Me vi obligado a pasar dos semanas en Yaoundé mientras me reparaban la dentadura, tiempo que aproveché para comer carne, pan y, un día excepcional, hasta un pastel de nata (Cuando regresé a Inglaterra adopté la costumbre de comer dos diarios hasta que recuperé mi peso normal). No hay experiencia más grata que poder andar nuevamente después de una enfermedad. La vida estaba llena de placeres hedonistas. Estando un día cenando con el encargado de la tabacalera local, no pude explicarle la repentina y general sensación de bienestar que me invadía hasta que me di cuenta de que me hallaba sentado en un sillón tapizado por primera vez en cuatro meses. En el país Dowayo me sentaba siempre en las piedras o en las destartaladas sillas plegables del jefe y en la misión no había sino sillas de respaldo recto. La ciudad también ofrecía cines con diversas comodidades, como por ejemplo sistemas que te permitían oír el sonido en la parte de atrás sin tener que fiarte de lo que iban contando los espectadores de la zona delantera del local. Lo mejor de todo era que las techumbres no estaban hechas de hierro acanalado, de modo que cuando caía un chaparrón el ruido no tapaba todo lo demás.
Pero esta euforia fue breve. Para los blancos, la vida giraba en torno a los diversos bares en que se reunían a última hora de la tarde para compartir el común aburrimiento y quejarse de Yaoundé. Puesto que tenía terminantemente prohibido el alcohol so pena de recaer, estos lugares carecían de todo aliciente para mí y no lo lamenté cuando llegó el momento de regresar al campo; dejando aparte otras consideraciones, estaba convencido de que los dowayos habrían iniciado la cosecha en cuanto volví la espalda.
Pasé por el hospital a recoger el resultado de los análisis de sangre. El primero me informaba que padecía de «muestra extraviada»; el segundo diagnosticaba «falta reactivo para esa prueba». Como era de esperar, había sido una pérdida de tiempo. No obstante, me encontraba mucho mejor físicamente y con los dientes nuevos podía producir la mayoría de los sonidos de la lengua inglesa. Sólo mis finanzas habían sufrido menoscabo. La embajada tardó varios meses en descubrir que el dinero me
había
sido efectivamente enviado y estaba olvidado en algún cajón. Lo que sí me emocionó fue el tacto que demostraron al mandarme una invitación para la fiesta que celebraban en honor del cumpleaños de la reina de modo que llegara una semana
después
del evento; en el reverso alguien había escrito: «El embajador no se sorprenderá si no le es posible asistir.»
Regresé sin contratiempos a N'gaoundéré, donde me encontré con Jon y Jeannie, que me llevaron hasta Poli. Acababan de llegar refuerzos de Estados Unidos personificados en la familia Blue, cuyo patriarca, Walter, tenía que dar clase en la escuela de la misión. Jon, él y yo en seguida nos hicimos íntimos amigos. Walter, que pronto pasó a ser conocido como Vulch gracias a la insistencia de los indígenas en cambiarle el nombre por «vulture»
[6]
, era adicto a los crucigramas del
Times
y se pasaba horas de sufrimiento peleándose con ellos en la galería, mientras emitía gruñidos y hurras alternando la desesperación con el júbilo. También tenía una gran afición por la música, y al poco tiempo se hizo con la exclusiva de un piano desvencijado y desafinado que había sufrido mucho a causa de la humedad y de las termitas; hasta que mucho después tuvo por fin acceso a un instrumento en mejores condiciones, no me di cuenta de que realmente sabía tocar. Su esposa, Jacqui, representaba el contrapunto perfecto. Se encargaba eficazmente de los asuntos prácticos: cosía, criaba gallinas, golpeaba trozos de madera con un martillo y le traía niños que Vulch acunaba distraídamente mientras hacia un crucigrama. Por su casa pasaba un flujo constante de visitas, y siempre parecían contentos de recibir más. Al llegar del campo, uno nunca sabía con exactitud a quién se encontraría con el equipaje recién desembalado, en medio del barullo de excitados niños, gatos, perros y camaleones que constituían su hogar.
Empezaba a sentirme menos solo en Camerún; parecía que lo peor ya había pasado y había logrado superarlo. Había encontrado amigos a una distancia relativamente corta de mi centro de operaciones y tenía a dónde acudir cuando la enfermedad, la depresión y la soledad hicieran presa en mí. Ahora ya podía adelantar en el trabajo que me había llevado allí.
Había pasado algo más de tres semanas fuera, pero me animó comprobar que el mijo que crecía junto a la carretera todavía no estaba listo para ser recogido.
Desde que leyera las fanáticas diatribas de Malinowski contra los antropólogos que trabajan desde la vereda de la misión, ese lugar ha ejercido sobre mí una gran atracción y siempre me ha parecido un mirador agradable y ventajoso desde donde contemplar África. La carretera principal pasaba justo delante; detrás se alzaban los montes iluminados por la luna. Era una situación espléndida para fisgonear y holgazanear.
