El año que trafiqué con mujeres (9 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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Aunque yo ni estoy casado, ni tengo ningún compromiso –no como la mayoría de los clientes, que no consideran adulterio la relación con una prostituta— no podía evitar un agobiante sentimiento de culpabilidad. Pedí otro vodka y me dispuse a esperar a Juan, que tardó un buen rato en volver de la habitación. Lo hizo sonriente y abrazado a su negra, que no dejaba de susurrarle cosas al oído. Evidentemente se desenvuelve mejor que yo y estaba logrando que aquella chica le facilitara toda la información que yo no había podido obtener de Dalila. Allí mismo me prometí solemnemente que jamás volvería a repetirse lo que acababa de ocurrir en el Vigo Noche. A partir de ese día yo tendría el control de la situación y no volvería a dejarme llevar por los acontecimientos. Ahora ya sabía cómo eran los burdeles por dentro y no volvería a pagar la novatada. A Juan se le iba a terminar lo de reírse a mi costa.

Una Alicia en el país de las miserias.

De la mano de Juan conocí muchos lupanares, burdeles y mancebías del norte de España. Desde el Trastevere del Valle de Trápaga en Vizcaya, hasta el Borgia, de Santander —su local gemelo, el Borgia II, está en San Vicente de la Barquera—, pasando por el Millenium de A Coruña, el Selva Negra de Solares en Cantabria, el Models de Oviedo, el Christine de San Sebastián, el Tritón de Lugo y un larguísimo etcétera. Muchos de ellos ostentan su placa de pertenencia a ANELA. La única condición que me ponía Juan es que no llevase la cámara oculta a menos que él me lo indicase expresamente. Y yo respeté siempre ese pacto.

Sin embargo, Juan no fue la única fuente, aunque sí la más importante sobre todo por ser la primera. Durante nuestros periplos por los prostíbulos de media España pude comprobar cómo en muchos —en casi todos— burdeles de carretera, era reconocido por las fulanas, por los camareros o incluso por los encargados, que lo saludaban cordialmente como si se tratase de alguien de la familia. Lamento no poder comentar algunas anécdotas extraordinarias que viví con él, ya que eso dificultaría su trabajo para los Cuerpos de Seguridad, pero puedo testificar que se trata de un verdadero profesional de la información y de la infiltración. Sólo otro de los personajes con los que conviviría durante todos estos meses recibía un trato similar, aunque por causas muy diferentes.

Me refiero al veterano putero Paulino, a quien conocí en un local perteneciente a ANELA llamado La Luna, situado en la Nacional VI, local en el que meses después, en diciembre de 2003, podría grabar con mi cámara oculta a Sonia Monroy actuando en el escenario del prostíbulo...

Paulino es el propietario de una agencia de prensa y de una pequeña productora de televisión que se gasta todo su dinero en furcias. Fuera de las ramerías, en su vida normal tiene todo el perfil del perdedor. Solitario, de aspecto desaliñado y con pocos amigos, sufre una verdadera transformación en cuanto entra en un puticlub. De pronto se convierte en un tipo audaz, extrovertido y seguro de sí mismo. Entre rameras se encuentra en su ambiente, quizá porque lleva toda la vida frecuentando mancebías, desde Cádiz hasta El Ferrol y tal vez por ese carácter extrovertido y seguro de sí mismo, se convirtió en una pieza clave en mi investigación. Normalmente, los clientes de los harenes no se miran a los ojos. Acuden al burdel solos o con amigos de confianza, buscando sexo o al menos compañía femenina. Los prostíbulos no son lugares a los que se va para hacer amigos o para charlar de fútbol. De hecho, a mí me resultaba fascinante apostarme en un extremo de la barra y observar el comportamiento de los hombres: nuestra patética forma de intentar parecer tipos duros e interesantes, nuestra ridícula actitud al insinuarnos a las fulanas, como si intentásemos seducirlas. Supongo que es una justificación inconsciente para convencernos a nosotros mismos de que aún podemos parecer atractivos a una mujer, aunque esa mujer sea una profesional que va a fornicar con el usuario por su dinero y no por su atractivo.

Normalmente los clientes eludían mi mirada cuando me sorprendían observándoles, pero Paulino no. Paulino controlaba la situación, era un veterano, y no tenía ningún reparo en charlar animadamente entre polvo y polvo. Yo he visto cómo se gastaba 70.000 y 80.000 pesetas por noche, subiendo con dos, tres y hasta con cuatro chicas distintas en diferentes burdeles.

Le caí simpático y yo utilicé esa ventaja. Me convertí en uno de sus compañeros de correrías y en cada nuevo viaje a su ciudad, me ofrecía a acompañarlo de burdel en burdel. Me pagaba las copas y los servicios —que por supuesto yo jamás consumaba—, y aunque en infinidad de ocasiones intentó convencerme para que subiésemos juntos con una o dos fulanas, siempre conseguí convencerlo de que yo era demasiado tímido como para un trío o una orgía. De esa forma podía interrogar tranquilamente a mis fuentes, sin que él supiese a qué me dedicaba. Nunca su dinero estuvo mejor invertido.

