Todo Poli estaba borracho (Zuuldibo parecía muerto de envidia). Nadie sabía nada nuevo, aparte de que habían visto al
sous-préfet
haciendo el equipaje. El propio Gastan había ido al mercado a buscar información y había visto que estaba lleno de presos de la cárcel. Poli era un poblacho tan inaccesible que no podían siquiera escapar, de modo que los carceleros los soltaban para que fueran a pescar o de copas. Sin darse cuenta, Gastan se había metido con su bicicleta donde dos de estos presos estaban atacando a una muchacha dowayo. «¡Os las vais a cargar! —gritó ella al verlo—. ¡Ahí está mi marido!» Los dos malhechores la soltaron y se lanzaron contra el pobre Gastan, mientras la muchacha huía riéndose. La historia les pareció a todos graciosísima y Gastan se rió también de su propia desgracia. La velada terminó en medio de una gran algarabía. Sólo Zuuldibo estaba ofendido: los presos le habían robado la cerveza.
La estación seca había llegado en serio y la tierra se iba convirtiendo en una árida extensión de hierba raquítica. Los dowayos cambiaron también de estilo de vida; excepto en las tierras altas donde la irrigación era posible, las labores agrícolas cesaron hasta las próximas lluvias. Los hombres se dedicaban a beber, a tejer y a pasar el rato, o bien a cazar esporádicamente; las mujeres pescaban o hacían cestas y cacharros de barro. Los jóvenes se iban a las ciudades a buscar trabajo y aventuras.
Yo tenía varios proyectos, pero habrían de esperar hasta después de Navidades. Ya sabía lo horrible que sería estar solo en el país Dowayo durante tan deprimentes fechas, de modo que había quedado con Jon y Jeannie para pasarlas con ellos en N'gaoundéré, donde disfrutamos de unas fiestas sencillas pero refrescantes, más religiosas que mis anteriores experiencias, pero alternativamente relajantes y frenéticas. Walter estaba como loco y se entregaba a las celebraciones con una energía digna de mejor causa. Las resacas fueron frecuentes y haciendo un esfuerzo logramos olvidar que en el exterior la nieve no cubría calles y tejados. Naturalmente, hubo momentos emotivos. Un fornido extranjero se echó a llorar cuando trajeron el helado; otro se mostró profundamente conmovido por un pastel hecho a base de mangos secos y plátanos. A mí, misteriosamente, me dio un ataque de malaria después de contemplar las centelleantes lucecitas de Navidad, pero al cabo de una semana regresé, re-avituallado y revitalizado, para dar un empujón a la construcción de mi casa.
Se trataba de una tarea extremadamente pesada. Un día la tierra estaba demasiado mojada, al siguiente demasiado seca. No teníamos barril para echar el agua. La hierba de la techumbre no estaba lista. El encargado de dirigir las obras se hallaba enfermo o de visita, o quería más dinero. Renegociamos tres veces el contrato con mucha comedia. Si no pagaba más, yo sería la causa de que sus hijos se murieran de hambre, sus esposas lloraran y los hombres estuvieran descontentos. Después de varias semanas así, hice lo que habría hecho un dowayo y le pedí al jefe que convocara al tribunal de justicia para que arbitrara en mi caso.
Los tribunales dowayos están abiertos a todo el mundo, aunque se aconseja a las mujeres y los niños que recuerden cuál es su lugar ante los ancianos. Una vez reunidos debajo del árbol de la plaza pública situada ante la aldea, comienza la
palabre
. Cada parte expone sus quejas en un elevado estilo retórico y se llama a los testigos, que son interrogados por todo el que lo desee. El jefe no tiene poder para imponer su veredicto, pero ambas partes son conscientes del peso de la opinión pública y generalmente aceptan su mediación. La alternativa para mí era llevar el caso a Poli, donde unos extraños decidirían sobre el tema, y donde corría el riesgo de ser condenado a prisión por molestar a la administración.
Puesto que era inexperto en las sutilezas de lenguaje y procedimiento, presenté el caso mediante un discurso que había preparado y ensayado con la ayuda de Matthieu y que terminaba así: «No soy sino un niño pequeño entre los dowayos. Entrego mi caso a Mayo para que lo exponga por mí.» Esto fue bastante bien acogido y Mayo describió a mis adversarios como unos villanos desalmados que se aprovechaban de mi falta de parientes y de mi naturaleza bondadosa para engañarme. Se intercambiaron argumentos mientras yo me balanceaba sobre los talones y murmuraba «Así es. Muy bien.» a intervalos regulares. Por fin, accedí a pagar el doble de lo normal y todo el mundo quedó satisfecho. Es importante señalar que al hacerlo no me dejaba engañar. Un hombre rico ha de pagar más por las cosas; sería injusto que se negara. Teniendo esto en cuenta, yo hacía casi todas las compras a través de Matthieu. Sin duda, él se valía de la oportunidad para quedarse con una comisión, pero aun así salía ganando. El resultado de todo esto fue que mi excelente casa con jardín y galería cubierta me costó catorce libras esterlinas.
