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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (5 page)

BOOK: Dos días de mayo
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—Su hija lo ignora. A ella la soltaron al día siguiente. Luego su padre no le dijo nada, se encerró en uno de sus clásicos mutismos. Sólo que había sido un error.

—¡Pero si Mateo no era más que un jubilado, y encima impedido!

—¿No le extrañó que pasaran tantos días sin noticias suyas?

—Un poco, pero… —Hizo un gesto ambiguo—. Ya me había advertido de que tal vez estos días no nos viésemos demasiado.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿No se lo preguntó?

—Mateo contaba lo que quería contar, incluso a mí. A veces se hacía el misterioso, otras me daba una sorpresa… Aprendí a respetarle así. —Reflexionó un instante y agregó—: Aunque desde luego, ahora que lo pienso… llevaba más o menos un mes un poco agitado, unas veces lleno de silencios, otras hablador y rebosante de adrenalina. Decía que nos habíamos conocido tarde, pero que siempre había una esperanza. —Sonrió con dulzura—. Jugaba con mi nombre, ¿sabe?

—¿Mateo hablaba de… esperanza?

—Sí.

Siete meses antes se había reencontrado con un hombre amargado y derrotado. Un hombre que ya no creía en nada. Un hombre que aborrecía el fascismo, la dictadura, Franco, los militares, los curas… Todo lo que dominaba España desde la guerra civil.

La cruzada.

—¿Le hablaba de su pasado? —Intentó seguir el interrogatorio para evitar que ella reaccionara y se hundiera finalmente.

—No mucho, la verdad. Alguna anécdota.

—¿Enemigos?

—No que yo sepa, y menos a estas alturas. Decía que toda la gente que había conocido estaba muerta.

—¿Nunca dijo nombres?

—No, ni el suyo, lo siento. Oiga… —Le miró con la dulce tortura de sus ojos agotados—. Por más vueltas que le dé, ¿no entiende que lo que me dice es absurdo? ¿Cómo va alguien a atropellar a una persona deliberadamente? ¿Qué dijo el conductor al ser detenido?

—El conductor se dio a la fuga, y según parece, fue a por él.

Esperanza Sistachs parpadeó.

Se mantenía en pie por un delgado hilo.

—¿Le suenan de algo los nombres de Pascual Virgili, Maurici Sunyer, Esteve Roura y Enric Macià?

—Esteve es primo mío. Bueno, primo segundo. Miquel y él se conocieron aquí mismo, el 3 de abril. Fue…

Sonó el timbre de la puerta.

La persona que estaba esperando acababa de llegar.

Miquel maldijo su mala suerte.

—Oh, ésa es Mariángeles, perdone.

Esperanza Sistachs se levantó y, más que caminar, corrió en dirección a la puerta de su piso.

6

La distancia desde el comedor no era mucha, y además reinaba el silencio. Pudo oír con claridad cómo le decía a su visitante que Mateo había muerto y luego cómo se echaba a llorar, finalmente rendida.

Miquel se sintió incómodo.

¿Amigos?

Allí mismo, en aquella sala, en aquel piso, Mateo había sido feliz por última vez.

Frente a la soledad, la edad no cuenta. Patro y él eran más extraños como pareja que dos ancianos de setenta y seis y sesenta y cinco años.

Lo importante era no rendirse.

Jamás.

Escuchó los pasos acercándose por el pasillo. Unos tacones de mujer. La dueña del piso llevaba unas zapatillas de estar por casa. Se levantó de la silla al verlas aparecer por la puerta del comedor. Esperanza Sistachs se recostaba en el hombro de otra mujer, aún más alta, más bien larguirucha, vestida con primor aunque también de negro. Iba maquillada, labios pintados de rojo. Tendría unos pocos años menos que su amiga.

A duras penas hizo las presentaciones.