No tardé en darme cuenta de que Paulino sufre una verdadera adicción. Adicción al sexo. Desafortunadamente para él, es un hombre poco agraciado físicamente. De hecho, he presenciado en varias ocasiones cómo alguna profesional llegaba a negarse a subir con él a causa de su aspecto y supongo que también a causa de su olor. Tampoco es un gran conversador, ni especialmente divertido. Sólo tiene dinero. Y a pesar de ser propietario de una productora y de una agencia de noticias, viste mal, vive en un cuartucho y su oficina parece más un trastero que una productora de televisión. Quizá porque casi todo su dinero lo invierte en el mismo lugar: su obsesión por las rameras.

—Tú piénsalo bien, Toni. Imagínate que conoces a una tía buena y te la quieres tirar. La invitas a cenar, ponle un mínimo de 5.000 pelas. Le regalas un ramo de flores, otras 5.000, La invitas a un par de copas, otras 5.000. Paga taxi para traerla y llevarla, otras 5.000. Al final de la noche te has gastado 20.000 pelas y nadie te garantiza que vayas a echar un polvo que, encima, será con una tía que igual no te la quiere ni chupar. Con esas pelas yo echo cuatro polvos con auténticas profesionales...

A pesar de lo soez de su testimonio, el empresario expresa la opinión de la mayoría de los puteros habituales de este país. Sin embargo, y pese a sus elocuentes cálculos matemáticos, intuyo que hay otros factores que influyen notablemente en la adicción al sexo y la dependencia de las prostitutas. Sé que Paulino buscaba refugio entre los muslos de las cortesanas porque pensaba que quizá allí encontraría algo que le hiciese sentirse mejor consigo mismo. Una y otra vez intentaba que, además de sexo, aquellas chicas le mostrasen cariño, comprensión y ternura... Y lo único que lograba era eyacular. Después, llegaba otra vez la frustración, la autocompasión, y entonces volvía a intentarlo con otra ya fuera en el mismo burdel o en otro diferente. Así, una y otra vez. En un viaje frenético de ramera en ramera, buscando en su quimera de la mujer perfecta lo que ninguna podía darle.

Valérie Tasso me había explicado que, durante los meses que trabajó como prostituta de lujo, se había dado cuenta de que los hombres consideraban que tanto ella como sus compañeras eran precisamente eso: las «mujeres perfectas».

—Nosotras nunca hacemos preguntas, ni reproches. Siempre estamos arregladas, maquilladas y dispuestas para complacer al hombre. Cuando el cliente llegaba a nosotras, se encontraba con una mujer atractiva, cuidada y a la vez comprensiva. Siempre dispuesta a escucharlo, a darle un masaje o a hacer el amor. Para ellos, nosotras éramos las mujeres perfectas...

Andando el tiempo constaté que esta opinión es compartida por muchos clientes habituales de los burdeles españoles, como Jesús, otro putero barcelonés gracias al cual conocí a algunos propietarios de prostíbulos catalanes. Al igual que Paulino, Jesús lleva toda la vida gastándose su dinero en fulanas... aunque intuyo que en su caso, su implicación en el sexo profesional se debió a que pasó de ser mero consumidor a formar parte activa del negocio...

Por supuesto —a diferencia del pacto que yo tenía con Juan—, yo no sentía ningún tipo de compromiso con Paulino y utilizaba el equipo de grabación siempre que lo consideraba oportuno. Desgraciadamente durante los años 2002 y 2003 los programas de cámara oculta realizados por Atlas—TV y por El Mundo—TV habían saturado el mercado televisivo, y la amenaza de las minicámaras se cernía sobre el mundo del delito como un peligro real y constante. Por eso era cada vez más difícil sortear la desconfianza de los delincuentes. Lo sé mejor que nadie porque durante el transcurso de esta investigación, en varias ocasiones, yo mismo tuve que soportar la pregunta más comprometida de mi oficio: «¿Y tú no llevarás una cámara oculta?».

Me ocurrió en prostíbulos de carretera, en reuniones con mafiosos y hasta en una de las agencias de prostitución de lujo que trata con famosas actrices, modelos y presentadoras de televisión. Todos ellos sospechan de un tipo que hace demasiadas preguntas, y ésa precisamente es la labor del periodista de investigación. Así que una y otra vez, había que retar a la fortuna, con lo que cada noche de grabación se convertía en una ruleta rusa, en la que no tenías muy claro si te iban a pillar o no. En esos momentos siempre me acordaba de mi compañero Diego, un cámara alicantino que fue sorprendido en un burdel de lujo malagueño, con su cámara oculta. La navaja de uno de los matones del puticlub rajó su carne, dejándole una elocuente advertencia en forma de cicatriz. «Y la próxima vez te meto la cámara por el culo, y te rajo el cuello en vez de la mano» —vino a decirle el matón, que en este caso no pertenecía a Levantina de Seguridad—. Yo no quería ninguna experiencia sexual con la cámara, ni que me afeitasen la yugular, así que procuraba ir con mucho cuidado.

