El año que trafiqué con mujeres (16 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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En los meses anteriores ya había aprendido que podía aprovechar mis viajes para iniciar el acercamiento a las prostitutas extranjeras. Durante años, mi trabajo como reportero me ha hecho dar la vuelta al mundo y conozco bastante bien algunos de los países de origen de las prostitutas que ejercen en España tales como Rumania, República Dominicana, Cuba, Rusia o, por supuesto, el África subsahariana. Mis conocimientos sobre esos países, adquiridos sobre el terreno, siempre me resultaron una excelente forma de romper el hielo, al entablar conversación con una prostituta extranjera, que en general no conoce a muchos clientes que hayan recorrido su país. Y con Susy funcionó también extraordinariamente. Aproveché su pregunta sobre a qué me dedicaba para decirle que viajaba mucho y que precisamente acababa de regresar de África, así que le enseñé varias fotografías que había tomado durante otros reportajes que había realizado en diferentes países centroafricanos anteriormente. En una de ellas, aparecía rodeado de niños negros y creo que aquella imagen la conmovió. Era una oportunidad excelente para intentar conseguir que me hablase de su hijo, supuestamente utilizado por su traficante como elemento de presión. Para ello, le expliqué que yo acababa de separarme de mi esposa, que era también de color, y que tenía un niño pequeño, de unos dos años, al que no podía ver. Se lo dejé en bandeja y no pudo evitar seguirme la corriente.

—Yo también.

—¿Tú también tienes un hijo? —dije poniendo cara de sorpresa, pero entusiasmado porque mi truco hubiese funcionado, permitiéndome sacar el tema de su hijo, supuestamente secuestrado por el proxeneta.

—Sí, igual que tú, de dos años. —Pero si tú eres muy joven. ¿Cuántos años tienes? —¿YO? 23. —¿Qué signo eres? ¿Cuál es tu día y mes de nacimiento? —¿Yo? En marzo, el 29. —¿Cómo se llama tu hijo? —Albert. Por fin empezaba a obtener datos concretos sobre Susy, que me serían muy útiles posteriormente, a la hora de reconstruir su biografía. Era el momento de experimentar si mi aprendizaje como brujo y como ilusionista resultaban convincentes.

—En tu país hay mucho vudú, ¿no? —Oh, sí, vudú. No bueno. —Pues, ¿me crees si te digo que yo soy babalao y que tengo a Changó?

Susy se quedó petrificada. No sabía si reír o echarse a gritar. Pero mis fotos en África demostraban que al menos había viajado por su continente. Lo que ocurrió a continuación me da cierto pudor. Realicé varios trucos de magia que pretendían demostrar mis poderes psíquicos, algo que siempre he denunciado, pero que en ese momento se me antojaba como la única forma de conseguir la confianza de Susy. Lo que no podía imaginar es que aquellos trucos de magia terminarían siendo el pasaporte a la libertad de aquella joven.

En Magia Potagia, la tienda y escuela de Juan Tamariz, regentada por su hija, había aprendido a «leer el pensamiento», a «mover objetos con la mente», a «invocar a los espíritus» y todo tipo de maravillas «sobrenaturales», y desplegué todos mis conocimientos mágicos para conseguir fascinar a la joven. La estrategia no había podido funcionar mejor.

—¿Dónde tú aprender esto? ¿En qué parte de África? —me pregunta fascinada.

—¿Conoces el Sahara?

—Sí, yo sabe Marruecos.

—¿Estuviste en Marruecos?

—Yo pasar Marruecos, mucho tiempo, ocho meses.

—Muy brutos los marroquíes, ¿no?

—Uff, mucho, muy malos.

—¿Qué hacías tú en Marruecos? ¿Fue al venir para España?

—Sí.

—Fue muy duro el viaje, ¿no? ¿Cuánto tiempo duró?

—Un año.

—¡Un año!

—Sí.

—O sea, que entraste en patera...

—Sí, muy malo.

—¿Y pasaste miedo?

—Ufff, mucho miedo, y yo embarazada.

—O sea, que te embarazaste en Marruecos...

—Sí.

Mis supuestos poderes mágicos habían conseguido soltar la lengua de Susy de una forma inesperada. Ya sabía que había llegado a España en patera, después de recorrer la ruta terrestre desde Nigeria, en un atroz viaje de un año. Me la imaginé hacinada en los campos de refugiados de Ceuta, violada o prostituyéndose por un plato de comida, hasta quedarse embarazada.

—Oye, ¿y ahora tienes que volver al Eroski o te llevo a tu casa? ¿Dónde vives?

—En Rincón de Seca, pero ahora vuelvo a trabajar.

—¿Hasta qué hora?

—Las seis o las siete.

—¿Y estáis toda la noche? joder, es que es un mogollón de horas, desde las once de la noche hasta las siete de la mañana...

—Sí.

—Y a esas horas, a las siete de la mañana, ¿va algún hombre?

—Sí, mira, viernes y sábado yo voy a mi casa y chico venir a las nueve.

—¡A las nueve de la mañana!