Otro caso expuesto ese día es típico del funcionamiento de los tribunales dowayos. El asunto en litigio era la disputa de un saco de mijo por parte de un anciano y un joven. El hombre afirmaba que el muchacho se lo había robado del granero; el joven lo negaba. El viejo había entrado en la choza del muchacho para recuperar sus bienes y sólo había encontrado el saco que identificó como suyo. Las dos partes empezaron a insultarse. Aquello era demasiado para los espectadores, que se incorporaron jubilosamente gritando insultos todavía más ridículos: «Tienes el ano puntiagudo», «El coño de tu mujer huele a pescado podrido». Al final todo el mundo se echó a reír, incluidos los litigantes.
Un hombre afirmaba haber visto entrar al muchacho en el granero del anciano, pero no estaba presente. La vista fue suspendida hasta que pudiera oírse su declaración. En la sesión siguiente estaban presentes el chico y el testigo, pero el viejo no; de todas formas, el testigo no había visto nada. En la sesión que siguió se propuso hacer una prueba. El muchacho terna que sacar una piedra de una olla con agua hirviendo; se le vendaría la mano y, si al cabo de una semana se le había curado, quedaría libre de culpa y el acusador tendría que compensarle. El anciano no permitió que así se hiciera y el muchacho reclamó una indemnización por la puerta de su choza. El viejo negó haberla roto y alegó que lo había hecho el propio muchacho por despecho hacia él. Se llamó a los testigos y volvió a posponerse la decisión. En la sesión siguiente se encontraban presentes los testigos pero no estaba ninguno de los dos litigantes. El caso simplemente murió por propia inercia. Parecía que las dos partes no se tenían mala voluntad.
El tribunal de justicia se consideraba una forma de entretenimiento popular y los dowayos no dudaban en recurrir a él por los asuntos más triviales. Yo sólo hice otra aparición más en un caso que presentó un indígena contra mí.
Las obras de antropología están llenas de testimonios de investigadores de campo que no «fueron aceptados» hasta que un día, cogieron la azada y empezaron a hacerse un huerto. Ello les abría inmediatamente las puertas, los convertía en «un lugareño más». Los dowayos no son así. Siempre les extrañaba que yo intentara llevar a cabo el más pequeño acto de trabajo físico. Si pretendía transportar agua, unas frágiles ancianas insistían en llevarme el cántaro. Cuando intenté hacerme un huerto, Zuuldibo quedó horrorizado. ¿Por qué se me había ocurrido semejante cosa? El no tocaba nunca una azada; ya me buscaría un hombre para que lo hiciera. Fue así como me encontré con un jardinero. El hombre tenía una huerta junto al río y podría cultivar verduras durante la estación seca. Además, se negó a hablar de la paga; ya decidiría yo después si el trabajo estaba bien hecho y fijaría la retribución. Los dowayos suelen usar este sistema para obligar al patrón a ser generoso. Le di unas semillas de tomates, pepinos, cebollas y lechugas que me habían mandado unos amigos. Quedamos en que plantaría un poco de cada cosa a ver lo que crecía.
Casi se me olvidó el tema por completo hasta que a fines de enero me avisaron de que mi huerto estaba listo y ya podía ir a verlo. Hacía un día sumamente caluroso, incluso para la época del año en que estábamos, enturbiado por una neblina producida por el propio calor. La tierra había adquirido un tono marrón oscuro por efecto del sol y aparecía surcada por profundas grietas. Pero allí, a unos tres kilómetros de distancia, había un retal de un color verde intenso. A medida que nos acercábamos fuimos viendo que se trataba de una serie de bancales construidos en el mismo margen del río. Era evidente que había requerido mucho trabajo y que en la estación de las lluvias las aguas los arrasarían, de modo que al año siguiente habría que empezar de nuevo. Apareció entonces el jardinero e insistió en regar con gran alarde de esfuerzo y secándose la frente con exagerados gestos para que no dejara de percatarme del trabajo necesario en aquel clima. Explicó que había ido a buscar tierra negra y excrementos de cabra y los había transportado hasta la parcela, que había regado amorosamente los brotes tres veces al día y los había protegido de los animales. Si bien era cierto que las langostas se habían comido las zanahorias y las cebollas habían caído presa del ganado de los fulani nómadas, había protegido las lechugas. Y allí estaban, tres mil lechugas, todas plantadas el mismo día y a punto de madurar al cabo de una semana. Todo esto, explicó con un aparatoso gesto, era mío. He de confesar que me desconcertó un poco encontrarme de repente convertido en el rey de las lechugas del norte de Camerún. Era absolutamente imposible consumir aquella abundancia de verdura. Ni siquiera tenía vinagre.
