Viana tardó un poco en comprender lo que quería decir.
—¿Ya no es una niña? Quieres decir… que ya la ha visitado la doncella de rojo, ¿no?
—¿Es así como las damas finas llamáis a la menstruación? —preguntó Lobo a bocajarro, y Viana se ruborizó a su pesar.
—No se considera apropiado hablar tan abiertamente de asuntos femeninos, Lobo —lo reprendió—. Pero… —añadió reflexionando sobre aquella nueva información—, si la reina ya no es una niña… significa eso que podría concebir… un heredero para Harak. ¿Es eso?
Lobo asintió de nuevo.
—Harak no ha mostrado el menor interés por su esposa desde que se celebraron las nupcias —explicó—. La ha mantenido en el castillo como una posesión más, como un objeto decorativo. Pero no tardará en enterarse de que ella ya podría quedar embarazada, y en tal caso…
Viana se sintio horrorizada al imaginar a la pequeña Analisa entre las garras de ese bruto.
—¡Hay que sacarla de allí cuanto antes! —exclamó.
—Sí, yo había llegado a la misma conclusión.
—¿Para que Harak no engendre un bastardo de sangre real que tenga derechos sobre el trono de Nortia? —adivinó Viana. Su voz tenía cierto tono acusador, y Lobo lo notó.
—Por eso… y también porque no soporto la idea de abandonar a esa niña a su suerte. No pude rescataros ni a ti ni a Belicia —añadió en voz baja—. He de hacer algo por Analisa. Y si pudiera…
No terminé la frase, pero no fue necesario. Viana se sintió conmovida y resolvió no hacer más preguntas sobre el tema.
Siguieron avanzando. Cuando la joven ya empezaba a desesperarse, el túnel acabó en una escalerilla herrumbrosa clavada en la roca. Lobo subió por ella y Viana lo hizo también.
Desembocaron en otro pasadizo. Este, sin embargo, no estaba escavado en roca, sino que había sido construido entre paredes de enormes losas de piedra. También era estrecho, aunque parecía más confortable y menos húmedo. Pequeños rayos de luz bañaban el camino, procedentes de diminutos agujeros practicados en el muro que se alzaba a su derecha.
—Ya estamos en el castillo —susurró Lobo.
—Lo había supuesto —respondió Viana en el mismo tono—. Y ahora, ¿qué?
—No te hagas la lista. Debemos llegar hasta las dependencias reales sin que nos oigan. Una vez allí, pasaremos a la segunda parte del plan.
Viana no preguntó en qué consistía. Estaba nerviosa ante la posibilidad de volver a ver a Uri. Mientras avanzaban por el pasadizo, les llegó a lo lejos un estruendo de voces y risotadas amortiguado por los muros de piedra.
—Nos acercamos al salón de trono —informó Lobo. Viana asintió, con los cinco sentidos alerta.
El bullicio se oía cada vez con más intensidad. Entonces Lobo se detuvo junto a un par de pequeños agujeros practicados en la pared y espió a través de ellos. Viana recordó que, en algunas de sus historias favoritas, las paredes de los pasadizos estaban salpicadas de orificios a través de los cuales se podía mirar. A menudo estaban disimulados en los ojos de los cuadros que adornaban las estancias de los palacios. Este detalle siempre se le había antojado un tanto siniestro, pero, en aquel momento, la posibilidad de poder dirigirle a Harak una mirada terrible desde el retrato de algún antiguo rey de Norti le pareció de lo más excitante.
—Están reunidos —murmuró Lobo—, bebiendo y vociferando como siempre. Y, por lo que parece, solo están harak, los jefes de los clanes y un par de criados sirviendo las mesas. Me pregunto qué se traerán entre manos. Los bárbaros nunca se andan con secretos, prefieren atacar de frente.
—Déjame ver —respondió Viana, apartándolo de un empujón.
Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar la mirilla. Atisbó a través de los orificios para observar la escena que Lobo acababa de describirle.
Repartidos a lo largo de la mesa rectangular, los jefes de los clanes bárbaros disfrutaban de un opíparo banquete. Harak presidía la reunión con una sonrisa de autosuficiencia. A su lado se sentaba el brujo, que, sin embargo, no estaba disfrutando de la comida. Tenía ante sí una solitaria escudilla de caldo que no parecía haber tocado.
Viana detectó, además, dos detalles que Lobo parecía haber pasado por alto.
En primer lugar, al fondo de la sala había varios toneles como los que habían usado en el Gran Bosque para recoger la savia mágica.
En segundo lugar, atado a la pata de la silla de Harak… estaba Uri.
A Viana se le rompió el corazón al verlo. La mayoría de los bárbaros hacían caso omiso de él, pero algunos lo trataban como un perro: le lanzaban restos de comida, le hacían gestos burlones e intentaban provocarlo para que los mordiera. Uri apenas reaccionaba. Se había hecho un ovillo al suelo, lo más lejos posible de Harak. Cuando alguien le dio una patada al pasar, Viana rugió de furia. Por fortuna, el estruendo de la sala era tal que nadie la oyó.
—¡Tienen a Uri! —gimió, lanzando una mirada suplicante a Lobo—. ¡Tenemos que sacarlo de ahí!