—Sí.

Durante una hora conseguí que Susy, sin saberlo, me facilitase muchísima información que encauzaría de nuevo la investigación hasta poder contactar personalmente con Sunny. Sin embargo, aquello no había hecho más que empezar, y en aquel primer encuentro había conseguido mucho más de lo que me podía esperar. Así que, en cuanto terminó el tiempo, acompañé a Susy hasta el Eroski —me parecía mal pedirle un taxi—, y la dejé exactamente en el mismo lugar en el que la había recogido. Antes de despedimos, le pedí su número de teléfono, por si quería volver a llamarla otro día.

Pero se negó a dármelo. Me dijo que no podía llamar a su casa porque su primo —en realidad se refería a Sunny— podía enfadarse. Así que me dio el teléfono de Gloria, otra nigeriana compañera de Susy en la calle del Eroski. El contacto estaba hecho y una de mis líneas de investigación hacia las mafias estaba abierta.

Alberto pudo salir de su escondite en cuanto nos fuimos y comprobar con entusiasmo que las cámaras habían grabado perfectamente toda la conversación... y mi lamentable demostración de ilusionismo vudú... Soporté durante semanas el cachondeo que se traían en Tele 5 a costa de mis poderes paranormales cada vez que alguien veía aquella cinta. Gajes del oficio.

Capítulo 5

El precio de la dignidad

La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.

Constitución Española, art.10-1

Regresé a Vigo con la intención de volver a encontrarme con Loveth. Necesitaba más información sobre Susy para saber cómo afrontar el caso y averiguar la mejor manera de llegar a Sunny, pero llegué tarde. Lo de que me había estado esperando la noche que nos conocimos, por indicación de ALECRIN, era cierto. Según me explicaron, al día siguiente dejó el club, donde no conseguía el dinero suficiente para abonar su deuda y se fue a probar fortuna en un prostíbulo francés. Maldije mi suerte. Sin embargo, podía intentarlo con otras nigerianas que abundan tanto en los prostíbulos gallegos, como en el resto de los burdeles del país. Esa misma noche me ocurrirían cosas sorprendentes y conocería una de las historias más duras y terribles con que me he encontrado en mi descenso a los infiernos de la prostitución.

Fue un encuentro total, completa y absolutamente casual. Conducía de Vigo hacia Santiago, donde debería reunirme con Juan a la mañana siguiente. Recuerdo que era viernes noche. Entré en Pontevedra por el sur y me perdí. No conseguía encontrar la carretera de Santiago, así que di varias vueltas por las calles pontevedresas en busca de la salida norte y, de pronto, en plena madrugada, me encontré con una joven que me hacía señas desde la acera.

Pensé que podía preguntarle la dirección hacia Santiago, ya que a esas horas no hay mucha gente a quien pedir una indicación por las calles de Pontevedra, así que acerqué el coche y bajé la ventanilla. Se trataba de una joven que aparentaba veintitantos años. Vestía una minifalda muy mini y unos zapatos de tacón que estilizaban sus piernas largas y bien torneadas. A cierta distancia parecía una joven muy atractiva, y seguramente lo fue algún día, pero al acercarse a la ventanilla del coche pude ver su rostro completamente demacrado. Tenía la cara llena de manchas y pequeñas cicatrices, y recuerdo que lo primero que pensé es que debía de tener sida. Y posiblemente así era.

—Hola, perdona, ¿puedes indicarme cómo salir hacia Santiago?

—Claro, yo te digo por dónde ir, pero ¿tú puedes acercarme a mí a la estación de autobuses?

—Trato hecho.

Doy mi palabra de que en aquel momento no tenía ni idea de con quién estaba. Pensé que se trataba de alguna chica que había salido de la discoteca y se dirigía a su domicilio. Ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de que una mujer, tan profundamente deteriorada, pudiese ser una profesional del sexo. Por eso, cuando apoyó su mano en mi rodilla y me dijo si ya sabía a qué se dedicaba, reaccioné como un estúpido.

—Pues... no sé... ¿Estudias?

Aquella joven se echó a reír. Fue la primera y penúltima vez que pude disfrutar de su sonrisa y por todo lo que supe después, creo que hacía un montón de tiempo que no sonreía. No me dio muchas opciones para adivinar su oficio, porque rápidamente me soltó a quemarropa: «Soy una puta». Es curioso cómo las cosas vienen a ti cuando estás en sintonía con ellas.

Terminamos tomando un café en una cervecería del centro de Pontevedra, charlando sobre todo tipo de temas. Ella había sido cantante y había actuado en muchas ocasiones en la Televisión de Galicia. De hecho, había trabajado con Juan Pardo y, aunque a una escala muy humilde, en realidad sería la primera «famosa» dedicada a la prostitución que iba a conocer en mi investigación. Tenía una hija, que vivía con sus abuelos en Vigo, y era profundamente desgraciada.

Dijo llamarse M4 Carmen R. C., y me contó una historia terrible. Su madre acababa de morir, víctima de una sobredosis, y ella decía desear la muerte. La menor de tres hermanas, aseguraba que todas ellas habían sido violadas desde niñas, desembocando en la prostitución. Ignoro si mentía.