Mientras me encontraba disfrutando de la vista y del benigno calor tras las frescas temperaturas de N'gaoundéré, llegó hasta mí un redoble de tambores procedente de las montañas. Una vez más me sentí como el blanco arquetípico de una de aquellas películas para todos los públicos que hacían los británicos en los años cuarenta, de los que escuchan a los indígenas en la distancia y preguntan si se va a producir la matanza que todos temen. Lo cierto es que identifiqué el sonido como el del tambor de la muerte. Estaban enterrando a alguien, a un hombre rico. Con el eco de los montes, resultaba difícil saber de dónde procedía. Se lo pregunté al cocinero, Rubén, que me dijo que venía de Mango cuando en realidad nacía en mi propia aldea, que era donde lo había situado yo. Mi sentido del deber me hizo ponerme en marcha. Me despedí de mis amigos y me dirigí a Kongle a la luz de una linterna prestada.
Nada más entrar en el poblado me encontré a mi ayudante, que me prodigó una calurosa bienvenida y me pidió un adelanto de su paga. El fallecido era efectivamente un hombre rico de la zona más alejada de Kongle, un grupo de viviendas en el que yo tenía buenos contactos a través de un hombre llamado Mayo. Era un viejo amigo del padre de Zuuldibo a quien la administración trataba como jefe de Kongle, contraviniendo los deseos de la población y las reglas de la herencia. El padre de Zuuldibo tuvo la brillante idea, de que si la administración podía recaudar impuestos, también podía él: Creó entonces un tributo especial y se sintió sumamente agraviado cuando le dijeron que eso no estaba permitido. Así nació un gran enfrentamiento entre el
sous-préfet
y los habitantes de Kongle, de resultas del cual Mayo, a quien siempre le habían endilgado los aspectos más tediosos de la jefatura, fue considerado agente del gobierno. Por extraño que parezca, Mayo y Zuuldibo siguieron siendo grandes amigos y aquél una figura de amplia popularidad. Yo le tenía por el dowayo más simpático y bondadoso que había conocido. Era generoso servicial y alegre y se, había desvivido por ayudarme en numerosas ocasiones. Me lleno de satisfacción comprobar que Matthieu acababa de regresar del poblado de Mayo y había tomado apuntes sobre los actos.
Nada mas rayar el alba del día siguiente nos pusimos en marcha hacia el «lugar de los muertos». Mayo insistió en sacar una silla, cubierta, observé, con un lienzo sepulcral, y colocarla Justo al lado del cadáver, donde obstaculizaba considerablemente las evoluciones de los participantes.
El cuerpo ya había sido envuelto en el pellejo de un novillo castrado, sacrificado por sus hermanos para la ocasión. Por la aldea corrían mujeres ataviadas con hojas de luto haciendo entrechocar calabazas vacías y sollozando. A un lado del recinto reservado a los muertos del sexo masculino estaban sentadas las viudas con la mirada fija al frente. Como un tonto, me acerqué a saludarlas olvidando que no pueden hablar ni moverse. Los hombres lo tomaron como una broma graciosísima y mientras cubrían el cadáver iban soltando risitas. Otros parientes, especialmente los próximos, traían los materiales con que se iba a envolver el cuerpo: pieles, lienzos y vendas. Llegó entonces el yerno del difunto con su esposa para colocarla en el corral y lanzarle las ofrendas al vientre a fin de hacer patente su vinculación con la familia del fallecido. Los que le han dado esposas lanzan sus ofrendas al rostro de los componentes de la familia. Por lo general, éste es un gesto insultante y en rigor es muestra del respeto e inferioridad del marido en relación con los padres de su esposa, así como de la superioridad de éstos respecto a él.
Los hombres se gastaban bromas mutuamente sin parar. Luego me enteré de que eran los que habían sido circuncidados al mismo tiempo que el finado, que comparten la obligación de insultarse unos a otros en broma y disponer libremente de las propiedades de los demás mientras vivan. De repente cayó un aguacero y todo el mundo se esfumó.
—¿Adónde han ido?
—A defecar en los arbustos.
En ese momento supuse ingenuamente que se trataba de un mero descanso en la ceremonia, durante el cual los que llevaban ocupados en ella desde primeras horas de la mañana aprovechaban para hacer sus necesidades en el campo antes de proseguir. Pero luego me enteré de que constituía una parte integral del acto —una referencia indirecta entre iniciados a la realidad de la circuncisión— una admisión de que no era cierto que se sellara el ano. Matthieu, Mayo y yo nos retiramos a una choza hasta que cesó la lluvia, y Mayo me contó lo que hacen los hombres en el cruce de caminos al amanecer cuando se ha producido una muerte. Era típico de él transmitirme información espontáneamente, mientras que a la mayoría tenía que sacársela con sacacorchos.
