Pero Viana se desasió de su contacto, exasperada.
—¡No, no lo sabe! —sacudió la cabeza con desesperación—. Escucha, Dorea: hemos descubierto un plan secreto de los bárbaros que Lobo no conoce, ¿entiendes? Si no le contamos lo que sabemos, los bárbaros vencerán otra vez, y será la definitiva.
Dorea inspiró profundamente.
—Comprendo —murmuró—. Entonces, debéis partir de inmediato, mi señora. Si contáis con un corcel rápido, tal vez los alcancéis antes de que se enfrenten a las tropas de Harak.
—Las tropas de Harak —repitió Viana, pensando intensamente—. No se han puesto en marcha todavía, ¿verdad?
—Lo ignoro, Viana. Pero el pueblo está tranquilo. Si el señor de Torrespino y sus vasallos tienen planeado unirse al ejército del rey, sin duda no tardarán en hacerlo. De momento, no han abandonado estas tierras.
Viana asintió, más animada.
—Entonces, quizá tengamos una oportunidad. Iré a buscar a Lobo, Dorea. Y tendrá que escucharme porque, de lo contrario, ya no habrá esperanza para Nortia.
La nodriza suspiró.
—Lo entiendo, Viana. Y sé que no podré deteneros. Cuando se os mete algo en la cabeza, nadie es capaz de haceros cambiar de opinión; es así desde que erais muy pequeña. Pero decidme: ¿qué vais a hacer con Uri? No sabe montar a caballo, y si os lo lleváis con vos, os retrasará.
Preocupada por el destino de las fuerzas rebeldes, Viana se había olvidado completamente de Uri. Lo sintió a su lado, y su presencia la reconfortó, pero al mismo tiempo sembró la duda en su corazón. Después de pasar tanto tiempo juntos, la idea de separarse de él se le hacia insoportable. Pero Dorea estaba mirando fijamente al muchacho y no pareció notar su inquietud.
—¿Qué te ha pasado en el pelo? —le preguntó de pronto—. ¿Por qué te ha cambiado de color?
Viana se volvió para mirar a Uri, y fue entonces cuando se dio cuenta, sorprendida, de que, en efecto, él ya no era rubio: su cabello se había vuelto de un cálido tono castaño. ¿Cuándo había sucedido aquello? No podía haber ocurrido de repente, puesto que ella lo habría notado. Quizá el pelo se le había ido oscureciendo poco a poco, con el paso de los días. Pero ¿por qué razón? Maravillada, alzó la mano para acariciarle el cabello. Uri, sin embargo, parecía inquieto.
—¿Viana? —preguntó, inseguro.
—Uri, Dorea tiene razón —dijo ella—. Tu pelo ha cambiado de color. ¿Es normal? ¿Les pasa a todos los que son como tú?
Pero Uri no respondió. Se llevó la mano a la cabeza, muy nervioso, y se revolvió el pelo mientras alzaba la mirada con desesperación, como si así pudiera verse la cabeza.
—No, no, no —murmuró, y salió corriendo en dirección al río.
—¡Uri! —llamó Viana—. ¿Qué le pasa? —se preguntó—. ¿Por qué le importa tanto el hecho de no ser rubio?
—¿Rubio? —repitió Dorea riéndose—. Mi señora, Uri nunca ha sido rubio. Todos hemos visto claramente que antes tenía el pelo de color verde. Un verde un poco peculiar, quizá podía ser algo dorado cuando le daba el sol, pero ¿rubio? — sacudió la cabeza.
Viana enrojeció.
—A mí me pareció… No importa —concluyó—. Voy a buscarlo. Luego comeremos algo y partiré de inmediato hacia el sur. Y en cuanto a Uri… —hizo una pausa—. Ya lo decidiré después.
—Como deseéis —respondió Dorea—. Prepararé un buen guiso; imagino que estaréis hambrienta. Y también el muchacho —añadió. Lanzó una mirada de sospecha a Viana cuando lo mencionó, pero ella ya se marchaba en pos de Uri.