El caballero volvió a espiar por la mirilla y descubrió a Uri a los pies de Harak.
—Le gustarán las mascotas exóticas —murmuró, para indignación de Viana—. Me gustaría poder decirte que vamos a ayudarlo, pero no veo cómo vamos a poder sacarlo de un salón lleno de bárbaros.
—Pero… —empezó Viana; sin embargo, se cayó al darse cuenta de que, al otro lado de la pared, el salón del trono parecía haber enmudecido.
Lobo y Viana forcejearon para mirar al mismo tiempo y terminaron apropiándose cada uno de un agujero.
Los bárbaros guardaban silencio porque Harak se había levantado de su asiento y se disponía a hablar.
—Hemos llegado justo a tiempo —dijo Lobo, satisfecho—. Por fin podré enterarme de lo que trama ese chacal.
Viana lo sospechaba, pero permaneció en silencio.
Harak estaba dirigiendo un discurso a los jefes de los clanes en la tosca lengua de su tierra. No era un parlamento muy florido; los bárbaros no solían hablar de más. Lobo fruncía el entrecejo para tratar de entender lo que decía, pero le resultaba difícil, puesto que solo conocía unas pocas palabras en el idioma de los invasores. Viana, por el contrario, había convivido con ellos durante varios meses y pudo comprender mejor el discurso del rey.
Hablaban de un arma que los haría invencibles. De algo que les permitiría conquistar el mundo entero. Cuando les dijo a sus invitados que iba a compartir con ellos el mágico secreto de su imbatibilidad, todos rugieron mostrando su acuerdo.
—¿De qué diablos está hablando? —gruñó Lobo.
—Espera y lo verás —susurró Viana; no se le había escapado que, a una señal de Harak, dos sirvientes arrastraban uno de los barriles hacia la mesa.
Los bárbaros guardaron silencio mientras observaban, con curiosidad, cómo los criados destapaban el barril. Entonces Harak les ordenó que permanecieran de pie junto a la mesa, introdujo su manaza en el interior y la sacó embadurnada de un líquido balnquecino. «Savia del Gran Bosque», pensó Viana con un estremecimiento.
—¿Qué es eso? Qué es eso? —decía Lobo con frustración, tratando de obtener una perspectiva más amplia.
—Espera y lo verás —repitió Viana.
Pero no estaba preparada para lo que sucedió a continuación. Harak ordenó a los dos sirvientes que se quitaran la camisa y untó el pecho de uno de ellos. Solo de uno.
Acto seguido, y antes de que nadie pudiera adivinar sus intenciones, extrajo una daga de su cinto y atravesó sucesivamente el corazón de los dos.
Algunos bárbaros lanzaron una exclamación de sorpresa; otros rieron, pensando que había sido un capricho de su rey que había que celebrar. Pero todos contemplaron impasibles cómo ambos criados agonizaban ante ellos. Uno se desplomó en el suelo, muerto, con los ojos de par en par, fijos en el techo. El otro, sin embargo, se estremeció y volvió a levantarse, confuso y maravillado. Harak le arrojó una jarra de agua por encima para limpiarle la sangre. Y todos los demás bárbaros dejaron escapar un grito de asombro: la herida de su pecho había sanado milagrosamente.
—Aquí tenéis el ungüento mágico que nos hará invencibles —declaró Harak—. Pero no inmortales —añadió.
Desenfundó su hacha y decapitó allí mismo al pobre criado, que ya sonreía, aliviado, al creer que había escapado de una muerte segura. Su cabeza rodó muy cerca de Uri, que dio un respingo y retrocedió, horrorizado, para no ver la espantosa mueca que había quedado congelada en ella para siempre.
Algunos de los jefes bárbaros aplaudieron la ocurrencia entre grandes risotadas. Pero Harak no había terminado de hablar.
—Cada clan —dijo— recibirá media docena de barriles como este antes de cada batalla. Usadlos bien y nadie podrá derrotaros. Y entonces los Pueblos de las Estepas conquistaremos el mundo entero.
Los bárbaros se quedaron un instante en silencio, meditando en sus palabras, sin terminar de asimilar lo que acababan de contemplar. Pero después alguien lanzó un grito de alabanza a Harak, y todos los demás se le unieron con vítores de victoria y brindaron por la gloria de los pueblos bárbaros.
En el pasadizo secreto, Lobo se había quedado blanco.
—¿Qué… qué ha pasado ahí dentro?
Viana sacudió la cabeza.
—Es lo que he tratado de decirte desde el principio —dijo—. Es un tipo de savia curativa. La obtienen de un árbol maravilloso que crece en el corazón del Gran Bosque. Hay muchos de los suyos recolectando savia. Y parecía que llevaban allí bastante tiempo.
Lobo reflexionó.
—Pero eso significa… —dijo por fin—. Si es cierto lo que acabo de ver… no tenemos ninguna posibilidad frente a ellos.
—No —coincidió Viana—, a no ser que destruyamos esos barriles, o que asaltemos a Harak antes de que se unte con eso nuevamente.
Lobo la miró con ojos relucientes.