Durante las semanas que siguieron comí más lechuga de la que puede ser recomendable. Regalé una carretada a la misión; los burócratas de Poli se hartaron; los estupefactos dowayos recibieron abundantes obsequios que echaron a las cabras, pues no los consideraban aptos para el consumo humano. Traté de convencer al jardinero de que las vendiera en el pueblo pero tuvo poco éxito. Al final tuvimos que enfrentamos a la decisión de cuánto tenía que pagarle. Puesto que originalmente yo había concebido el huerto como una manera de economizar que además me proporcionaría variedad en la dieta, estaba algo más que descontento. Le ofrecí cinco mil francos por la parte de la cosecha que podía consumir; él podía quedarse con el resto y venderlo en el pueblo. Su propuesta era que le pagara veinte mil francos, y de ahí no bajaba.
El caso se llevó a los tribunales y las lechugas crecieron, granaron y se echaron a perder. Siguiendo el consejo de Mayo sobre el correcto proceder en cuestiones legales, le hice llegar al juez seis botellas de cerveza para ayudarlo a superar agradablemente las deliberaciones; mi adversario hizo lo mismo.
El caso se debatió detalladamente bajo el árbol central. Yo me ceñí a los argumentos de que la cosecha no me servía de nada y de que yo no le había encargado al jardinero que plantara las tres mil lechugas sino que probara una pequeña parte de cada paquete de semillas. Mi oponente argumentó firmemente que, pese a todo, debía ser recompensado por el trabajo que había invertido en el huerto. Nos repetimos y lo repetimos hasta el agotamiento. Finalmente intervino el jefe; debía pagarle diez mil francos. Como ya había aprendido la lección de que no era conveniente acceder a nada demasiado de prisa, grité y protesté, aunque al final me conformé diciendo que no quería que el jardinero estuviera triste. El también aceptó de mala gana diciendo que no quería que yo estuviera triste, pero añadió que me devolvería la mitad del dinero para demostrar lo agradecido que estaba por mi generosidad, de modo que al final se quedó con la suma que le había ofrecido desde el principio. El honor de ambos quedó libre de tacha y todos nos fuimos contentos, aunque yo no acabé nunca de entender lo que había ocurrido y nadie pudo explicármelo.
Mi contacto con los tribunales de justicia me sugirió que las actas de otros casos podían proporcionarme información histórica de utilidad. Estando en Inglaterra había leído algunos informes publicados en antiguos periódicos de la época colonial que me resultaron muy instructivos. El único lugar donde quizá podía encontrar documentos de ese tipo sería la
sous-préfecture
de Poli. Además sentía curiosidad por ver al nuevo
sous-préfet
y, sin duda, presentarle mis respetos sería una buena medida política. Me fui al pueblo en compañía del maestro de la aldea.
Este caballero era un joven bamileke, tribu dinámica y emprendedora del suroeste, cuyos miembros son considerados a veces como «los judíos de Camerún»; donde exista industria, comercio y beneficios, allí están ellos. Dominan muchas profesiones y constituyen la espina dorsal del personal docente del norte, adonde los destinan en una especie de servicio nacional prestado en una zona subdesarrollada. El maestro había tomado la costumbre de pasar por mi choza a media mañana para tomar un café durante el rato de recreo. Su conversación consistía en variaciones sobre el misma tema: el horrible primitivismo del norte. «Esta gente son como niños —explicaba—. Los limpias, los vistes, les enseñas a distinguir lo bueno de lo malo y, naturalmente, les resulta difícil y lloran. Pero después se alegran. Eso es lo que hacemos los del sur en el norte.»
Se extendía durante horas sobre la necesidad de enseñarles a pensar lógicamente, para lo cual, por supuesto, debían aprender francés. A veces me hablaba de las luchas libradas en el sur contra los franceses y me contaba con toda calma que había participado en el asesinato de un maestro blanco perpetrado por sus parientes, todo esto mientras nos tomábamos un café tranquilamente.
El nuevo
sous-préfet
era un hombrecillo pequeño, pulido y vivaz, vestido con la túnica fulani y adornado con profundas escarificaciones rituales en las mejillas. Los dowayos lo llamaban
buuwiilo
, «el blanco negro». En el pueblo se percibía ya cierta sensación de cambio. Se estaban haciendo reparaciones en el edificio de la administración y el palacio nuevo estaba por primera vez habitado. En el mercado se obligaba a los vendedores a usar balanzas y se anunciaban los precios. Pero lo más sorprendente de todo era que habían arreglado la carretera y se había puesto en marcha un servicio regular de autobuses que comunicaba con las ciudades. Aquel hombre estaba decidido a llevar a cabo una operación de limpieza.
El Blanco Negro me recibió jovialmente y mantuvimos una larga charla sobre los planes que tenía para la comarca. Hablaba un francés excelente y había viajado mucho por Europa. Se había propuesto civilizar a los dowayos, lo cual quería decir convertirlos en franceses, lo mismo que le había pasado a él. Es digno de mención que cuando nos interrumpía algún fulani por alguna cuestión de trabajo insistía en hablarle en francés. Estaría encantado de encargarle a uno de sus hombres que revisara los archivos judiciales; incluso podía llevarme lo que deseara. Quedé asombradísimo. Hasta entonces no había encontrado tanta colaboración por parte de ningún funcionario, ni la volvería a encontrar.