Prosiguieron la marcha. Encontraron, aquí y allá, más árboles muertos; todos ellos mostraban aquella horrible señal en el tronco, como si alguien hubiese querido talarlos pero se hubiese quedado a medias. Viana no comprendía por qué razón querría nadie señalarlos de aquella forma.
No tardó en entenderlo, sin embargo. Momentos más tarde, Uri dejó escapar una exclamación consternada y se lanzó hacia uno de los árboles más grandes. Viana lo siguió, y lo que vio la dejó con la boca abierta y el corazón en un puño.
El árbol estaba vivo… todavía. Alguien había practicado en su tronco el mismo corte que había matado a los demás. De él fluía, lentamente, un hilillo de savia blanquecina que iba a caer a un balde colocado a sus pies.
Viana parpadeó, un poco desconcertada. De modo que se trataba de eso… Alguien estaba exprimiendo a los árboles, arrebatándoles la sabia hasta que se secaban por completo… hasta que no podían cantar más. ¿Por qué?
Miró a Uri buscando respuestas, pero él estaba profundamente preocupado por la suerte del árbol. Había apartado el balde, volcándolo con rabia, y ahora trataba de detener el flujo de savia. Solo consiguió embadurnarse las manos, y las dejó caer desconsolado.
Viana quiso ayudarlo. Buscó su capa e hizo ademán de rodear con ella al tronco del árbol, como quien venda un miembro herido para q deje de sangrar. Pero Uri la detuvo y sacudió la cabeza.
—No sirve —dijo—. Mira.
Viana miró a su alrededor, y lo que vio la dejó sobrecogida.
Había muchos más árboles en la misma situación. Los más grandes, los de tronco más grueso y raíces más profundas. A todos los había herido de forma similar y su sabia estaba siendo diligentemente recogida en recipientes colocados de forma que no dejaran caer una sola gota.
—Pero … —empezó la muchacha.
No pudo seguir; de pronto, Uri la hizo callar y tiró de ella para ocultarla tras el tronco del árbol.
Viana entendió inmediatamente que estaban en peligro. Preparó su arco y se asomó con precaución por detrás del árbol.
Vio a un par de mujeres bárbaras revisando los baldes de savia. Cargaban con aquellos que ya estaban llenos y los sustituían por recipientes vacíos. Viana las mantuvo a tiro durante un buen rato, sin decidirse a soltar la cuerda, hasta que finalmente ellas se perdieron en la espesura del bosque. La joven bajó el arco.
—De modo que es esto —murmuró—. Están recogiendo la savia de los árboles que cantan. Pero ¿por qué razón?.
Uri la miró; una profunda tristeza se adivinaba en el fondo de sus ojos verdes.
—Ellos curan —explicó—. Los árboles.
Viana tardó apenas unos instantes en asimilar lo que implicaban las palabras de Uri.
Cuando lo hizo, comprendió de golpe que por fin había encontrado el manantial de eterna juventud del que hablaban las leyendas. Y no era la fuente que había imaginado.
Brotaba de los árboles cantores.
En el que se describe una expedición de catastróficas consecuencias.
Uri y Viana dedicaron el resto del día a espiar a los bárbaros, que habían montado un campamento en una hondonada, un poco más lejos. Hasta allí llegaba un sendero abierto a fuego y espada en el bosque, hollado por carromatos que iban y venían cargados con enormes barriles de savia. Viana se preguntó cuánto tiempo habían necesitado los bárbaros para ganar la partida al Gran Bosque; quizá meses, tal vez años. Ni siquiera una tradición centenaria de cuentos escalofriantes acerca de sus peligros había bastado para templar su insensata locura y su ambición desmedida. Se habían abierto paso a través de los árboles y la maleza, desafiando a sus habitantes y derrotando a los monstruos que se ocultaban entre la espesura, creando un camino para sus carros que los conducía hasta el mismo corazón de la floresta… hasta el lugar donde los árboles cantaban.
Viana observó a los bárbaros, sobrecogida, durante toda la jornada. Vio a sus mujeres vaciar los baldes una y otra vez, mientras los hombres cargaban toneles en los carromatos y los muchachos arreaban a los bueyes para que los condujeran fuera del bosque cuanto antes. Estaba claro que necesitaba grandes cantidades de savia, pero ¿para qué? ¿Acaso Harak debía bañarse en ella todos los días para ser imbatible? ¿Quizá tenía por costumbre mezclarla con su bebida?
¿O tal vez estuviera haciendo acopio del preciado líquido simplemente para tener garantizado su suministro para el resto de su vida?
Había muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué los árboles no se defendían de aquella agresión? ¿Qué habían hecho los bárbaros con el pueblo de Uri? ¿Los había exterminado a todos? Pero Viana no se atrevió a plantearle todas estas cuestiones. Uri estaba tan afectado por todo lo que estaba viendo que ella no quiso hacerle sentir peor.
En cualquier caso, debía informar a Lobo de lo que estaba sucediendo allí. Llenó una cantimplora con savia de uno de los baldes; aquella sería la prueba que lo convencería de que su historia era cierta. Cuando comprobase las propiedades de aquella sustancia extraordinaria, pensó Viana, Lobo estaría más dispuesto a escuchar lo que tenía que contarle.
