El año que trafiqué con mujeres (6 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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En este viaje hacia el infierno he sentido compasión, lástima, ira, deseo, culpabilidad, frustración, asco, impotencia y por encima de todo, tristeza. Tanta tristeza. Tal vez, si hubiese podido intuir la angustia y la desesperación que iba a experimentar al infiltrarme en este mundo perverso nunca habría iniciado esta investigación.

Crimen organizado y prostitución

El subteniente José Luís C. conoce perfectamente los entresijos del crimen organizado. Es el responsable de muchas de las operaciones de la Guardia Civil que han concluido con la detención de importantes mafiosos y traficantes de mujeres en España, jefe de una unidad de la Policía judicial, fue uno de los primeros en ponerme en antecedentes sobre el mundo en el que pretendía sumergirme.

—¿Infiltrarte en las mafias de la prostitución? ¿Pero tú estás loco?

El subteniente se giró bruscamente en cuanto le hice partícipe de mis intenciones y sacó una pistola semiautomática del cajón de su escritorio, colocándola sobre la mesa, mientras mordisqueaba el cigarro puro, ya reseco, que forma permanentemente parte de su fisonomía.

—¿TÚ tienes una de éstas? Pues ellos tienen muchas. Y ni cámara oculta ni hostias. Si te sacan una de éstas, te puedes ir metiendo tu cámara por el culo, o te la meterán ellos.

En realidad conocía a José Luís desde tiempo atrás, cuando ambos coincidimos en otra investigación que nada tenía que ver con el tema que ahora me ocupaba. Hicimos buenas migas, y al saber que él era el responsable de algunas operaciones de la Guardia Civil contra redes de tráfico de mujeres ucranianas, rumanas o moldavas, decidí pedirle consejo.

—No te cabrees, hombre. Todavía no sé qué es lo que voy a hacer. Sólo te pido ideas. No sé cómo funciona este mundo ni por dónde empezar. Por eso acudo a ti. Tengo algunas pistas que me han dado en Valencia, pero todavía no me siento capaz de hacerme pasar por un traficante de mujeres.

—Pero ¡qué coño te vas a hacer pasar por un traficante con esa pinta! Además, ¿tú sabes cuáles son sus rutas, sus formas de trabajo, cómo introducen a las chicas, cómo las reclutan? ¿Qué sabes tú de las mafias para hacerte pasar por un mafioso? Te van a pegar un tiro.

La verdad es que el guardia civil tenía toda la razón del mundo. Pero al fin y al cabo, para eso estaba yo allí, para que me orientase.

Y me orientó.

—La mayoría de los colombianos, nigerianos, rusos o chinos que están metidos en el negocio de la prostitución también están metidos en otro tipo de delitos. Tráfico de armas, drogas, secuestro, extorsión, asesinato... ¿Cómo pensabas entrar? No te imagino haciéndote pasar por sicario colombiano o por narcotraficante, para establecer un contacto con ellos...

En aquel momento, y en aquel despacho, ninguno de los dos podíamos imaginarnos que meses más tarde volveríamos a reunirnos para ver la cinta en la que me hacía pasar por un traficante de drogas, con el fin de negociar con otro narco mexicano la compra de niñas vírgenes de trece y catorce años, de Chíapas, para unos prostíbulos ficticios que yo alegaba tener en España. Aquella cinta hizo que el policía tuviese que retractarse y reconocer que yo podía hacerme pasar por lo que hiciese falta... Pero aún faltaba mucho tiempo para eso, y el veterano policía continuó con sus paternales consejos, que constituyeron una enorme ayuda para mi investigación.

—Lo más fácil es que entres en ese mundo a través de ellas, de las chicas. Si consigues ganarte su confianza tal vez te presenten a sus dueños y puedas llegar a tratar con ellos, pero yo lo veo muy jodido. Y muy arriesgado. Mira, hay colombianos que te rajan el cuello por 50.000 pesetas. Hay africanos, con unas trancas así de gordas, que te pueden hacer cantar hasta la Traviata si sospechan de ti. Y de los rusos ni te cuento. Muchos de ellos son ex miembros del KGB que, después de la caída del muro de Berlín, se encontraron en paro y descubrieron que con el crimen organizado ganan mucho más dinero que con el espionaje, así que imagínate lo que nos cuesta a nosotros trincarlos. ¿Cómo te vas a meter tú ahí?

