—Purgarlo no serviría de nada. Tiene que vomitar.
—Nada de eso. Conviene que se purgue hasta que le salga la sangre.
La discusión prosiguió en esta línea. Al final yo les di las gracias y anoté las diversas substancias que me harían evacuar y vomitar a su satisfacción.
Un alma caritativa de la misión de N'gaoundéré me había transmitido el secreto de la curación de la hepatitis, un cocimiento de bojas de guayaba que resultó más efectivo que todo lo demás. Luego me enteré de que una empresa farmacéutica alemana estaba experimentando con una droga basada precisamente en esta sustancia. Mandé a Matthieu a buscar las hojas. Aunque por lo general no se encuentran tan al norte, él afirmaba saber de un árbol que crecía junto al río a sólo unos ocho kilómetros de allí. Yo no acababa de creerme que habláramos de la misma especie, pero, para mi asombro, regresó ese mismo día con una bolsa llena de hojas de guayaba.
Lentamente fui mejorando. Los dowayos estaban tan impresionados que empezaron a tratar la enfermedad con el mismo remedio. Así pues, no se puede negar que todo antropólogo cambia en cierta medida la vida del pueblo que estudia. Aparte de ésta, la única huella que creo haber dejado es la toponímica. El lugar en que mi huerto demostró la aptitud del clima para el cultivo de lechugas pasó a conocerse desde entonces como «lugar de las ensaladas».
Durante este período llegaron las primeras lluvias del año. Las tórridas temperaturas de los últimos días de la estación seca descendieron con el primer chubasco entre el regocijo general. Por mi parte, yo estaba algo menos extasiado que la mayoría, pues la techumbre de mi nueva casa dejó pasar el agua como un colador toda la noche. Hube de acurrucarme en un rincón tiritando de frío, con la maleta apoyada en un saliente encima de la cabeza pata protegerme de la lluvia y abrazando los apuntes. A la mañana siguiente el constructor me informó sin inmutarse de que eso les pasaba a todos los techos y ya dejaría de hacerlo al cabo de unos días. No voy a fingir que le creí, simplemente carecía de la experiencia necesaria para refutar sus aseveraciones, que se parecían peligrosamente a las hechas por los que me habían alquilado barcas agujereadas asegurándome que la madera se hincharía en seguida y taparía las grietas, o a las del dentista camerunés que me juró que las encías se me encogerían hasta acomodarse a su insegura prótesis. Tras una atroz semana de inundaciones, consideré que ya era hora de echar mano de mi garantía de funcionamiento y se iniciaron las reparaciones. Para mi sorpresa, éstas consistieron simplemente en darle unos golpes al tejado con una estaca; y para mayor sorpresa todavía, el procedimiento funcionó.
Por aquellos días, con la ansiedad del que ve próximo el fin de su trabajo, llevé mis apuntes a la misión para preservarlos de la humedad, las termitas, las cabras, los niños y otras amenazas evocadas por mi imaginación.
Mientras me encontraba solo allí (Jon y Jeannie estaban fuera) unos gritos me hicieron acudir a la puerta. Era el soldador, un corpulento individuo que estaba orgullosísimo del nombre que él mismo se había puesto, Cabrón Negro.
—¡Eh, hombre blanco! —exclamó—. Su coche acaba de intentar matarme.
Por lo visto, estaba soldando una pieza a mi coche, cuya existencia yo trataba de olvidar con todas mis fuerzas, cuando se le escapó y por poco se le cae encima. Parecía creer que aquello le había ocurrido por alguna malevolencia mía.
—¿Se encuentra bien? —inquirí.
—¿Bien? Mire esto.