Cuando cayó la noche, los bárbaros encendieron un fuego y se reunieron en torno a él. Cantaron en su áspera lengua y bebieron y brindaron a la salud del gran Harak, y Viana los odió por pisotear todo lo que hallaba a su paso. Pero entonces una figura baja y enjuta salió de una de las tiendas, y todos callaron como por arte de magia. Se trataba de un hombre de mediana edad que llevaba trenzado su largo cabello gris; iba envuelto en un manto de color pardo y adornado con múltiples abalorios como dientes o garras de animales diversos, y se apoyaba en un bastón de madera laboriosamente tallado. Su rostro estaba pintado con signos que Viana desconocía, y que hacían resaltar la penetrante mirada de sus ojos oscuros.
A la joven le dio un vuelco el corazón al reconocerlo: era el brujo que había casado a las doncellas de Nortia. El que la había entregado al bruto de Holdar.
Apretó los puños con rabia. Desde su escondite trató de oír lo que estaba diciendo, pero apenas pudo entender sus palabras, porque hablaba en susurros. No le hacía falta levantar la voz: todos los presentes, incluso los hombretones más fieros, lo escuchaban con atención y reverencia.
—¿Qué estará haciendo aquí? —se preguntó Viana en voz baja.
—Él ata los árboles —dijo Uri en el mismo tono—. Ellos no pueden mover. La joven se volvió hacia él, sorprendida.
—¿Qué quieres decir?
Uri respiró hondo, como si tratara de ordenar sus pensamientos o de encontrar la forma de expresarlos correctamente.
—Ellos vienen hace tiempo —explicó—. Quieren sacar la sangre de los árboles. Pero ellos no dejan.
—¿Se defendieron?
Viana se imaginó a los árboles presentando batalla, azotando a los bárbaros con sus ramas. Pero, de todas formas, no debían de haber tenido muchas oportunidades. Después de todo, no podían escapar. Y los humanos tenían armas tan terribles como las hachas o el fuego. ¿Podrían haber movido sus ramas o raíces para volcar los baldes que recogían su preciada savia… aunque solo fuera para rebelarse contra aquel destino?
—Él hace cosas y dice cosas y los árboles duermen —concluyó Uri señalando al brujo.
—Los hechizó —murmuró Viana estremeciéndose—. ¿Qué clase de cosas hizo el brujo, Uri?
El muchacho suspiró y se frotó un ojo. Parecía muy cansado como si recordar todo aquello le costara un tremendo esfuerzo.
—Él tiene agua y mete cosas dentro, como una sopa. Luego mete su dedo en la sopa y dibuja cosas en los árboles.
Viana iba a hacer un comentario cuando el brujo dejó de hablar y los otros bárbaros entonaron al unísono un cántico victorioso.
Viana quedó paralizada al oír lo que decían.
Hablaban de un ejército invencible al que nada podría dañar. Una marea de bárbaros que conquistaría las tierras del sur, y después el mundo entero.
Se llevó las manos a la boca para ahogar una exclamación horrorizada.
Los baldes de savia no eran para Harak. Era para todos sus guerreros. Se bañarían en ella antes de cada batalla y serían invulnerables.
Se incorporó de golpe.
—Tenemos que volver —dijo con urgencia—. Hay que avisar a Lobo y a los demás. Garrid tenía razón: no se puede derrotar a los bárbaros en una guerra abierta. Hay que encontrar otra manera.
Uri la miró sin comprender, al principio, pero luego se fue pintando en su rostro una expresión de angustia.
—¡No! —exclamó—. Tú debes ayudar a mi gente. ¡Estamos aquí para ayudar a mi gente!
Habló en voz demasiado alta y, antes de que Viana pudiera evitarlo, los bárbaros volvieron la mirada hacia el lugar donde ellos se ocultaban. Además, Uri se había incorporado y resultaba ahora claramente visible a la luz del fuego. La muchacha maldijo para sus adentros.
—Tenemos que escapar de aquí, Uri. Nos han visto.
Habría jurado, además, que los ojos inquisitivos del brujo se clavaban en su compañero con un siniestro interés.
Allí terminó la jornada de espionaje. Uri y Viana huyeron a través de la espesura, con los bárbaros pisándoles los talones. Por fortuna, el propio bosque cubrió sus pasos. Uri corría como un gamo en la oscuridad, arrastrando a Viana tras de sí, mientras que los bárbaros dependían de la luz de sus antorchar para orientarse. Por otra parte, los árboles y la maleza parecían abrir caminos para los fugitivos, pero entorpecían los pasos de sus perseguidores. Y así, poco antes del amanecer, los dos jóvenes se detuvieron por fin a descansar, seguros de que los habían dejado atrás.
—No podemos volver, Uri —dijo ella, al ver que el muchacho se volvía a mirar el lugar que dejaban atrás.
—Pero mi gente…
—Lo sé —cortó Viana—. Yo no puedo hacer nada para ayudarlos. Solo soy una muchacha, ¿recuerdas?