Los hombres salen al cruce. Los payasos y los hechiceros también están allí. Se sientan unos frente a otros de dos en dos. Se ponen hierba en la cabeza. Uno dice: «Dame tu coño.» El otro dice: «Aquí lo tienes.» Uno copula con otro. Lo hacen con palo. Un hombre prende fuego a la hierba Gritan vuelven con los demás hombres y ya está.
A Mayo todo esto le parecía graciosísimo y se partía de risa. Lo cortés habría sido hacer lo mismo, pero a mí lo que me preocupaba era «darle sentido» a aquella información. Las fiestas de los dowayos siempre me dejaban como aturdido, agobiado por lo sugestivo pero a la vez poco definido de su simbolismo. Sin embargo, tenía la Impresión de que faltaba una parte importante, algún dato fundamental y tan evidente para ellos que nadie se molestaba en referírmelo, de modo que yo lo veía todo cabeza abajo y le daba una interpretación totalmente errónea. Ya sospechaba de que se trataba —la circuncisión—, pero todavía no había nadie dispuesto a hablarme de ello. Iba a tener que resolver el rompecabezas poquito a poquito a lo largo de los meses siguientes. En realidad, este ritual no es sino una versión abreviada de lo que ocurre cuando se circuncida a un muchacho, su estructura deriva de esa otra ceremonia igual que todas las fiestas del país Dowayo. Cada una de las crisis de la vida, cada uno de los festivales relacionados con el calendario, siguen el modelo de la circuncisión. Por eso el traje de la circuncisión aparece en los lugares más inesperados en el cántaro de una difunta o en la mortaja de un cadáver.
Oímos un grito. Mientras nosotros estábamos en la choza los hombres habían regresado y habían anudado un sombrero rojo, igual que el que lleva el candidato a la circuncisión, al muerto. A continuación lo zarandearon y amenazaron con circuncidarlo. A veces colocan a un muchacho desnudo apoyado de espaldas en el cadáver y le cortan hilillo rojo del pene para simular la circuncisión.
Matthieu y yo nos quedamos grabando canciones y recogiendo chismes de toda índole hasta avanzadas horas de la noche; las cintas me darían quehacer durante bastante tiempo.
Acabábamos apenas de regresar a la aldea y nos disponíamos a dar cuenta de la primera comida del día cuando nos enteramos de que se iba a celebrar otra fiesta de las calaveras en las proximidades, quizá al día siguiente, quizá al otro. En el cementerio no iba a ocurrir nada más durante unos dos días, tiempo que el cadáver permanecía «en estado», de modo que podíamos dejar eso de lado para concentrarnos en el otro gran acontecimiento.
Mientras comíamos Matthieu adoptó una expresión misteriosa que ya me resultaba familiar y temida. Tardaba tanto en tramar las cosas que siempre suponía un alivio cuando desembuchaba. Por fin sacó lo que llevaba dentro. Durante mi ausencia había ido a visitar a varios parientes, pero también se había dedicado a ordenar mi choza y había encontrado un traje viejo que yo guardaba en el fondo de una maleta. Me lo había llevado siguiendo el consejo de un colega. «Necesitarás al menos un traje», me dijo, pero no supe nunca para qué. Había acarreado aquel trasto de un sitio a otro durante meses esperando la ocasión de ponérmelo, hasta que finalmente relegué la recomendación de mi colega a una larga lista de «consejos absurdos e inútiles para los estudiosos de campo». No obstante, Matthieu tenía otra idea. Me pidió muy seriamente que me pusiera el traje para asistir a la ceremonia de las calaveras. Impresionaría a la gente, afirmaba. Mi categórica negativa hizo que se enfurruñara. Bueno, pero también quería plantearme otra cosa. Debería tener cocinero. No era correcto que yo mismo me preparara la comida; además, en ocasiones como la de aquel día habría ido muy bien encontrarnos la comida hecha al regresar. El tenía un «hermano» y podía hacerlo venir. En un esfuerzo por mantener la paz y la tranquilidad, accedí a hablar con él, aunque secretamente no tenía la más
mínima
intención de cargarme con una servidumbre numerosa.
Al día siguiente Matthieu me despertó incluso antes de que amaneciera. Era todo sonrisas y me dijo que tenía preparada una sorpresa. Ya había ido a buscar al cocinero de que me había hablado, su hermano, que me había preparado un desayuno consistente en intestinos quemados nadando en aceite. No soportaba la manía de los dowayos de empaparlo todo en esa sustancia. El cocinero se presentó ante mí para recibir mi felicitación.
Era un jovencito de unos quince años que tenía la peculiaridad de contar con seis dedos en cada mano. Iba a tener que investigar el tema de los lisiados y las deformaciones. El muchacho atribuía su habilidad para guisar al contacto que había tenido con los blancos en Garoua. ¿Acaso había sido cocinero allí? No, barrendero. En aquel momento me encontraba cansado; más valía que me ocupara de aquel problema cuando tuviera más ánimos. Le dije que ya hablaría con él aquella noche.