Se sacó un pene enorme de dentro de los pantalones y lo agitó acusadoramente. Al principio, no alcanzaba a advertir la pertinencia de esta revelación, pero tras un examen más atento, distinguí el cortecito para el que exigía «cuidados urgentes». Me quedé un poco desconcertado, no sabía de dónde sacar los medicamentos adecuados. Efectué una búsqueda rápida pero no encontré nada más que lejía concentrada. Puesto que aplicarle aquello no me pareció buena idea, le aconsejé que consultara a Herbert Brown, que vivía allí cerca, pues sabía que tenía remedios para esas urgencias. Cabrón Negro se fue, todavía ofendidísimo, arrastrando los pies.
Hasta que no hube reemprendido mis labores de organizar apuntes no se me ocurrió que Herbert Brown no estaba, pues se había ido a reparar un camión, pero que su esposa, una señora un tanto nerviosa, sí estaría. Me imaginé a Cabrón Negro acercándose a la puerta y enseñándole la parte herida. Quizá debía correr a intervenir. Con todo, me pareció que la discreción era lo más recomendable. Puesto que no llegó hasta mis oídos ningún grito, supuse que Cabrón Negro había estado recatado.
Como ya me encontraba lo suficientemente recuperado para emprender otra caminata, Matthieu y yo hicimos una última excursión al extremo occidental del país Dowayo para presenciar la cosecha de las palmeras
Borassus
. Estas plantas producen un fruto esférico similar al coco que es tratado en muchos sentidos como un cráneo humano y se coloca en el santuario del ganado para que los escorpiones no infesten la aldea. Yo no había visto todavía ninguno y tenía ganas de probarlos.
Cuando llegamos al poblado del «señor de la tierra», lo encontramos masticando satisfecho. Esta fruta se puede comer de dos maneras: o bien poniéndola en agua hasta que germine y consumiendo entonces los brotes, que son parecidos al apio, o bien tal cual. La pulpa es fibrosa y de color anaranjado; tiene la textura de una alfombrilla de esparto y un sabor parecido al del melocotón. Después de masticar vigorosamente durante un rato empecé a cogerle el tranquillo y a encontrarle el gusto. Una amable anciana, al darse cuenta de que la fruta se me resistía, me trajo una calabaza llena de una pulpa mucho más tierna. Así se lo comenté a Matthieu.
—Pues claro,
patron
—repuso—, la han masticado antes.
Ahora que se acercaba el fin de mi estancia, empezaron a visitarme personas interesadas en mis posesiones que me hacían saber cuánto necesitaban una manta o lo bonita que era tal cazuela. El jefe me dijo que me echaría mucho de menos y se puso a rememorar las cosas que habíamos hecho juntos y cuánto se había divertido, aunque le había traído muchas complicaciones. Matthieu empezó a contarme los problemas que tenía para comprar una esposa. «Conviene comprarlas jóvenes —explicó— para formarlas a tu gusto.» La elegida en esta ocasión tenía unos doce años. «Aunque si son jóvenes no hacen más que pedirte dinero para el colegio.» Suspiró. ¿A quién podía sacarle el dinero necesario para pagar el colegio de su mujer sino a mi? La única que parecía considerarme algo más que una fuente de beneficios materiales era Mariyo; cuando hablábamos de mi marcha lloraba y decía que echaría de menos nuestras charlas.
Todo el pueblo estaba alborotado ante la perspectiva de la próxima fiesta nacional. Se habían instalado diversas atracciones y los dowayos debían presentar cierto número de bailarines que ejecutaran la danza de la circuncisión. Ello me interesaba mucho puesto que no había podido presenciar la ceremonia.
Hay años masculinos y años femeninos. La circuncisión sólo puede realizarse un año masculino y yo llegué en uno femenino. Pero incluso después del cambio de año, seguía sin haber suficiente mijo para alimentar a los muchachos durante su dilatada estancia en el campo. Hacía aproximadamente un lustro que no se realizaba el festival y la situación se estaba volviendo escandalosa. Así pues, yo no tuve más remedio que contentarme con las descripciones de lo que habían vivido los informantes, los relatos de los circuncisores sobre cómo se hacía y el material fotográfico que pude sacar de archivos oficiales y de misioneros que llevaban muchos años en el país Dowayo. No obstante, esta laguna del simbolismo dowayo no era tan grave como podía haber sido, pues la mayoría de las ceremonias eran «reproducciones» de la circuncisión y copiaban lo que ocurría en ella.
