Por el aire se extendió un fuerte olor a carne quemada.
Saliendo de forma espectacular, Tegid aterrizó sobre una mesa, cogió un jarro rebosante de cerveza y derramó el contenido sobre sus posaderas.
Y, como sí se descorriera una cortina, tras él apareció Paul Schafer, que blandía, casi como disculpándose, un atizador de cocina.
Se hizo un breve silencio que fue como un homenaje a la pavorosa energía del grito de Tegid, y luego Diarmuid, todavía en el suelo, comenzó a reír con sonoras, entrecortadas y contagiosas carcajadas, marcando así el final de aquel pandemónium. Llorando de risa, incapaces de sostenerse en pie, Kevin y Erron avanzaron tambaleándose para abrazar a Schafer, que sonreía torcidamente.
Pasó cierto tiempo antes de que el orden fuera restaurado por completo, porque nadie tenía especial interés en que se restaurara. El hombre del jubón rojo parecía tener muchos amigos, y lo mismo sucedía con el derramador de la sopa. Kevin, que no conocía a nadie, arrojó un simbólico banco al fragor del combate y luego se marchó con Erron a beber unas jarras. Dos camareras se reunieron pronto con ellos, y la premura de los acontecimientos facilitó una pronta familiaridad.
Al subir por las escaleras, del brazo de Marna, la más alta de las dos, Kevin dio una rápida ojeada a la taberna y vio que un confuso amasijo de hombres aparecía y desaparecía en una nube de humo. Diarmuid se había subido a la barra y arrojaba cualquier objeto que caía en sus manos contra la cabeza de los combatientes. No parecía tener predilección por ningún bando. Kevin buscó con la mirada a Paul, pero no lo vio.
Luego, tras él, se abrió y se cerró una puerta; en la oscuridad sintió una mujer entre sus brazos, que buscaba su boca con la suya, y su alma se dejó caer de nuevo en la familiar espiral del deseo.
Más tarde, cuando todavía no se había recuperado, oyó que Marna le preguntaba con un tímido murmullo:
—¿Siempre es así?
Como todavía no era capaz de pronunciar palabra, acarició sus cabellos con esfuerzo y cerró los ojos. Porque siempre era así. El amor era siempre una ciega y convulsiva búsqueda a través de una total oscuridad. Siempre. Luego recuperó su conciencia, controló el movimiento de su cuerpo y se preguntó, como otras veces, si llegaría una noche en que iría tan lejos que no podría regresar.
No era esa noche, desde luego. Pronto pudo sonreírle y decirle palabras amables, y no con hipocresía, pues ella desbordaba dulzura y él estaba muy necesitado de ella. Marna se durmió entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro y sus cabellos entremezclados con los suyos; Kevin, envuelto en su aroma, dejó que la extenuación de dos noches en vela le condujera al sueño.
Sin embargo, sólo durmió una hora y con un sueño ligero e inquieto; lo despertó la presencia de una tercera persona en la habitación. Era una muchacha, pero no la de Erron; estaba llorando y sus cabellos caían en desorden sobre sus hombros.
—¿Qué ocurre, Tiene? —preguntó Marna medio dormida.
—Me envía a ti —sollozó Tiene mirando a Kevin.
—¿Quién? —gruñó Kevin entre sueños—. ¿Diarmuid?
—Oh, no. El otro extranjero, Pwyll.
Transcurrió un instante.
—¡Paul! ¿Qué ha sucedido?
Su tono fue evidentemente demasiado brusco para una sensibilidad herida. Tiene, echándole una mirada de reproche, se sentó en la cama y empezó a llorar otra vez. Kevin la sacudió por un brazo.
—¡Dime! ¿Qué ha sucedido?
—Se marchó —dijo con una vocecilla imperceptible—. Subió conmigo, pero se marchó.
Kevin sacudió la cabeza, mientras hacía desesperados esfuerzos por entender.
—¿Qué? ¿Ha sido… capaz de…?
Tiene sollozó, enjugando las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—¿Quieres saber si estuvo conmigo? Sí, lo estuvo, pero yo diría que no gozó en absoluto. Fue por mi culpa…, no le di absolutamente nada…, y…, y…
—¿Y qué, por Dios?
—Y entonces yo me puse a llorar —dijo Tiene, como si fuera algo obvio—. Y cuando me puse a llorar se marchó. Y me dijo que viniera aquí contigo, señor.
Se había ido metiendo en la cama al ver que Marna le hacía sitio. Los ojos de Tiene estaban abiertos de par en par como los de un cervatillo; su vestido se había entreabierto y Kevin podía ver la suave curva de su pecho. Entonces, bajo las sábanas, la mano de Marna comenzó a acariciar su muslo. Sintió un súbito latido en la cabeza y respiró hondo.
Luego saltó rápidamente fuera del lecho. Soltando maldiciones, se puso los pantalones y el jubón sin mangas que Diarmuid le había regalado y, sin molestarse en abrocharse, salió de la habitación.
