Dos días de mayo (6 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Dos días de mayo
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—¿Qué le gritaba?

—Decía «¡Hable, hable!» y cosas así. No presté mucha atención. Quizá era un novato, aunque yo le calculo unos treinta años. Estaba muy preocupado y se le notaba. Cuando comprendió que no había nada que hacer, tenía que haber visto usted su cara.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que parecía muy afectado y contrariado. Yo diría incluso que furioso, puños apretados, mandíbulas rectas… Se quedó junto al muerto. Le registró los bolsillos y todo eso, supongo que para identificarlo y ver si vivía cerca. También mantuvo a raya a los curiosos, porque esto se llenó de gente.

—¿Vio quién conducía el coche?

—Un hombre, sólo eso.

—¿Mayor, joven…?

—Ni idea. Llevaba una gorra.

—¿Y el vehículo?

—Un Topolino. El policía dijo que probablemente era robado.

—¿Y por qué dijo eso?

—Por lo de darse a la fuga, está claro. Una cosa es robar un coche, y otra muy distinta matar a alguien, aunque sea por accidente. A ése cuando lo pillen se le cae el pelo.

Una mujer se acercó al quiosco. El quiosquero caminó hasta ella. Ya había cogido una revista,
Lecturas
. Le dio el importe y se fue ojeándola con impaciencia.

Miquel ya no tenía más preguntas.

Aun así, fue cortés.

—Pues menuda experiencia —dijo.

—Ya ve. Si es que aquí, en medio de la calle, uno ve cada cosa… Igual que mi cuñado, que es taxista. Da para escribir un libro.

—Ha sido muy amable, gracias.

—Ya sabe. ¡Y cuidado al cruzar la calle!

La cruzó despacio.

8

Un policía seguía a Mateo.

¿Por qué?

Le detenían, le masacraban, le soltaban al sexto día… ¿y le seguían?

Es decir, ¿le soltaban precisamente para eso, para poder seguirle?

De nuevo el interrogante principal: ¿por qué?

Se detuvo en la esquina de Floridablanca con Viladomat, con la cabeza llena de truenos y el desconcierto avanzando por sus terminaciones nerviosas. Una voz le gritó desde lo más profundo de su ser: «¡Déjalo!».

¿Cuándo había hecho caso de sus voces?

Si daba un paso en una dirección, era para dar luego dos, y después tres.

—Mierda, Mateo. —Suspiró.

A María la policía no le dijo nada de esos disparos. Se lo habría contado a él. Le hablaron de un atropello y de que el conductor se dio a la fuga. La deducción de que había sido un asesinato partía de ella.

Y no estaba desencaminada.

Tenía más preguntas.

¿Por qué a María la habían liberado al día siguiente, sin ponerle una mano encima?

¿La seguían también a ella?

Porque si era así…

Miró distraídamente a su alrededor. Aún sabía lo que era ser inspector. Los detalles contaban.

No vio nada sospechoso.

La clave era Mateo.

Estaba metido en algo, y era algo gordo.

Algo capaz de merecer una paliza de la policía y luego ser asesinado por ello.

Miquel se detuvo. Había ido en taxi hasta la casa de Esperanza Sistachs. Ya no estaba para ir de un lado a otro a pie. La última vez había sido en enero del 39, y tenía diez años menos. Cuando investigó lo de julio del 47 y lo de octubre del 48 se hizo amigo de los taxistas, rápidos y eficaces, aunque en ambos casos le pagaron por su trabajo. Ahora no era así. Era su dinero.

Y Mateo su amigo.

El último.

Podía ir a Escudillers por Riera Alta y la calle del Carmen, cruzar las Ramblas, bajar hasta la plaza Real, dando un paseo, o ir por Hospital, que era más corto y rápido.

—Qué diablos… —rezongó al ver un taxi justo a dos metros.

No era uno de los habladores, sino de los correctos, porque las categorías de los taxistas eran tres: habladores, correctos y maleducados. Le condujo por la vía rápida sin pretender darle conversación y lo dejó en la esquina de Escudillers con Vidrio. Abonó la carrera y miró a ambos lados antes de dar con su objetivo. La imprenta se llamaba Puigvert y desde el exterior no parecía muy grande. Comprobó la hora, empujó la puerta de la calle y se encontró en una especie de oficina revestida de madera oscura, vieja. El ruido de las máquinas era absolutamente audible desde allí, y además machacón, tan monocorde como cadencioso. También olía a tintas.

Un aroma fuerte.

Una muchacha de unos veinte años, lo bastante rellenita como para no tener ninguna línea recta en su cuerpo, le saludó desde detrás de un mostrador bastante alto. Tuvo que apoyarse en él con las dos manos para verla bien al otro lado.

—¿El señor Roura?

La chica vaciló.

—¿El señor Roura…? Bueno, espere.

Se levantó de su sitio y desapareció por una puerta situada a su espalda. En el momento de abrirla y cerrarla el ruido aumentó. La espera no fue muy larga. Apenas un minuto. Regresaron ella y un hombre de unos sesenta años, bigote, escaso cabello, papada generosa. Vestía con elegancia, camisa blanca, chaleco y pantalones. Llevaba una hermosa pajarita al cuello.

