicara que Peter estaba tramando lo que pasó?
Una lágrima cayó por su mejilla.
—No.
Jordan suavizó su voz.
—¿Lo buscó usted, señora Houghton?
Ella regresó mentalmente al momento en que estaba vaciando el escritorio de Joey; cómo, de pie frente al váter, se deshizo de las drogas que había encontrado escondidas en su cajón.
—No —contestó finalmente Lacy—, no lo hice. Creía que estaba ayudándole. Después de que Joey muriese, lo único que quería era mantener a Peter cerca. No quería invadir su privacidad; no quería discutir con él; no quería que nadie más le lastimase nunca. Quería que fuera un niño para siempre. —Levantó la mirada, llorando con más intensidad ahora—. Pero no puedes hacer eso si eres una madre. Porque parte de tu trabajo es dejarles crecer.
Hubo un alboroto entre el público de la sala cuando un hombre se puso de pie, casi desafiando a una cámara de televisión. Lacy no lo había visto nunca antes. Tenía cabello negro ralo y un bigote; tenía los ojos como brasas ardientes.
—¿Pues sabe qué? —escupió—. Mi hija Maddie ya nunca crecerá. —Señaló a la mujer que había a su lado y luego a otra más adelante, en un banco—. Ni su hija. Ni su hijo. Si tú, maldita bruja, hubieras hecho mejor tu trabajo, yo todavía podría estar haciendo mi trabajo.
El juez comenzó a golpear con el mazo.
—Señor —llamó—, señor, tengo que pedirle que…
—Su hijo es un monstruo. Un maldito monstruo —gritó el hombre sin hacerle caso, mientras dos alguaciles se acercaban a él, lo tomaban de los brazos y se lo llevaban fuera del tribunal.
Una vez, Lacy había presenciado el nacimiento de una niña a la que le faltaba la mitad del corazón. Durante el embarazo, la familia fue informada de que su hija no viviría, pero decidieron seguir adelante, con la esperanza de poder tenerla unos breves momentos en esta tierra, antes de que, por su propio bien, muriese. Lacy había permanecido de pie, en un rincón de la sala de partos, mientras los padres sostenían a su hija. No podía mirar sus rostros; simplemente no podía. En cambio, se centró en la recién nacida. La observaba, quieta y azul de frío, mover un puñito minúsculo con un movimiento lento, como un astronauta navegando por el espacio. Luego, uno por uno, sus deditos se desenroscaron y murió.
Lacy pensó en aquellos deditos en miniatura abriéndose. Se volvió hacia Peter. «Lo siento», articuló silenciosamente. Luego se cubrió el rostro con las manos y sollozó.
Una vez que el juez hubo llamado a receso y el jurado hubo salido ordenadamente, Jordan se acercó al estrado.
—Su Señoría, la defensa pide ser escuchada —dijo—. Queremos que el juicio sea anulado.
Incluso de espaldas a ella, Jordan podía sentir cómo Diana Leven ponía los ojos en blanco.
—Qué oportuno.
—Bueno, señor McAfee, ¿con qué bases? —preguntó el juez.
«Con la base de que no tengo nada mejor para salvar mi caso», pensó Jordan.
—Su Señoría —dijo—, ha habido un arrebato emocional público por parte del padre de una de las víctimas frente al jurado. No hay forma de que esa especie de declaración pueda ser ignorada, y no hay instrucción que pueda darse que pueda hacer que esa campana no haya sonado.
—¿Eso es todo, defensor?
—No —dijo Jordan—. Antes de eso, el jurado podía no saber que miembros de las familias de las víctimas estaban sentados entre el público de la sala. Ahora lo saben, y también saben que cada movimiento que hagan es observado por esa misma gente. Ésa es una presión tremenda para el jurado en un caso que ya es extremadamente emocional y altamente publicitado. ¿Cómo se supone que van a dejar de lado las expectativas de los miembros de esas familias y que hagan su trabajo de manera justa e imparcial?
—¿Estás bromeando? —dijo Diana—. ¿Quién pensaba el jurado que era el público de la sala? ¿Vagabundos? Por supuesto que está lleno de gente afectada por los tiroteos. Por eso están aquí.
El juez Wagner levantó la mirada.
—Señor McAfee, no voy a declarar la nulidad. Entiendo su preocupación, pero creo que puedo reconducir la cuestión con una instrucción para los miembros del jurado de que hagan caso omiso a todo tipo de arrebatos emocionales provenientes del público de la sala. Todo aquel que esté involucrado en este caso entiende que las emociones están a flor de piel, y que la gente no siempre está en condiciones de controlarse. Sin embargo, también expediré una instrucción cautelar para el público de la sala, ordenando que se comporte o de lo contrario el juicio se celebrará a puerta cerrada.
Jordan aspiró profundamente.
—Por favor, que conste que estoy en desacuerdo, Su Señoría.
—Por supuesto, señor McAfee —dijo—. Les veo en quince minutos.
Cuando el juez se fue, Jordan volvió a la mesa de la defensa, intentando pensar en algún tipo de magia que pudiera salvar a Peter. La verdad era que, no importaba lo que dijera el doctor Wah, no importaba cuán clara fuera la explicación del síndrome del estrés postraumático, no importaba si el jurado se compadecía completamente de Peter, Jordan había olvidado un punto importante: siempre sentirían más compasión por las víctimas.
Diana le sonrió mientras salía de la sala.
—Buen intento —dijo.
El lugar preferido de Selena en la corte era una habitación que había junto a la conserjería y que estaba llena de mapas viejos. No tenía idea de qué hacían en una corte en lugar de en una biblioteca, pero le gustaba esconderse allí a veces, cuando se cansaba de ver a Jordan pavonearse delante del estrado. Durante el juicio, había ido allí un par de veces, a amamantar a Sam en los días en que no tenía niñera para que lo cuidara.
Ahora, guió a Lacy hasta su cielo personal y la sentó frente a un mapamundi que tenía el hemisferio sur en el centro. Australia era de color morado; Nueva Zelanda, verde. Era el mapa preferido de Selena. Le gustaban los dragones rojos pintados en los mares y las furiosas nubes de tormenta en las esquinas. Le gustaban las brújulas caligrafiadas, dibujadas para indicar la dirección. Le gustaba pensar que, desde otro ángulo, el mundo podía verse de una forma completamente diferente.
Lacy Houghton no había parado de llorar, y Selena sabía que tenía que hacerlo, o la declaración sería un desastre. Se sentó a su lado.
—¿Puedo traerte algo? ¿Sopa? ¿Café?
Lacy sacudió la cabeza y se sonó la nariz con un pañuelo de papel.
—No puedo hacer nada para salvarle.
—Ése es el trabajo de Jordan —replicó Selena aunque, a decir verdad, no podía imaginar una alternativa para Peter que no incluyera un largo tiempo en la cárcel. Se estaba rompiendo la cabeza intentando pensar en algo más que pudiera decir o hacer para tranquilizar a Lacy, justo cuando Sam se levantó y agarró la trenza de Lacy.
«Bingo».
—Lacy —le dijo Selena—, ¿te importaría sujetarlo un minuto mientras busco una cosa en mi bolso?
Lacy levantó la mirada.
—¿A ti… no te molesta?
Selena sacudió la cabeza y le colocó el bebé en el regazo. Sam miró fijamente a Lacy, mientras intentaba, con diligencia, meterse un puño en la boca.
—Gah —dijo.
Una sonrisa apareció como un fantasma en la cara de Lacy.
—Hombrecito —susurró, y levantó al bebé para poder sostenerlo más firmemente.