Con un gran suspiro, Dorea la vio marchar. Empezaba a comprender que había algo más que amistad entre su señora y el chico del bosque. En otras circunstancias, la buena mujer habría hecho todo lo posible por convencerla de que pusiera fin a aquella relación, por resultar del todo inapropiada para una dama… Pero debía ser realista: estaban viviendo en el bosque, los bárbaros habían usurpado su castillo y, después de todo, a nadie le importaría ya el hecho de que Viana y Uri estuvieran juntos. Salvo, probablemente, a Harak, que todavía podía tener interés en casarla con alguno de sus guerreros, y, quizá, a Robian. Pero ninguno de ellos merecía besar siquiera la tierra que pisaba su señora, se dijo Dorea despectivamente, así que tampoco tenía derecho a opinar al respecto. De modo que suspiró de nuevo y entró en la cabaña en busca de los ingredientes que necesitaba para cocinar.
Viana halló a Uri a la orilla del río, tratando de vislumbrar el reflejo de su rostro en la rápida corriente. Aún seguía murmurando:
—No, no, no…
La muchacha lo contempló un momento, preguntándose qué había en su cabello que lo alteraba tanto. Finalmente, con un suspiro, hurgó en su zurrón hasta hallar el estuche de terciopelo con las joyas de su madre. Encontró lo que buscaba: un precioso guardapelo de oro labrado con perlas.
—Uri —lo llamó.
El chico se volvió para mirarla con una sonrisa. Siempre tenía una sonrisa para ella, pensó Viana. En cualquier momento. En cualquier situación.
—¿Ves esta joya? —le dijo; Uri se sentó junto a ella para observarla mejor—. Era de mi madre. Se la regaló mi padre, el día que la conquistó. No por la joya, aunque es muy bonita y valiosa, sino por la forma en que se la dio. Mi madre le preguntó si suspiraba por alguna dama. Mi padre le dijo que sí, y que la mujer a la que amaba era la más hermosa de Nortia, que su corazón le pertenecía a ella por completo y que jamás podría mirar a otra dama de la misma forma. Mi madre, como es natural, se sintió algo despechada y quiso saber quién era la afortunada. «Aquí la podréis ver», respondió mi padre dándole este medallón. Mi madre lo abrió, esperando hallar en él el retrato de alguna hermosa doncella. Y… —Viana abrió el guardapelo; en su interior había un pequeño espejo, y la muchacha sonrió al verlo—. Cuando vio la imagen reflejada aquí, mi madre comprendió que mi padre se le había declarado de una forma discreta y muy ingeniosa. Y cayó rendida ante su encanto.
Viana guardó silencio, recordando las veces que su madre le había contado aquella historia cuando era pequeña. Entonces le había parecido un relato muy romántico. Ahora, sin embargo, pensó que era una lástima que las relaciones entre los jóvenes nobles de Nortia tuvieran que depender de ardides, juegos de palabras y dobles sentidos. Y pensó en lo sencilla y sincera que había sido la declaración de Uri: «Te amo», había dicho, sin más.
—Bueno —concluyó, volviendo al presente—. Lo que quiero decir es que esto es un espejo, y que puedes verte mejor aquí.
Uri contempló el pequeño cristal que atesoraba el guardapelo, asombrado ante el hecho de que le devolviera su propia imagen con tanta nitidez. Pero su mirada se detuvo en su cabello, y cerró de golpe el medallón, casi con rabia.
—¿Qué sucede? —quiso saber Viana, recuperando la joya.
—Mi pelo es marrón —explicó Uri con aspecto de sentirse muy desdichado.
—Ya lo he visto. ¿Por qué ha cambiado de color? ¿Qué significa eso?
Uri no respondió.
—El pelo de las personas cambia de color a veces —prosiguió Viana, tratando de animarlo para que hablara—. Cuando se hacen mayores, se vuelve gris, y después blanco. ¿También os pasa eso a vosotros? ¿A ti y a la gente que es como tú?
Uri asintió.
—El tiempo, sí —dijo—. El tiempo cambio el color. Pero es demasiado pronto para mí —gimió.
—¿Quieres decir que te estás haciendo viejo pero eres joven, o algo parecido?