—El señor Mascarell… mi vecina Mariángeles…

Le dio la mano. La mujer se la estrechó. Carácter. No dejó de sujetar a Esperanza con el brazo izquierdo. Cuando ella se dejó caer sobre la silla, la visitante hizo lo mismo a su lado. Le cogió las manos con las suyas, solícita.

—La hija de Mateo sabe que él y yo… éramos amigos. Nos vieron cogidos del brazo por la calle.

Mariángeles no abrió la boca.

—Ella cree… que le han atropellado a propósito…

Ahora sí. Demudó la cara como si acabase de recibir un puñetazo en el estómago.

—¡Qué me dices!

—El mundo se ha vuelto loco, Mariángeles. —Volvió a llorar.

Su amiga miró a Miquel.

—Era el hombre más agradable que pueda imaginarse —le dijo—. ¿Quién iba a querer matarle, por Dios?

Les sobrevino un silencio cargado de incertidumbre. Miquel no supo cómo retomar el interrogatorio estando la amiga delante y en el estado en que ya se encontraba ella.

—Las estoy entreteniendo —acabó diciendo para tantear el ambiente.

—Si no hubiera venido usted, no habría sabido nada —exhaló Esperanza.

Tenía que intentarlo.

—Hace un momento me hablaba de su primo Esteve.

—Sí. —Retrocedió mentalmente haciendo un esfuerzo—. ¿De dónde ha sacado su nombre?

—Mateo lo tenía anotado en una libreta, en su casa —mintió con aplomo—. ¿Qué sucedió el 3 de abril?

—Hice una merienda por mi cumpleaños —lo dijo como una niña de poca edad, revestida de ternura—. Mateo no quería venir, le daba no sé qué conocer a mis amigas y amigos. Decía que cuando lo vieran, tan mayor, y cojeando, me harían comentarios y acabaría avergonzándome. Yo insistí, por supuesto. Sea como sea vino, y un par de semanas o tres después me dijo que ese día había sido el más importante de su vida presente.

—¿Por qué?

—No me lo aclaró, pero él y Esteve se pasaron toda la tarde discutiendo.

—¡Oh, sí! —asintió Mariángeles.

—¿Divergencias?

—¡No, al contrario, estaban de acuerdo! Al final tuve que decirles que bajaran la voz porque… bueno… Mateo republicano convencido y Esteve… Menudo es mi primo.

—El día menos pensado tendrá un disgusto, porque es de los que se lía a hablar sin mirar dónde está, y encima lo hace a gritos, como si los demás estuvieran sordos o todos pensaran como él —dijo la vecina.

—No es tan loco, mujer —le defendió Esperanza.

—¿Que no?

—Es vehemente, y ya sabes que política y cine son sus pasiones.

—Mira, el cine… pase. Que se sepa la vida y milagros de actores y actrices o que domine el tema y pueda hablar de cualquier película, lo entiendo. Pero la política… ¿Política hoy en día? Aquí manda quien manda y ya está. Te digo que acabará preso o peor, en un paredón.

—No es más que un inconsciente —siguió defendiéndole la dueña de la casa.

—¿Qué edad tiene su primo? —retomó la palabra Miquel.

—Cuarenta y siete.

—¿Casado?

—No, no, vaya uno.

—¿Qué mujer aguanta a un cabeza de chorlito? —dejó ir Mariángeles como puntilla.

—¿A qué se dedica?

—Trabaja en una imprenta. Es el encargado. —Esperanza plegó los labios en una mueca de vacilación—. Tampoco es que le vea mucho o que hablemos de sus cosas. De peras a cuartos. Ese día vino a mi merienda para acompañar a mi prima, su madre. Fue una pura casualidad. Pero ya ve, se pusieron a hablar Mateo y él…

—Oiga. —El tono de Mariángeles se tornó conspirador—. Usted no dirá nada de esto, ¿verdad?

—Mateo era mi amigo, señora. Y yo también he sido un represaliado del régimen. —Se dirigió de nuevo a Esperanza—. ¿Puede darme la dirección de esa imprenta?