Con todo, me alegré de poder presenciar la danza de los chicos antes de ser intervenidos. Los candidatos se visten con mortajas, pieles de leopardo, cuernos de animales, túnicas y material decorativo vario. Para esta ocasión, dos muchachos que ya habían sido circuncidados se vieron obligados a realizar la engorrosa y humillante tarea, puesto que no daba tiempo a instruir a dos niños más jóvenes. La idea, sin embargo, no los seducía lo más mínimo y se negaban a participar. Zuuldibo les prometió cerveza y dinero, y finalmente aceptaron de mala gana. Al día siguiente, el jefe se presentó en mi choza a pedirme que se lo pagara, ya que, al fin y al cabo, aquello se había organizado porque me interesaba a mí.
De repente su generosa holgazanería se vio amenazada por un edicto del
sous-préfet
según el cual todo el mundo debía cultivar un huerto. Zuuldibo declaró que no servía de nada plantar un huerto hasta que no se tuviera una buena protección de cactos alrededor para impedir que se acercaran los animales. Calculaba que tardaría aproximadamente un año en saber si los cactos habían prendido. Luego declaró que era absurdo tener un huerto si no se tenía allí mismo una choza donde guardar cerveza para ofrecérsela a los trabajadores. Por desgracia, no era la estación propicia para la construcción, de modo que habría que esperar otro año. Teniendo todo esto en cuenta, no se podría empezar a cavar hasta después de tres años. Sin embargo, cada mañana anunciaba gravemente que «se iba al huerto» y se sentaba allí debajo de un árbol, muchas veces conmigo, a hablar de lo que se le pasaba por la cabeza. A veces yo tenía la sensación de estar haciendo para él de psiquiatra gratuito, pues gustaba de divagar sobre sus sueños, las mujeres que había conocido y el peso de la autoridad.
El día del festival, todas las personalidades acudieron al campo de fútbol. Yo aproveché la circunstancia para importunar al Viejo de Kpan, que se presentó vistiendo ropas fulani y portando una espada. Todas las demás tribus habían enviado también bailarines, que evolucionaban dando alaridos en medio de una asfixiante nube de polvo. Los peces gordos de la administración se habían puesto sus uniformes de gala; el
sous-préfet
recordaba sospechosamente a un auxiliar de vuelo de Air France. Se izaron y arriaron banderas. Los gendarmes paseaban arriba y abajo con sus armas más ofensivas y los encargados de la organización se permitían golpear a la gente. Tras cantar el himno nacional, sobre una silla se colocó solemnemente una radio que fue objeto de honores militares y por la cual se escuchó el discurso del presidente, recibido con generoso éxtasis general. Los niños desfilaban y jugaban. No se permitió que se fuera nadie hasta que el
sous-préfet
y todos nosotros languidecimos por efecto del calor. Una multitud de niños acompañados de sus madres comenzó a gritar, gracias a lo cual se marcharon antes; se rumoreó que las mujeres los habían pellizcado deliberadamente. La conversación de los pocos blancos asistentes se centró en el asesinato y mutilación de dos misioneros del norte. Mientras que los americanos se mostraban nerviosos, los franceses llevaban a cabo extravagantes exhibiciones de lo que les había ocurrido a los cuerpos, intensificando así alegremente su inquietud. Como único inglés, me correspondía a mí permanecer impertérrito; que ese personaje sea inevitablemente asesinado a la mitad del segundo rollo en todas las películas antiguas no venía al caso.