—¿Tú no te acuerdas del chico que murió en Orense hace unos años, aplastado por una roca mientras se follaba a una gallina?

La verdad es que aquello del hombre sepultado por una roca mientras practicaba la zoofilia me sonaba familiar, pero la historia resultaba demasiado rocambolesca para ser cierta. Asentí con la cabeza.

—Pues ése era mi hermano, Herminio. Sólo días después, al consultar en Internet y en la hemeroteca de Madrid, descubriría varias noticias de prensa —como El Caso del 1 de octubre de 1990— en las que se relataba con todo detalle el kafkiano episodio del hombre que murió aplastado en Orense.

La joven no mentía y de esta forma, Mi Carmen me confió su historia personal, repleta de maltratos, violaciones y drogodependencias. Ella era la única de las tres hermanas que había conseguido salir de ese mundo, aunque sólo durante un periodo limitado de tiempo. Un matrimonio roto la hizo caer de nuevo en la drogadicción y de ahí pasó a la prostitución.

Charlamos durante un par de horas y cada episodio de la vida de aquella joven parecía más dramático que el anterior. Ningún hombre podría evitar que aflorase un paternal instinto protector con aquella chica, que inspiraba una profunda compasión. Me ofrecí a llevarla a su casa. Ya es tarde —le dije— y hoy no creo que puedas hacer ningún servicio, vámonos a dormir.

Me indicó el camino y no tardamos en llegar a un lugar sacado de la imaginación delirante de algún guionista de cine B. No se trataba de una casa, sino de un trastero en un bloque de edificios situado en la parte posterior de la Estación de Autobuses de Pontevedra. Allí ejercían su oficio y vivían varias prostitutas callejeras de la ciudad. Bajamos las escaleras en silencio para no despertar a sus «vecinas». Al abrir su trastero, me invadió un repugnante olor a orines y a humedad.

El lugar era siniestro y cuesta imaginar que algún hombre pueda hacer el amor en un sitio así, por muy excitado que esté. Aquel habitáculo apenas medía unos seis metros cuadrados. Un colchón tirado en el suelo y una caja de madera que hacía las veces de mesa de noche eran todo el mobiliario, exceptuando un viejo armario destartalado, con una de sus puertas colgando de una única bisagra.

Donde en otro tiempo se encontraron los cajones de aquel armario, ahora existía un espacio vacío que había sido habilitado como improvisada cuna de un gato moribundo, que Mil Carmen cuidaba con una devoción indescriptible. En cuanto entramos, tomó una jeringuilla con un poco de leche y la acercó a la boca del animal, que presentaba un aspecto verdaderamente lamentable. Una cicatriz le cruzaba la cara en diagonal y le faltaba un ojo. La cuenca vacía me miraba con la misma expectación con que yo contemplaba tan surrealista escena. No podía dar crédito a lo que me estaba sucediendo. Me sentía como el personaje de una pesadilla. Aquella situación almodovariana era completamente onírica, pero lo peor aún estaba por llegar.

Mientras alimentaba a aquella mascota, M” Carmen me contó que se la había encontrado tirada en la cuneta, un par de noches antes. Llegaba a ese picadero con un diente que, según ella, le había pedido un servicio especial que iba a pagarle muy bien —intuí que se trataba de una sesión de sadismo, dadas las cicatrices de su cuerpo—, pero en cuanto vio al animal se conmovió y lo recogió del asfalto. Al parecer, el diente se enfadó, porque prestaba más atención al minino moribundo que a sus demandas sexuales, pero a ella no le importó. Ojalá mi dominio del castellano fuese suficiente para transmitir al lector los sentimientos que me inspiraba aquella chica y su relato. Pero no soy tan buen escritor como para poder describir aquellos olores, aquel bochorno sofocante, aquella opresión en el corazón al participar de un episodio tan siniestro como esperpéntico.

De pronto me percaté de que, pegado a la pared, lucía un póster publicitario de una orquesta. Uno de esos grupos populares que tanto abundan en los pueblos españoles. Mi Carmen se dio cuenta de que aquella imagen había llamado mi atención y se levantó para señalar a la cantante del grupo, que posaba en la parte central de la fotografía. «Mira, ésta era yo antes de acabar así ... Actuamos con Juan Pardo muchas veces... Si me viese Juan ahora...»

El cambio físico era brutal, aunque podía reconocer fácilmente que la chica que estaba ante mí y la rolliza cantante de la orquesta eran la misma persona. Y aunque apenas habían transcurrido dos años entre la foto y el momento actual, la ex cantante parecía haber envejecido dos décadas al menos. Probablemente por los efectos de las drogas y las enfermedades. Fue entonces cuando se puso a llorar. Yo no sabía cómo reaccionar, ni qué hacer o decir, ni cómo consolarla. Volvió a recordarme que su madre había muerto de sobredosis y que ella deseaba morir también. En ese preciso momento decidió que necesitaba fumar una dosis de droga.

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