El rellano estaba a oscuras. Acercándose a la barandilla echó una ojeada a la ruinosa planta de «El Jabalí Negro». Las goteantes antorchas arrojaban sombras mortecinas sobre los desparramados cuerpos de los durmientes, entre el desorden de mesas y bancos apoyados en las paredes. Algunos hombres hablaban en voz baja en un rincón y, al otro lado de la pared, oyó la sofocada risa de una mujer; la risa cesó de pronto.
Luego oyó algo más. El rasgueo de las cuerdas de una guitarra.
Su guitarra.
Siguiendo ese sonido, volvió la cabeza y vio a Diarmuid con Kell y Carde sentados junto a la ventana. El príncipe, con la guitarra entre sus manos, estaba sentado en la ventana; los otros, en el suelo.
Mientras bajaba las escaleras para reunirse con ellos, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pudo ver a los otros miembros del grupo, acompañados por algunas mujeres.
—¡Hola, Kevin, amigo mío! —dijo Diarmuid con suavidad; sus ojos brillaban en la oscuridad como los de un animal—. ¿Querrás enseñarme cómo se toca este instrumento?
Ordené a Kell que fuera a buscarlo. Espero que no te importe. —Sus palabras fluían perezosamente, con la indolencia de una noche sin sueño. Tras él Kevin podía ver el cielo sembrado de estrellas.
—Vamos, muchacho —retumbó una voluminosa sombra—. Toca algo para nosotros.
—Kevin había confundido a Tegid con una mesa rota.
Sin decir palabra, avanzó sorteando los cuerpos esparcidos por el suelo. Cogió la guitarra que Diarmuid le tendía y ocupó su sitio en la ventana. Una ligera brisa, que entraba por la ventana abierta de par en par, agitó en su nuca los cabellos al tiempo que él afinaba la guitarra.
Era tarde, estaba oscuro y no se oía ningún ruido. Kevin estaba muy lejos del hogar y se sentía cansado y agotado por las dificultades. Paul se había marchado; incluso aquella noche había sido incapaz de distraerse y se había marchado en cuanto vio otra vez unas lágrimas. Incluso aquella noche, incluso en aquel lugar. Y debía de tener tantas razones para estar triste…
—Se llama «La canción de Rachel» —dijo con un nudo en la garganta, y comenzó a tocar la guitarra. Ninguno de ellos había oído nunca esa música, pero todos se sintieron conmovidos por ella. Al cabo de un rato comenzó a cantar, con su voz grave, unos versos que había decidido hacía tiempo no volver a cantar jamás.
Amor, ¿te acuerdas
de mi nombre? Yo me perdí
en un verano transformado en invierno
recrudecido por la helada.
Y cuando junio se convierte en diciembre
el corazón sale perdiendo.
El romper de las olas en una orilla interminable,
la lenta caída de la lluvia en la montaña gris,
y una lápida te cubre.
Enterrarás tu dolor
en las profundidades del mar,
pero las mareas no se aquietan,
no pueden…
Vendrá un mañana
en que llores por mí.
El romper de las olas en una orilla interminable,
la lenta caída de la lluvia en la montaña gris,
oh, amor, acuérdate, acuérdate de mí.
Y de nuevo sonó sola la música, la mejor que había compuesto en toda su vida, en especial el trozo que seguía y que siempre lo hacía llorar. La melodía le emocionaba profundamente; tan cargada de recuerdos: era la adaptación del segundo movimiento de la sonata en fa mayor para violoncelo, de Brahms.
Las notas fluían claras, precisas, aunque la luz de las velas era imprecisa, mientras Kevin tocaba la pieza de graduación de Rachel Kincaid y expresaba con la música una tristeza que a la vez era y no era suya.
La canción de Rachel se extendió por toda la habitación cubierta de sombras; alcanzó a los durmientes, que se agitaron a medida que la tristeza invadía sus sueños; y también a los que no dormían y que, al escucharla, se llenaron de emoción recordando sus propias nostalgias; y ascendió por las escaleras hasta donde dos mujeres lloraban apoyadas en la barandilla; también se oyó débilmente en los dormitorios donde yacían cuerpos entrelazados en el abrazo del amor; y por la ventana abierta inundó la calle en aquella hora tardía de la noche y llegó hasta el oscuro vacío que separa las estrellas.
Una figura se había detenido frente a la puerta de entrada a la taberna, de pie sobre los guijarros cubiertos de sombras. La calle estaba desierta y la noche era oscura: nadie podía verlo. En silencio estuvo escuchando y, cuando la canción se acercaba a su final, en silencio se marchó, pues ya había oído aquella música antes.
Y de este modo Paul Schafer, que había salido huyendo de las lágrimas de una mujer y que se había maldecido a sí mismo por su locura y había regresado, se dio la vuelta por última vez y ya no volvió.
En medio de una total oscuridad, recorrió las tortuosas callejas, traspasó una puerta donde fue reconocido a la luz de las antorchas y luego se internó en la tiniebla de los pasillos en los que sólo se oía el eco de sus pasos. Y por todo el camino iba llevando consigo la música, o la música lo llevaba a él; o, mejor dicho, los recuerdos que la música despertaba en él. Al fin y al cabo, no importaba demasiado quién llevaba a quién.