—Entonces, ¿crees que los efectos no son permanentes? —preguntó. Viana lo pensó.
—No lo creo —dijo—, porque Harak les ha prometido a los jefes que tendrán más barriles antes de cada batalla. Eso sognifica que vuelven a ser vulnerables cada vez que se eliminan los restos de savia que queden en su piel. Quizá después de un baño… si es que se bañan alguna vez… o tras un intenso ejerecicio físico que les haga sudar mucho.
—Es bueno saberlo —murmuró Lobo, y se separó de la pared con la evidente intención de proseguir su camino.
—¿Qué haces? —le recriminó Viana—. ¡Hay que salvar a Uri!
—Hay que salvar a la reina y a su madre —la corrigió Lobo—. Y he de aprovechar ahora que están todos reunidos en el salón.
—Pero…
—Por el camino —cortó él— seguiré pensando en lo que hemos visto. Y tal vez se me ocurra un plan.
Viana se resignó a dejarlo todo en manos de su mentor. Lo siguió por el pasadizo con docilidad, aunque una parte de ella se quedó atrás, en el salón donde tenían a Uri, y se juró a sí misma que no se marcharía del palacio sin él.
Torcieron un par de veces más y subieron por unas escaleras practicadas en el mismo pasadizo hasta lo que Viana adivinó que era el piso superior. Lobo se detuvo un poco más allá. Ante él, a mano derecha, se veía otro haz de luz a la altura de sus pies, mucho más amplio que los que habían visto hasta entonces.
—Es una chimenea —susurró Lobo—. Hace tiempio que la sellaron y ahora su función es meramente decorativa, pero nos conducirá hasta los aposentos reales —se volvió hacia ella y le lanzo un fardo de ropa que la muchacha agarró al vuelo—. Ponte esto, rápido.
—¿Qué es?
Lobo suspiró profundamente.
—¿No eres capaz de obedecer una orden sencilla sin hacer una maldita pregunta? ¿Y aún te extraña que te echara de mi ejército?
Viana no se inmutó ante sus palabras. Siguió mirándolo fijamente en la penumbra, con el lío de ropa en la mano, hasta que Lobo suspiró de nuevo y respondió con un gruñido:
—Es un vestido. Yo no puedo llegar hasta las habitaciones de la reina sin levantar sospechas, pero tú, sí.
Viana se llevó una mano al pelo, corto y rebelde. Lobo se adelantó a sus objeciones.
—He pensado en ello; ahí tienes una de esas cosas que usáis las mujeres para taparos la cabeza.
—¿Una redecilla? —preguntó Viana, desplegando el vesido. Varias piezas de ropa cayeron al suelo. Lobo hizo un gesto desdeñoso.
—Ya te gustaría. Hoy serás una criada, no una duquesa.
—Ah, una pañoleta —dijo Viana al localizar la prenda—. Date la vuelta. No quiero que mires.
Lobo puso los ojos en blanco, pero obedeció. Viana procedió a cambiarse en el estrecho pasadizo. Se sorprendió al encontrarse peleándose con las ropas femeninas, igual que tiempo atrás había tenido que esforzarse para embutirse en unas calzas y una camisa de hombre. «¿Tan pronto he olvidado quién soy en realidad?», se preguntó, e inmediatamente: «¿Y quién soy en realidad?». Pero aparto aquellos pensamientos de su mente. No era momento de planteárselos: tenía una misión por delante.
Cuando por fin se sintió cómoda con su vestido de criada, se volvió hacia Lobo, que la observó con aire crítico.
—Supongo que tendrá que servir —dijo finalmente—. Deprisa, sal por el hueco de la chimenea; llegarás a un saloncito cercano a las dependencias de la reina. Solo tienes que seguir el pasillo todo recto y luego torcer a la izquierda. Te estarán esperando.
—¿Y qué les digo? —preguntó Viana, insegura de pronto.
—El santo y seña de la rebelión: «El halcón ha de alzarse de nuevo».
Viana asintió. Sabía que el halcón peregrino era el símbolo de los reyes de Nortia, de modo que era fácil recordarlo. Escondió un puñal en la faltriquera —no pensaba aventurarse desarmada en un nido de bárbaros— y salió a gatas por la chimenea. Echó un vistazo rápido antes de emerger a la habitación, que estaba vacía. Se puso en pie y se deslizó hasta el pasillo.
Una vez allí, se puso en marcha sin perder un instante. Si debía hacerse pasar por una criada del castillo, no podía mostras vacilaciones.
Trató de caminar con ligereza, pero la pesada falda entorpecía sus pasos. Se preguntó cómo había sido capaz de llevar vestidos durante tanto tiempo.
Siguió las indicaciones de Lobo y llegó hasta los aposentos de la reina. Dudó un instante. La puerta estaba entornada, pero en el interior permanecía a oscuras y en silencio. Quizá no hubiese nadie, o tal vez la niña estuviese durmiendo. Obviamente, ninguna doncella esperaría visita a altas horas de la madrugada.
Pero Viana recordó que Lobo le había dicho que la estarían aguardando, de modo que inspiró profundamente y entró en la habitación. La puerta se abrió con un chirrido.