—¿Ha preguntado por Esteve Roura? —Le tendió la mano.

—Sí, sí señor.

—¿Es usted policía?

—No.

—Entonces me temo que no pueda decirle nada. —Levantó un poco la barbilla con soberbia.

—Un amigo mío ha muerto y su hija me ha pedido que se lo notifique a sus conocidos, eso es todo. —Se revistió con piel de cordero.

—Ah, vaya. —El hombre frunció el ceño un poco más relajado—. Perdone usted, es que… en fin, la policía ya ha venido dos veces y… ¿Qué quiere que le diga? ¡A mí qué me cuentan! Ese loco desaparece y me preguntan a mí, como si yo supiera de la vida y milagros de mis empleados. ¡A saber en qué lío se habrá metido ese insensato!

—¿Dice que ha desaparecido?

—¿Puede creerlo? —Le mostró las palmas de las manos—. ¡Sin decir palabra, y en plena campaña para el verano, folletos, programas de cine…!

—¿Cuándo desapareció?

—Hace días.

—¿Muchos?

—Pues… —Miró a la chica como si le bastara con eso para confirmarlo—. El lunes pasado ya no vino, sí. Hoy hace una semana. Y ni pío. ¡Ni pío!

—¿Ha ido a su casa?

—¿Para qué? Vive solo.

—Su madre…

—Ah, eso no lo sé —se excusó—. Yo a esa señora no la conozco, aunque siendo como es él… Dudo que la tenga en un pedestal, ¿sabe usted lo que quiero decir? —Recuperó el enfado—. ¡Vamos, que ya es mayorcito! ¿Verdad, Isabel?

—Sí, señor Puigvert —le dio la razón la muchacha con timidez.

—Mire que yo siempre se lo decía, ¿eh? —Casi le puso a Miquel un dedo en el pecho, lanzado a tumba abierta—: «Roura, siente la cabeza que acabará metido en un lío y luego será tarde. Roura, que es usted un bocazas y no mira con quién habla ni quién tiene cerca. Roura, que le da mucho a la lengua. Roura, trabaje y déjese de estupideces…».

—¿Lleva mucho con usted?

—Casi siete años, desde que salió de la cárcel.

—¿Combatiente?

—Sí, claro. —Le miró con sospecha—. ¿Por qué lo pregunta?

—No, por nada. —Fingió indiferencia—. Si está tan loco, bien podía ser un delincuente común.

—¡Sólo le faltaría eso! ¡Y a mí! ¡Aquí únicamente trabaja gente honrada!, ¿verdad, Isabel?

—Sí, sí señor.

—No sé qué le diré a la hija de ese amigo que ha muerto. Mateo Galvany, ¿le suena?

—No.

—Me ha dejado usted de una pieza. Sinceramente no pensaba… —Dio un paso hacia la puerta de la calle.

—Ya ve —le secundó el señor Puigvert.

—Además, cuando la policía investiga… es por algo.

—Lo que yo digo.

—Y si él va y desaparece…

—Lagarto, lagarto —asintió el dueño de la imprenta.

—Pues cuando vuelva… —De nuevo dejó la frase sin terminar.

—Yo no creo que vuelva a verle el pelo, mire lo que le digo.

Miquel puso la mano en el tirador de la puerta, despacio.

—Siento haberle molestado.

—No, hombre. Usted qué iba a saber.

—Un amigo muerto, el otro desaparecido… Espero tener más suerte con los otros a los que he de encontrar. —Le miró con dolor—. Al señor Galvany lo atropellaron.

—Trágico.

—He de encontrar a un tal Virgili, un tal Sunyer, un tal Macià…

No los conocía. No movió ni una pestaña.

—¿Tenía por aquí algún amigo, en la imprenta?

—Sí, Pepe.

Miquel dejó caer la mano sin llegar a mover el tirador.

—¿Podría hablar con él un minuto?

Al señor Puigvert le salió el empresario que llevaba dentro.

—¿No puede venir luego? Estamos hasta aquí de trabajo. —No le ocultó su desagrado ni la pérdida de su paciencia.

—Es que con el entierro ya mismo… Por favor…

—No sé qué pueda decirle él. Si ha desaparecido, ha desaparecido. La policía ya hizo todas las preguntas habidas y por haber.

Miquel siguió tal cual.

—Espere aquí. —El señor Puigvert dio media vuelta sin despedirse y sin darle la mano.

Se quedaron de nuevo solos, Isabel y él. La chica le miró un momento y le sonrió con cortesía. Probablemente en la imprenta sólo trabajasen hombres. Un angelito en medio de un prado lleno de lobos.

O casi.

Pepe tardó un poco más. Tres minutos. Lo hizo frotándose las manos con una bata sucia de grasa y cara de susto. Lo más seguro era que el dueño le hubiese echado la bronca antes, para que no perdiera más allá del minuto pedido por su visitante e incluso enfadado por ser amigo del desaparecido Esteve Roura. Era un hombre de complexión mediana, cabeza triangular, barbilla a lo John Wayne y orejas grandes, muy grandes. Tendría unos treinta años, bastantes menos que Roura.