El
sous-préfet
se había apropiado de toda la cerveza y todos los refrescos del pueblo, de modo que me fui a la misión con Jon y Jeannie para hacer tiempo hasta el espectáculo nocturno: un concurso de belleza.
Aquella noche en concreto, Poli propiciaba la exageración. Se requería que la gente expresara su alegría por la independencia de forma histérica en las calles. Una sutil distinción separaba a los convidados a la fiesta del
sous-préfet
de los excluidos de ella; la policía se encargó de subrayarla cargando contra los mirones y pegándoles de vez en cuando.
La calle principal hervía de gente que cantaba, bailaba y se saludaba a gritos. Muchos, si no la mayoría, estaban alegremente borrachos. Quizá ésta era la ocasión en que debía ponerme el traje; sin embargo, de llevarlo puesto, me habría asado de calor. Dado que se trataba de una fiesta oficial, todo el mundo se comportaba con mucha ceremonia. Habían dispuesto apretadas hileras de sillas duras e incómodas. Evidentemente su colocación respondía a algún sistema secreto de reglas de precedencia que a mí me resultaba del todo impenetrable. Allí estaba el médico con su gruesa señora. También estaban los burócratas. El jefe de policía se me quedó mirando con expresión sarcástica; el administrador de correos hizo como que no me veía, sin duda debido a que había tenido la desfachatez de preguntarle por qué todo el correo que enviaba desde Poli llegaba a Inglaterra sin sellos. También parecía que habían acudido numerosos parientes del encargado de comprobar las invitaciones.
El concurso de belleza se había organizado mediante el sencillo método de remitir cartas oficiales a los jefes ordenándoles mandar cierto número de mujeres jóvenes el día señalado. Me estremece pensar lo que les parecería esto a los interesados. En otros tiempos los fulani reclutaban concubinas y esclavas entre esos pueblos; quizá temían que se reinstaurara esa costumbre. Fuera cual fuera la interpretación que se había hecho, todas las mujeres mostraban una expresión temerosa. Era evidente que muchas habían tenido que recorrer largas distancias a pie y acusaban el viaje. Los fulani, naturalmente, consideraban humillante exhibir a sus mujeres de esa manera, pero les encantaba la oportunidad de contemplar a las de otras razas. Las damas desfilaban, aunque en la mayoría de los casos más bien caminaban penosamente, describiendo un amplio círculo ante los espectadores con el aire resentido propio del género de un mercado de esclavos. Algunas mantenían los llorosos ojos fijos en el suelo, otras lanzaban miradas furibundas y bisbiseaban contra sus atormentadores. El público demostró que estaba admirablemente a la altura de las circunstancias, profiriendo burlas mezcladas con entusiastas ofrecimientos de todo tipo de uniones que no fueran matrimoniales. Entre los invitados y la muchedumbre que se les echaba encima surgió un pequeño enfrentamiento. Algunos se habían subido a los árboles para ver mejor pero cayeron encima de los miembros del cuerpo de vigilancia, que sacudían los troncos hasta que bajaban, acción que provocó lágrimas de aprobación popular. Tras las deliberaciones, fue anunciada Miss Poli y, tras ella, la segunda clasificada y la agraciada con el premio de consolación. El nuevo joven ayudante del
sous-préfet
se encargó de entregarles un regalo a cada una, de besarlas recatadamente y de bailar con la ganadora, que evidentemente llegaba de un recóndito lugar de las montañas y estaba aterrada. Cuando el noble ayudante le ofreció su casto abrazo, la muchacha retrocedió horrorizada. Al ser invitada a bailar, apretó los puños deshecha en lágrimas y se negó. Las tensas sonrisas dieron paso a las amenazas disimuladas, que no lograron sino que se pusiera a patalear con sus zapatos nuevos de plástico azul. Dos gendarmes se abalanzaron sobre ella y se la llevaron. El gentío prorrumpió en vítores. La ganadora del premio de consolación, y nunca mejor dicho, subió a la palestra y empezó la fiesta.