—Yo debo volver —explicó Uri—. Tengo el pelo marrón porque debo volver.
—¿Volver, a dónde? ¿Con tu gente?
Uri asintió.
—Tengo poco tiempo. Pelo marrón es poco tiempo. Cuando llega el frío, yo vuelvo a casa.
Viana respiró hondo.
—A casa —repitió en voz baja—. ¿Quieres decir que vas a… dejarme?
Uri la miró con evidente angustia.
—No… Viana, dejarte no… No quiero…
Ella entendió entonces su dilema, aunque no comprendía por qué razón debía marcharse con la llegada del invierno. Por algún motivo, el viaje de Uri fuera de los límites del Gran Bosque tenía una fecha de finalización. En algún momento debería regresar a su mundo… y no quería, por que aquello significaría tener que abandonar a Viana.
Pero ¿a dónde pensaba volver? ¿Qué habrían hecho los bárbaros con su gente?
¿Y si habían arrasado su aldea y asesinado a todos sus habitantes?
—Y… ¿no puedo ir contigo? —le preguntó tragando saliva.
—No, Viana.
—Entonces, quédate. ¿Qué puede pasarte si no regresas? Cuando la guerra acabe, recobraré mis tierra y tendré un ejército propio. Podré defenderte de cualquier cosa. Estarás seguro y a salvo a mi lado.
«¿Y te casarás con él entonces?», dijo una vocecita insidiosa en su interior. Viana la ignoró.
Como Uri no decía nada, ella trató de buscar otra solución:
—O podemos escapar juntos, muy lejos, donde nadie nos encuentre. Renunciaría a mi herencia por ti, Uri —declaró, y en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, supo que lo decía de verdad—. Empezaremos de nuevo en otro lugar, donde yo no sea Viana de Rocagrís y tú no seas el héroe que debía salvar a su pueblo.
Pero Uri negó con la cabeza.
—No lo entiendes —dijo; la miró con sus extraños ojos verdes cargados de sufrimiento, y el corazón de Viana se estremeció una vez más—. Yo…
—¡Viana! —los interrumpió entonces una voz—. Viana, ¿estáis aquí?
Alric emergió de entre la espesura.
—Viana, sabía que volveríais —dijo el chico, deteniéndose junto a ellos, jadeante—. Le dije a Lobo que hacía mal echándoos del campamento; que vos, más que nadie, teníais derecho a estar aquí, y también le dije que no podían marcharse sin vos. Pero no me escuchó.
—Airic, ¿tú también te has quedado a esperarme? —preguntó Viana, sintiéndose conmovida.
—¡Por supuesto que sí! —declaró el muchacho, ofendido ante la posibilidad de que ella pensara que podía abandonarla—. Y os habría acompañado a dondequiera que hayáis ido estos días —añadió, lanzando una mirada desconfiada hacía Uri.
—Era demasiado peligroso, Airic. Dime, ¿qué ha sido de tu familia? ¿Se han ido también?
—Han regresado al pueblo. Como se han ido todos los soldados, aquí no se sentían seguros y, además, ya nadie los está buscando por la muerte de Holdar. A Robian Culo al… quiero decir, al señor duque de Castelmar poco le importa eso, en realidad. Ahora está ocupado preparando a su gente para la guerra.
Viana entornó los ojos.
—¿Qué sabes de la guerra, Airic? ¿Qué se dice por ahí?
El chico se encogió de hombros.
—Poca cosa —dijo—. Solo sé que los jefes bárbaros van a ir a la capital para reunirse con Harak antes de la batalla. Nadie tiene muy claro contra quién van a luchar ni por qué. En el pueblo dicen que en realidad van a celebrar en la ciudad una especie de torneo o algo así.
Viana negó con la cabeza.
—Van a reunirse todos para cruzar el Piedrafría —dijo—. Quieren conquistar los reinos del sur.
—Entonces, ¿por qué van a Normont? —preguntó Airic—. ¿No sería más fácil reunirse en la frontera? Nortia es grande, ¿no? ¿Acaso Normont les pilla a todos de camino?