—Tú eres fuerte —dijo Uri mirándola con fe inquebrantable—. Yo te amo.
Viana se recostó contra el tronco de un árbol, tratando de pensar, mientras procuraba que no se le notara la turbación que habían provocado en ella sus palabras.
—Te… te diré lo que vamos a hacer —balbuceó por fin—. Iré a buscar a Lobo y le pediré que traiga refuerzos. Volveremos con un montón de soldados y combatiremos al brujo y a sus bárbaros. Buscaremos entonces a tu pueblo, ¿de acuerdo? Trataremos de averiguar qué ha sido de ellos. Pero, ante todo, tenemos que detener el suministro de savia; si lo hacemos, el ejército de Harak ya no será tan invencible. Y si conseguimos el apoyo de los reyes del sur, podremos expulsarlos de Nortia y del Gran Bosque para siempre.
Uri había seguido su razonamiento con atención, frunciendo el ceño mientras trataba de comprender todo lo que ella decía. Finalmente asintió.
—Nosotros volvemos con tu gente —dijo—. Después, ellos ayudan a mi gente.
—Eso es —sonrió Viana—. Sí, eso es.
Uri se rio como un niño y la besó.
—Gracias, Viana —dijo feliz.
—En marcha, pues. Tenemos que regresar cuanto antes.
Y así, tras un largo viaje, Uri y Viana regresaron al campamento de los rebeldes. Ambos llegaban cansados y hambrientos, pues no habían querido detenerse más de lo necesario. Sus ropas estaban sucias y presentaban múltiples desgarrones. Pero estaba en casa, y eso era lo más importante.
Sin embargo, cuando penetraron el claro se encontraron con una estampa inesperada: el lugar estaba desierto, y algunas chozas parecían abandonadas. El fuego del campamento se había apagado, y solamente se apreciaban los restos de una pequeña hoguera cerca de la cabaña de las mujeres.
—¿Qué ha pasado aquí? —exclamó Viana. Corrió hasta el centro del claro, seguida por Uri.
—¿Holaaaa? —gritó—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Se han ido, mi señora —dijo una voz tras ella.
Viana se volvió. Allí estaba Dorea, de pie ante la puerta de su cabaña.
La muchacha se reunió con ella y se refugió entre sus brazos. Dorea la estrechó con fuerza. Parecía feliz y emocionada por volver a verla, pero al mismo tiempo Viana percibió en ella una sombra de tristeza y preocupación.
—Pensé que no volvería a veros, niña —dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas—. Cuando os marchasteis con Uri… ¿por qué os marchasteis con Uri? —le preguntó de pronto, con un brillo de sospecha en la mirada.
—Hemos ido al corazón del bosque —respondió Viana atropelladamente, eludiendo la pregunta— y hemos visto a los árboles que cantan. Los bárbaros están allí, Dorea. Tengo que hablar con Lobo. ¿Dónde está? Harak prepara un ataque contra los reinos del sur…
—Lo sé —cortó Dorea—. Por eso se han ido todos, Viana. Lobo preparó a su ejército y partieron hacia la frontera sur de Nortia para detenerlos junto al río Piedrafría. La mayoría de las mujeres se fueron de aquí, porque ya no se sentían seguras sin la protección de los hombres. Pero yo me quedé a aguardar vuestro regreso. Aunque Lobo dijo que os había echado del campamento, yo nunca perdí la esperanza de que regresarais… Oh, Viana, ¿por qué no me lo dijisteis? Si no queríais que yo os acompañara, ¿por qué no os despedisteis, al menos?
Pero Viana no la estaba escuchando. Las noticias sobre la partida del ejército rebelde habían caído sobre ella como un cubo de agua fría.
—No, no —murmuró—. No puede ser, Dorea. No pueden haberse marchado ya…
—Sí, Viana —confirmó ella—. Se fueron hace casi dos semanas. Lobo no quería aguardar más. Vos misma le dijisteis que los bárbaros tenían previsto atacar los reinos del sur cuando comenzara el invierno, de modo que se han movilizado para salirles al paso antes de que eso ocurra.
—Pero… pero… no podrán derrotarlos, Dorea. Nadie puede vencerlos ahora. Será una masacre.
—Tened fe, niña. El ejército rebelde no está tan desamparado como pensáis. Lobo lleva tiempo manteniendo conversaciones con algunos de los reyes del sur; aunque se aliaron con Harak para mantener su independencia, enviarán tropas en secreto para apoyarnos, y tienen también un ejército preparado para actuar en el mismo instante en que los bárbaros traten de cruzar el Piedrafría. Lobo dice…
—No importa lo que diga Lobo ni cuántos guerreros se movilicen para luchar contra los bárbaros —cortó Viana angustiada—, porque no podrán derrotarlos. Ay, ¿qué voy a hacer? Jamás podré alcanzarlos a tiempo. Pero si no los aviso…
—Mi señora, calmaos. Estáis muy alterada. Confiad en Lobo. Entiende de asuntos de guerra más que nosotras, las mujeres. Sabe lo que hace.