—Lamento interrumpirle. —Evitó estrechar su mano sucia—. Ya me ha dicho el señor Puigvert que Esteve Roura ha desaparecido y llevan una semana sin saber de él.

—Sí, exacto.

—¿Usted no tendrá ni idea de…?

—¿Yo? No. —Se revistió de gravedad—. Es lo mismo que les dije a los policías que me preguntaron.

—Pero son amigos.

—No —quiso dejarlo claro—. Conocidos. Trabajamos juntos y a veces, al salir, hubo un tiempo en el que dábamos una vuelta, tratábamos de conocer a alguna mujer o incluso íbamos al cine. Él se pasa todo el rato que puede en el cine. De eso a intimar… Hace unos meses yo me eché novia y ya dejamos de vernos salvo aquí, en el trabajo.

—¿Le cae bien?

—Sí, pero también es un poco pesado. Habla y habla y habla…

—¿Estuvo alguna vez en su casa?

—No, ni él en la mía, ya le digo. —Miró hacia atrás como si su jefe fuese a salir de un momento a otro para pedirle a gritos que regresara a su puesto.

Camino cortado.

—Siento haberle molestado.

—No es molestia —mintió con educación.

Se despidieron al unísono y se dieron la espalda. Miquel esperó a que Pepe cruzara aquella puerta. Una vez lo hizo, no abrió la suya y miró a Isabel.

No tuvo que preguntarle nada.

—A mí ni se me acercaba. —Fue rápida la muchacha—. Le corté las alas el primer día.

Miquel sonrió.

—Gracias.

Salió de la Imprenta Puigvert y caminó hacia la plaza del Teatro para coger otro taxi.

Tenía que ir casi al pie del Tibidabo, cerca de la plaza de Lesseps.

9

Era evidente que Esteve Roura no iba a estar en su piso. Uno no desaparece del mapa y se queda en casa. Y si lo hace, es porque está enfermo, y entonces avisa al lugar de trabajo.

Roura se había apartado de la circulación muy rápido.

Pero si buscaba respuestas, el lugar indicado para encontrarlas era allí.

Miró el edificio. Tan viejo como otros en la Barcelona que aún conservaba las huellas de identidad de su pasado urbano. Había calles que nunca cambiarían, pequeñas, estrechas, con ropas en los balcones, ventanas mal cerradas, escaleras umbrías con peldaños combados, olores, sensaciones.

Incluso había portería.

Vacía, pero allí estaba.

Primero miró calle arriba y calle abajo, por si percibía una vigilancia policial. Caminó unos metros en un sentido, unos metros en otro, escrutó hasta las sombras de los otros portales o los escaparates de las tiendecitas, una de ultramarinos y otra dedicada a la venta de telas. Una vez seguro se coló en el edificio y subió despacio hasta la tercera planta, esta vez sin entresuelo ni principal. La puerta del piso había sido forzada, o mejor dicho tirada abajo, prueba de que la policía ya había estado allí. Podía darle una patada y colarse dentro.

Se lo pensó.

Entonces se abrió la puerta frontal a la del piso de Roura.

—Buenas. —Fue rápido Miquel.

Un hombre cejijunto, mal iluminado por la penumbra de la escalera, se lo quedó mirando con aire de sospecha. Debió de evaluar su aspecto, su traje, detalles, y decidir que no parecía sospechoso de nada.

Aun así, tardó en responder.

—Buenas.

Se le caería el pelo si metía la pata, si se hacía ver o notar mucho. Pero no tenía otra opción si quería averiguar algo de lo que estaba sucediendo allí, con Mateo muerto y Roura desaparecido.

—¿Sabe algo de su vecino? —preguntó directamente.

El hombre cerró la puerta dispuesto a irse.

—No, no señor.

—¿Estaba usted aquí cuando la policía apareció?

—No, fue de noche. Había ido a pasear con mi mujer aprovechando el buen tiempo. —Frunció el ceño y añadió—: ¿Usted es…?

—Soy de otro departamento —mintió con su viejo aplomo de inspector.

—Ah —dijo el vecino perdiendo la rigidez.

—¿Qué día fue eso? —Miquel señaló la machacada puerta.

—El domingo.

—¿Ayer?

—No, perdone, el anterior.

Mateo y María detenidos el viernes. María libre el sábado. Y la policía arrasaba el piso de Roura el domingo.

—¿Eran amigos?

—No, no, sólo vecinos —quiso dejarlo muy claro.

—¿Qué puede decirme de él?

—Que no me extraña que la policía apareciera.

—¿Por qué?

—Era un exaltado, todo le parecía mal, nunca estaba satisfecho con nada, lo criticaba todo. Un verdadero pesado.

—¿Discutían alguna vez?

—Mire, yo trataba de no coincidir con él, no sé si me entiende.

—¿Sabía que había estado preso al acabar la guerra? —Intentó averiguar de qué cuerda era su interlocutor.

—Sí, me lo dijo. Bueno, se lo decía a todo el mundo. Como si sólo le hubiera pasado algo malo a él. Era un resentido. En lugar de agradecer lo bien que estamos ahora…

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