—No —respondió Viana frunciendo el ceño—. No, tienes razón. Si todos los jefes bárbaros han sido convocados en la corte real… eso supondría una demora importante. Solo se me ocurre un motivo por el que Harak quiera reunir a su ejército en su castillo antes de partir a la guerra…, y puede que eso nos dé una oportunidad.
—¿Mi señora?
—¿Tienes hambre, Airic? Porque creo que Dorea ha preparado guiso para un batallón. Ven a comer con nosotros; tenemos mucho que planear.
—¿Qué vamos a planear? —preguntó Airic, entusiasmado.
—Un golpe al imperio de Harak. Y si lo hacemos bien, puede que sea el definitivo.
• • •
Un rato más tarde, Airic partía hacia Campoespino para tratar de conseguir un caballo que lo llevara hasta la frontera meridional de Nortia. Con un poco de suerte, alcanzaría al ejército rebelde antes de que llegaran allí. Después de todo, era un muchacho y cabalgaría rápido, mientras que los hombres de Lobo debían moverse por los lindes del bosque, tratando de no llamar demasiado la atención. Si pretendía sorprender a los bárbaros en el Piedrafría, no podían dejarse ver antes del día de la batalla.
Su misión consistía en contar a Lobo lo que Uri y Viana habían visto en el corazón del Gran Bosque. La joven se había ahorrado algunos detalles como, por ejemplo, la descripción de las criaturas que habían encontrado allí o el hecho de que los árboles parecieran tener vida propia. Pero sí le había explicado a Airic, con pelos y señales, que los bárbaros estaban extrayendo la savia de unos árboles de propiedades extraordinarias. Le había entregado también la cantimplora en la que había recogido la savia mágica para que se la entregara a Lobo, como prueba de que lo que decía era verdad.
Y también debía hablarle de lo que Uri y Viana pretendían hacer en Normont.
Porque, en efecto, ambos iban a viajar hasta la capital del reino. Allí buscarían el lugar donde Harak almacenaba los barriles de savia que sacaba del bosque y los destruirían. Viana estaba segura de que los guardaban en algún lugar del castillo; por esta razón, Harak tenía tanto interés en reunir a sus tropas allí antes de iniciar la conquista de los reinos del sur. La joven aún no había decidido cómo se la arreglarían para cruzar la ciudad sin llamar la atención, infiltrarse en el castillo, localizar la provisión de savia y privar a Harak de ella (¿Incendiando los barriles?, ¿vaciándolos todos en el foso del castillo?), pero se dijo a sí misma que tenía tiempo por delante para decidirlo. Sin embargo, tanto a Dorea como a Airic les hizo creer que tenía un buen plan y, además, contaba con que Lobo enviaría refuerzos cuando conociera la situación. Ahora lo más importante ya no era enfrentarse a los bárbaros en el Piedrafría para impedir que invadieran los reinos del sur, sino asediar Normont para acabar con la fuente de la imbatibilidad de Harak, y evitar así que el resto de los bárbaros fueran también invencibles.
Cuando, tras despedirse de Dorea, se pusieron en camino, Viana confesó a Uri que no tenía ni la más remota idea de cómo llevar a cabo su plan. Pero a él no pareció importarle. Con lealtad inquebrantable, la siguió hasta que dejaron atrás la última fila de árboles.
Allí, sin embargo, se detuvo un momento a contemplar el paisaje, asombrado. Viana comprendió que Uri jamás había salido del bosque, y que los campos y llanuras de Nortia le resultaban extraños. El hecho de que no hubiera árboles por todas partes, de poder ver el horizonte, de no tener una cúpula de hojas sobre su cabeza… todas esas sensaciones eran nuevas para él. Viana se preguntó si hacía bien pidiéndole que la acompañara. Probablemente, lo más seguro para él fuera quedarse en el bosque. Además, y a pesar de que ya no tenía el pelo del color del trigo joven, su aspecto seguía llamando mucho la atención. Le planteó aquella disyuntiva, pero Uri fue categórico: no pensaba separarse de Viana ni un solo momento.