Recorrió un laberinto de salones que ya había recorrido en otra ocasión. Algunos estaban iluminados, otros en la oscuridad; en algunas habitaciones se oían ruidos, pero ni un alma recorría aquella noche Paras Derval.
Y por fin llegó a su destino, soportando el peso de la música y de la nostalgia, y se detuvo por segunda vez ante una puerta por la que todavía se filtraba la luz.
Llamó a la puerta y le abrió aquel hombre de barba castaña llamado Gorlaes; por un momento recordó que no podía confiar en él, pero aquel sentimiento le parecía muy lejano y ahora no importaba: en realidad nada importaba.
Entonces sus ojos se encontraron con los de Ailell, y Paul comprendió que, de algún modo, el rey sabía a qué había venido y comprendió también que carecía de la fuerza suficiente para rehusar lo que él venía a pedir; por eso se lo pidió.
—Iré en tu lugar al Árbol del Verano esta noche. ¿Dejarás que vaya y haga lo que hay que hacer? —Sus palabras parecían haber sido escritas tiempo atrás. Sonaban como música.
Ailell estaba llorando cuando habló, pero dijo lo que tenía que decir. Puesto que una cosa era morir y otra morir inútilmente, escuchó sus palabras y permitió que Gorlaes y otros dos hombres compartieran su música al llevarlo fuera del palacio por una salida secreta.
Sobre sus cabezas lucían las estrellas y a lo lejos se extendía el bosque. La música seguía sonando en su cabeza y parecía que nunca iba a cesar. Al parecer, no iba a despedirse de Kevin, lo cual era una pena; pero en aquel sitio en el que ahora se encontraba, todo eso no era más que una pequeña pérdida.
El bosque ya no parecía estar tan lejos y, en algún lugar, mientras avanzaban, había salido la luna menguante, pues los árboles más cercanos relucían con el color de la plata.
Todavía oía la música en su interior y también las palabras de Ailell:
«Ahora te entrego a Mörnir. Durante tres noches y para siempre»
, había dicho llorando el rey.
Entonces, con la música y con aquellas palabras resonando en su cabeza, se le apareció, tal como él había supuesto que lo haría, el rostro de la persona por la que él no podía llorar. Con sus negros ojos. Ojos como no había otros en todo el mundo.
Así llegó hasta el Bosque Sagrado, rodeado por la oscuridad. Todos los árboles susurraban con el viento del bosque, el aliento del dios. Y el terror se reflejaba en los rostros de los otros tres hombres mientras aquel sonido se levantaba y se agitaba a su alrededor como un mar.
Caminó con ellos entre los susurrantes y bamboleantes árboles, y de pronto se dio cuenta de que el camino que seguían había dejado de serpentear. A ambos lados del camino los árboles trazaban una doble hilera que los guiaba; entonces él se adelantó a Gorlaes, con la música dentro de él, y llegó al lugar donde se alzaba el Árbol del Verano.
Era enorme, oscuro, casi negro, con el tronco nudoso y retorcido y tan grande como una casa. Se erguía solo en el claro, en el lugar del sacrificio; se aferraba a la tierra con unas raíces tan viejas como el mundo, como si desafiara a las estrellas, y se traslucía en aquel lugar un poder que no puede expresarse con palabras. De pie ante él, Paul sintió que el árbol reclamaba su sangre, su vida; sabiendo que no podría sobrevivir tres noches en aquel árbol, avanzó unos pasos, los últimos, y la música cesó.
Entonces lo despojaron de sus vestiduras y lo ataron desnudo al Árbol del Verano, al resplandor de la luna menguante. Cuando se hubieron marchado, reinó el silencio, sólo interrumpido por el susurro de las hojas. Solo junto al Árbol sintió en su propia carne la inmensidad de aquel poder y, si hubiera habido allí algo que le infundiera miedo, se habría sentido aterrorizado.
Y así transcurrió la primera noche de Pwyll el Extranjero en el Árbol del Verano.
En otro bosque, al este de Paras Derval, los lios alfar seguían cantando, mientras Jennifer se sentía vencida por el sueño. Bajo la luz de las estrellas y de la Luna que aparecía, las voces entretejían a su alrededor una melodía sentimental tan antigua y emocionante que era casi un lujo.
Jennifer se incorporó y se dio la vuelta en el jergón que hablan preparado para ella.
—¿Brendel?
Este se acercó y se arrodilló a su lado. Sus ojos eran ahora azules. La última vez que lo había mirado los tenía tan verdes como los suyos, y aquella misma tarde, en la ladera de la colina, eran del color del oro.
—¿Eres inmortal? —le preguntó medio dormida.
El sonrió.
—No, señora. Sólo los dioses lo son, y hay algunos que dicen que incluso ellos morirán al final de los días. Nosotros vivimos mucho tiempo y los años no nos matan, pero también morimos, señora, por obra de la espada o del fuego o de una pena en el corazón.