Mis primeras grabaciones en los burdeles españoles son de pésima calidad. Tardé en habituarme al comportamiento que debía tener en los prostíbulos. Además, suelen ser locales con poca iluminación y con frecuencia, el sonido estridente de la música y la falta de luz hacían que las cintas fuesen absolutamente inútiles. Tenía que aprender a introducir la cámara en el local sin llamar la atención, buscar los lugares mejor iluminados y con menor sonido ambiente, controlar en todo momento a los vigilantes de seguridad y camareros que pudiesen sospechar de mí, y aprender a sacar información a las prostitutas recordando, cada noventa minutos, que debía cambiar las cintas y las baterías del equipo.

Los cuartos de baño de los burdeles terminaron por convertirse en mis santuarios. Cuando la presión, la angustia o el asco eran insoportables, acudía a los lavabos y allí, sentado sobre la taza, podía disfrutar de un momento de quietud para ordenar mis ideas, repasar los equipos de grabación, o simplemente repostar psicológicamente antes de volver a presenciar cómo hombres de toda edad y condición social, muchos de ellos respetados pilares de la comunidad, sobaban ansiosamente a chicas que podían ser sus hijas, o incluso sus nietas, antes de subir con ellas a los reservados, para intentar materializar sus fantasías más sórdidas. La mayoría sólo lo intentan.

Con el tiempo confirmé lo que también me había dicho Valérie Tasso, sobre los clientes que se convierten en dóciles patanes en manos de las rameras veteranas, una vez que entran en el dormitorio. Si la fulana es lo suficientemente hábil y experta, hará lo que quiera con el cliente y lo que no quiera no lo hará. Aunque le suplique besos en los labios, felación, sexo oral, fetichismo, etc., ella sabrá cómo hacer para que el varón eyacule sin necesidad de satisfacer sus fantasías. Y se reforzaba mi convicción de que los hombres somos unos seres patéticos y ridículos. Sobre todo cuando presenciaba el retorno del audaz amante, y podía escuchar cómo relataba a sus amigotes las maravillas que había hecho a la furcia, que gozaba como una zorra en sus brazos... Lamentable.

Sin embargo, tardé mucho tiempo en conseguir el primer testimonio realmente interesante. Y no fue por mérito propio, sino gracias a la ayuda inestimable de Ana Míguez, presidenta de la asociación ALECRIN, que me recibió en su despacho del centro de Vigo, en cuando le pedí ayuda.

Ana Míguez no sólo me facilitaría mucha bibliografía y documentación sobre el drama de la prostitución, sino que me pondría en contacto con algunas mujeres excepcionales. Como Carmen L., hoy una mujer felizmente casada, pero que todavía conserva en su cuerpo las heridas de su antiguo oficio. Y no es una alegoría. En las muñecas de Carmen pueden apreciarse con toda nitidez las terribles cicatrices de dos intentos de suicidio cortándose las venas.

Durante diecisiete años ejerció la prostitución de bajo y alto standing. Trabajó en burdeles de toda España, pero también era una de las meretrices más solicitadas en las fiestas privadas de los políticos y narcotraficantes gallegos, como Sito Miñanco. De hecho, mantuvo durante tres años un tórrido idilio con Eladio Oubiña hasta el mismo día de su misteriosa muerte. Oubiña perdió la vida la víspera del famoso 23—F ante sus ojos, a la salida de la discoteca La Condesa, en lo que podría haber sido un ajuste de cuentas. El responsable de aquella muerte jamás fue detenido.

Carmen, como todas las prostitutas, ha visto muchas cosas. Ha conocido, en los clubes donde trabajaba, a muchos empresarios, famosos y políticos, incluyendo algún alto cargo de la Xurita de Galicia, sadomasoquistas, coprófagos, travestidos, según ella afirmó ante mi cámara, que «después se manifiestan hipócritamente en contra de la prostitución en sus debates políticos o en sus intervenciones televisivas.» Precisamente ésos eran sus mejores dientes. Llegó a cobrarle a alguno de ellos hasta 100.000 pesetas, de las de hace veinte años, por una sesión de ultrasado y humillación. «Le gustaba que le pegaran. Me llevó a su casa y se puso unas bragas y un sujetador, y aunque sabía que era lo que le gustaba, a mí me costó mucho trabajo pegarle, y lo demás, más aún ... »

Desde que empezó en este mundo, con diecisiete años, siguiendo la tradición familiar —su madre también fue ramera—, hasta que terminó enganchada a las drogas, como muchas de sus compañeras, la vida de Cannen ha sido muy dura. Ahora, como trabajadora de ALECRIN, visita los burdeles de toda Galicia para asesorar, consolar y ayudar a las mujeres que están pasando por el infierno por el que ella pasó. Y al que sobrevivió. Porque a la prostitución o se la sobrevive o no, pero jamás es un episodio aislado en la vida de una mujer, o algo que cuando ellas quieren abandonan y se diluye en la memoria. Como diría el agente Juan, se convierten en «disminuidas sociales» a las que, tarde o temprano, alguien les recordará que fueron busconas.

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