—Ay, no la sé, pero está en la calle Escudillers, muy cerca de Vidrio y la plaza Real.

—¿Y las señas de Esteve?

—¿Por qué quiere hablar con él?

—De entrada para decirle que Mateo ha muerto —mintió una vez más—. Luego para preguntarle si sabe de alguien que quisiera hacerle daño. Todo ha sido tan repentino. Por favor…

Le dio la dirección. No tuvo que anotarla. Seguía disfrutando de la mejor de las memorias. Esperanza Sistachs se miró las manos. Las tenía bonitas.

Volvió a llorar.

Mariángeles la abrazó en silencio.

Quedaba una última pregunta.

—Señora…

—Lo siento, es que…

—Mateo lo valía —proclamó—. Sin embargo, ha de recuperarse.

—Gracias.

—Queda una cosa más.

—Diga. —Se enfrentó a su mirada.

—La policía registró la casa de Mateo y de su hija. Según ella, no encontraron nada. Me pregunto si él guardaba aquí alguna cosa, ropa…

—Ropa no, desde luego —saltó como impelida por un resorte—. Lo único su libreta.

—¿Qué libreta?

—Aguarde.

Se levantó, salió del comedor caminando con el esfuerzo de su dolor a cuestas y los dejó solos. La vecina estaba tiesa como un palo, solidaria con la pena de su amiga y digna ante la visita de Miquel. Toda una dama. Probablemente tan viuda como ella. España era el reino de las viudas y el paraíso de los hombres que debían asegurar la continuidad de la especie, aunque fuesen fascistas o conversos por necesidad. Estuvo a punto de preguntarle por qué iban las dos de negro y adónde pensaban ir.

Se abstuvo.

Esperanza regresó con una pequeña libreta vieja y usada, con la cubierta de cartón verde oscuro. Se la entregó y le bastó con que le diera una ojeada para sorprenderse por su contenido.

Poemas.

Mateo escribía poemas y pequeños textos.

—Parece muy personal —vaciló.

—Lo es, y me gustaría conservarla, pero… bueno, igual su hija también la quiere. Probablemente descubrirá una faceta oculta de su padre. Mateo la dejaba aquí porque le daba apuro que María la encontrara. Ahora ya… No importa, ¿verdad?

—Se la devolveré —le prometió mientras la guardaba en el bolsillo de su chaqueta.

Sabía que su interrogatorio no iba a dar más de sí. Tampoco tenía nuevas preguntas. Esperanza Sistachs se sostenía a duras penas. Necesitaba estallar, llorar todo lo que pudiera, tal vez acostarse, tomar algo. De eso se encargaría su amiga.

Había conocido a Mateo hacía seis meses pero en algunos casos eso podía ser más incluso que una vida.

—Lamento haberle dado esta noticia, y haberle hecho tantas preguntas. —Se puso en pie.

Ya no hubo respuesta.

Miquel le hizo una seña a Mariángeles para que se quedara con ella y no le acompañara a la puerta.

Conocía el camino.

7

Ojeó la libreta nada más llegar a la calle. Poemas y más poemas, escritos con letra pequeña, apretada, sin apenas tachones, como si le salieran del alma. Poemas de amor, de nostalgia, de rabia, cargados de sentimientos y pasiones. El lado secreto de Mateo. El lado oculto que todo ser humano posee. Incluso él. Patro se lo había sacado a la luz.

Bendita ella.

Bendita Esperanza Sistachs y todas las Esperanzas Sistachs para los Mateo Galvany derrotados con la guerra.

¿Quién escribe poemas de amor si no está enamorado?

No quiso leer nada allí, de pie, en medio de la calle. Se volvió a guardar la libreta en el bolsillo de la chaqueta y caminó en dirección al cruce de Sepúlveda con Viladomat. Un cuadrado del Ensanche a la izquierda y otro subiendo. Si el atropello había sido intencionado, ¿por qué allí y no cerca de su casa, en Sants? Mateo caminaba con un bastón. ¿Había ido a pie hasta la casa de su amiga? No era muy lógico. Y un taxi le habría dejado en la misma puerta. ¿Un autobús?