Y aunque no le faltaba razón, no tardó en darse cuenta de que estaba dispuesto a llevar adelante la investigación con su ayuda o sin ella. Y como creo que en el fondo me aprecia, a pesar de que nunca sonría ——quizá por tener que mantener su eterna colilla de puro colgando en la comisura de los labios—, al fin me brindó su ayuda. A él debo el haber podido acceder a algunos de los testimonios más salvajes y brutales que pude recopilar en el mundo de la prostitucíón, como es, por ejemplo, el caso de Nadia.

A la hora de escribir estas líneas, Nadia tiene ya veintiún años y se encuentra en otro país europeo —que no mencionaré por razones obvias—, lejos de la mafia que la secuestró en Chisinau (Moldavia), cuando sólo tenía diecisiete y era aún una estudiante. Sin duda muchos madrileños, incluso quizá alguno de los lectores de este libro, tuvieron la oportunidad de gozar de su cuerpo adolescente, por apenas 5.000 pesetas, en algunos de los locales de alterne en que se vio forzada a ejercer la prostitución en Madrid y Majadahonda. Tal vez si algunos de esos clientes supiesen el atroz infierno que tuvo que vivir esa niña antes de llegar a sus brazos, por 30 euros el polvo, no habrían tenido el valor de mantener relaciones sexuales con ella o se les habría cortado la erección. Sobre todo si supieran que Nadia apenas vería ni un céntimo del fruto de su «trabajo» —léase tortura—, puesto que inmediatamente era interceptado por Valentino Cucoara, alias Tarzán. Este hombre, nacido el día 4 de octubre de 1971 en Moldavia, hijo de Constantino y María, era el encargado de controlar a las chicas en España, y se ocupaba de recoger el dinero que sus «guarrillas» recaudaban en los clubes pertenecientes a la cadena Mundo Fantástico, de manos del responsable de los locales, Juan Carlos M. V., uno de esos «honrados empresarios españoles, empeñados en dignificar el “oficio” más antiguo del mundo». En su declaración policial, el señor M. V. insiste en que desconocía que las hermosas adolescentes moldavas, como Nadia, realizasen su «trabajo» bajo ningún tipo de presión mafiosa. Al parecer, suponía que aquellas jóvenes, que apenas habían cumplido la mayoría de edad, se dedicaban a chupar pollas y a dejarse follar por españoles de diecisiete a sesenta años por pura vocación profesional. El mismo argumento que mantienen los honorables empresarios de ANELA.

Toda la operación policial recibió el nombre de «Atila» debido al origen del cabecilla de la mafia, Petru Arcan. Este peligroso traficante de mujeres había nacido en Moldavia, muy cerca del río Dniester, en la hoy autoproclamada República del Dniester o Transnistria, de donde, en el siglo V, procedían varias legiones de los hunos comandados por el conquistador Atila, hasta su muerte en el 453. Dicha operación, comandada por el subteniente, concluyó con numerosas detenciones y, lo que es más importante, con la liberación de ocho mujeres secuestradas por la red mafiosa, dos de las cuales trabajaban en el conocido club Joy de Majadahonda. Señalo intencionadamente el local por si a sus clientes habituales se les indigesta el polvo del próximo sábado noche.

Pero creo que lo mejor es acceder directamente al testimonio de Nadia. Ella podrá, mucho mejor que yo, explicar a los asiduos de los prostíbulos madrileños y a los «altruistas» empresarios que los regentan cómo llegó a España. Ésta es la trascripción literal de su brutal relato. El particular descenso a los inflemos, la Divina «Tragedia» que tuvo que sufrir una moldava de diecisiete años.

Una testigo del infierno

«Yo tenía diecisiete años cuando fui secuestrada por primera vez por la red que desde Moldavia dirige Dimitri Saníson y Anatolie Rusu, quienes me enviaron a Turquía a trabajar como prostituta. Dimitri me amenazaba con matar a mi familia ante la más mínima rebelión. En Turquía nos controlaba Sveta, la esposa de Dimitri. Ella era la encargada de recaudar el dinero que nosotras ganábamos para enviárselo a su marido a Moldavia. El transporte en avión lo hacía alguna de las chicas. El dinero viajaba oculto en un preservativo, que era introducido en la vagina de la encargada de transportarlo. Recuerdo que, una vez, el preservativo con el dinero abultaba tanto que a la chica no le cabía en la vagina. Entre las demás compañeras tuvimos que aplicarle vaselina, hasta que logramos introducírselo y tardamos horas en conseguirlo.

»En cierta ocasión, yo viajaba en autobús desde Moldavia hasta Turquía enviada por Dimitri. Como siempre, con la amenaza de éste de matar a mi familia si no le obedecía. Al intentar cruzar la frontera de Bulgaria con Turquía, las autoridades turcas no me permitieron pasar. Decidí regresar a Moldavia y decirle a Dimitri lo que había ocurrido. Mientras esperaba un autobús que me llevara de vuelta a casa, acompañada de otra chica moldava de veintitrés años que también había sido secuestrada por Dimitri, se aproximó a nosotras un vehículo en el que iban tres hombres; luego supe que dos de ellos eran ucranianos y el otro búlgaro. Al ver cómo ellos cogían a la otra chica del pelo y la introducían en el vehículo, yo salí corriendo pero me alcanzaron. Había mucha gente mirando y nadie hizo nada por evitar que nos cogieran. Me forzaron a subir al automóvil y, como yo me resistía, uno de ellos sacó una jeringuilla y quiso inyectarme algo en el brazo. Yo forcejeé con él y le rompí la jeringuilla, pero consiguieron inmovilizarme.

»Después de una hora de camino, nos detuvimos en un pueblo de Bulgaria. No sé cuál, porque ellos impedían que mirásemos los carteles de la carretera. Entramos en una casa con un restaurante. A mí me condujeron a un sótano donde había una habitación y cerraron por fuera con llave. Estuve siete días durmiendo en una cama sin sábanas. Sólo salía de allí cuando pedía ir al servicio, y siempre conducida por uno de mis raptores. A los ocho días, nos obligaron a lavamos, a peinarnos y a pintamos la cara. Nos esperaba un gitano. Era un hombre bajo, gordo, de unos cuarenta y cinco años, que, según pude ver, era propietario de varios prostíbulos; compraba mujeres secuestradas y las vendía al mejor postor. El gitano gordo me dijo que yo tenía que trabajar en uno de sus clubes y acostarme con, al menos, cincuenta hombres al día. El horario de «trabajo» empezaba a las 11 de la mañana y terminaba cuando yo me acostara con el último de los cincuenta. Así tenía que estar dos meses, durante los cuales el dinero que ganara era para el gitano. Después de estos dos meses, el dinero lo repartiría conmigo al 5o por ciento, pero me dijo que el total del dinero siempre lo iba a guardar él. Yo le dije que no podía hacer aquello. Él al final decidió venderme al propietario de uno de los clubes en Creta (Grecia).

»Me trasladaron a otra casa. Allí había otras ocho secuestradas, una de ellas de diecisiete años y otra de diecinueve, madre de dos hijos. Tres días después nos facilitaron una camisa, unas zapatillas y dos latas de conservas. Estuvimos poco allí, porque en seguida nos llevaron, cruzando montes durante dos días, hasta Grecia. En aquel viaje nos acompañaba un búlgaro alto, flaco, de veinticinco años, que se inyectaba heroína cada poco rato. En Grecia nos recogió un hombre alto, rubio, de treinta y cinco o cuarenta años, que nos llevó en coche hasta Salónica. Era el propietario de unos clubes de alterne en la isla de Creta. Había pagado 35.000 marcos alemanes —16.828 euros— al gitano por cada una de nosotras. El gitano nos había mostrado a todas y el búlgaro nos eligió a otras dos chicas y a mí. Por el camino supimos que nos había comprado billetes de avión con nombre falso. En el aeropuerto, cuando ya habíamos pasado el control policial para embarcar, yo salí corriendo y me agarré al brazo de un policía de servicio. Le grité que me habían secuestrado, que me llevaban a la fuerza a Creta, que otras dos chicas, al igual que yo, viajaban en el avión que yo iba a tomar. Los policías las detuvieron y nos trasladaron a una comisaría y después nos metieron a las tres en la cárcel durante 7 días, para deportarnos después a nuestro país.