¿Y el asesino siguiéndole?

Miró arriba y abajo de Viladomat y a derecha e izquierda de Sepúlveda. Lo único visible en el cruce era el quiosco de la esquina que tenía más cerca.

Se dirigió a él.

No fingió mirar ninguna revista ni hacerse el despistado. De todas formas era lunes y la tiranía de
La Hoja del Lunes
ejercía su monopolio sobre los demás medios. Fue directo al quiosquero, un hombre que fumaba sentado en un taburete aprovechando que no tenía ningún cliente cerca.

—Hola.

—Buenos días.

—Ayer hubo aquí un accidente, ¿verdad?

—¿Un accidente? —El hombre soltó un resoplido—. Lo que hubo fue una masacre, señor. Si viera cómo quedó ese pobre señor…

—¿Dónde sucedió?

—Ahí, ahí mismo. —Se levantó del taburete, salió de su guarida y señaló la calzada—. Vea, no hay más que unos metros. Le juro que todavía tengo el ruido de ese choque metido aquí. —Se tocó la cabeza—. El crujir de los huesos rotos… —Lo acompañó con un estremecimiento final.

—¿Usted lo vio?

—Hombre, no estaba pendiente; pero de pronto oí el chillido de una mujer, levanté la cabeza asustado y en ese momento ¡pam! —Hizo entrechocar las manos—. Yo vi justo cuando el hombre salía despedido por el aire, pasando por encima del capó. El bastón me cayó casi al lado, porque era un cojo, ¿sabe usted? A veces los tullidos se creen con derecho a cruzar por donde quieren, y hoy en día, con tanto coche… Cayó ahí. —Volvió a señalar la calzada—. Rodó unos metros igual que un muñeco roto y desarticulado. Espantoso, se lo juro.

—¿Y el coche?

—¿Ése? ¡Nada, aceleró haciendo chirriar las ruedas! Iba tan rápido que el policía ni le dio. Hasta él reaccionó tarde.

—¿Qué policía?

—Uno de paisano. Estábamos todos pendientes del suceso cuando de pronto… ¡bang, bang! Igual que en las películas, oiga. —Sus ojos se abrieron con desmesura, disfrutando de su papel de testigo aunque fuese con un desconocido—. Yo creo que ese policía estaba paseando tan campante y cuando vio lo sucedido ya era tarde. Debió de comprender que el conductor no pensaba detenerse y entonces sacó su arma.

—¿Cuántos disparos hizo?

—Tres.

—¿Y alguno le dio al coche?

—No lo sé, porque entonces me agaché. ¿Qué quiere que le diga? Las balas van en línea recta pero algunas rebotan. Como para fiarse.

—Hubiera podido darle a alguien. Los policías no disparan si hay riesgo de herir a inocentes.

—Eso… —Se encogió de hombros—. El tipo reaccionó así y ya está. Pero no creo que le diera, al menos al conductor, porque el coche salió disparado a todo gas y le perdimos de vista en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué hicieron entonces?

—¿Qué íbamos a hacer? Atender al atropellado, que ya estaba más muerto que Carracuca. —Otro estremecimiento—. Además del crujido de sus huesos, no creo que olvide nunca su expresión de pasmo, como si mientras volaba por el aire supiera que era su último suspiro. Por lo menos el policía se ocupó de todo. Lo taparon con una sábana que trajo la señora Manuela, la de la tienda de allí, y en media hora estaba aquí la ambulancia para llevárselo.

—¿Qué hizo ese policía después de efectuar los disparos?

—¿Qué quería que hiciese? Primero trató de reanimar al atropellado. Le habló al oído, le movió… Incluso acabó gritándole.

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