»La Policía griega me pagó el billete de tren hasta Sofia y desde allí a Bucarest tenía que pagármelo yo, que no tenía ni un duro. En aquel tren era peligroso viajar porque en una de las paradas a veces subían rusos, albaneses o búlgaros y se llevaban a todas las mujeres jóvenes que viajaban, aunque fueran acompañadas de sus maridos o sus padres. Los mafiosos pagaban u obligaban bajo amenaza de muerte— a los maquinistas del tren para que parasen el convoy donde ellos quisieran, aunque no hubiera estación. A los hombres que viajan con las mujeres, si oponen resistencia, les ponen pistolas o cuchillos en el cuello, o los matan directamente. Aquella vez ocurrió. El tren se paró en medio del campo y cuando los negreros entraron, una señora mayor que viajaba con su marido en mi mismo vagón me dijo que me escondiera en una abertura que había bajo los asientos, en el suelo. Así lo hice y así me pude salvar de otro secuestro. De las casi So mujeres jóvenes que iban en el tren, sólo yo llegué a Sofia.

»Pero cuando llegué a la estación de Chisinau ——capital de Moldavia— me estaba esperando Dimitri. A los dos días nuevamente iba en avión, esta vez camino de Turquía. Poco después, Dimitri, al comprobar que en Turquía no recaudaba suficiente dinero, decidió enviamos a España a trabajar como prostitutas o bailarinas de striptease.

»Llegamos a Madrid con pasaportes polacos falsos. Los hombres de Dimitri que nos esperaban nos llevaron a vivir a un piso del número 22 de la calle Federico Grases, en el barrio de Carabanchel de Madrid. De allí salíamos cada día a trabajar hasta la extenuación para esta gente. Además de explotamos a nosotras, un día Dimitri Samson tuvo la idea de montar en Madrid una agencia matrimonial para vender mujeres moldavas a cuatro millones por cabeza. Esas mujeres, una vez casadas, tendrían que separarse de sus maridos españoles y exigirles una pensión de 100.000 pesetas mensuales, dinero que, lógicamente, tendrían que entregar a la red. En el plan de Dimitri, esas mismas mujeres se utilizarían después para nuevos matrimonios y nuevas separaciones. Al final no lo ha podido llevar a cabo.

»En Turquía y en Moldavia, dos mafiosos de Dimitri, un moldavo llamado Pavel y un ucraniano al que conocíamos por Iván, eran los encargados de propinamos terribles palizas si no obedecíamos sin rechistar las órdenes de Dimitri. Es más, en Turquía, a Sveta, la mujer de Dimitri, a la hora de controlamos, le ayudaba la esposa de Iván, una tal Tamara. Aquí en España, el encargado de vigilarnos era otro moldavo. Se Dama Valentín Cucoara. Durante el camino en automóvil de Moldavia a España, Dimitri nos describía a Valentín como un buen tipo, pero nos advirtió que era capaz de destrozar a una persona cuando se enfurecía. En Moldavia había trabajado como matón a sueldo de algunos mafiosos dando palizas a los que no se sometían a la disciplina de los delincuentes. En Madrid pronto supimos cómo era Valentín Cucoara. Nos pegaba, nos violaba y se quedaba con el dinero que ganábamos nosotras para enviarlo después a Moldavia, a la organización. Era un hombre muy violento, que maltrataba y violaba sistemáticamente. Algunas chicas se acostaban con él a cambio de que les permitiera quedarse con un poco de dinero del que ganábamos, aunque sólo fuera para comprar tabaco.

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