También el cansancio nos lleva a navegar hacia nuestra canción, pero eso es otra cosa.
—¿Navegar?
—Hacia el oeste se encuentra un lugar que no está registrado en ningún mapa. Un mundo construido por el Tejedor, sólo para los lios alfar, y allí vamos nosotros cuando dejamos Fionavar, a menos que Fionavar nos haya matado primero.
—¿Cuántos años tienes, Brendel?
—Nací cuatrocientos años después del Bael Rangat. Hace poco más de seiscientos años.
Ella lo escuchó en silencio. En realidad, no había nada que decir. Frente a ella dormían Laesha y Drance. La canción era hermosísima. Se dejó simplemente embargar por aquella música y se durmió.
El la miró largo rato, con sus ojos todavía azules y tranquilos que sabían apreciar la belleza en cualquiera de sus manifestaciones. En aquella mujer había algo más: se parecía a alguien. Lo sabía, mejor dicho lo presentía, pero, aunque sabía que estaba en lo cierto, no tenía modo de saber a quién ni podía comentarlo con nadie.
Por fin se levantó y se unió a los demás para entonar la última canción, que era, como siempre, el lamento de Ra-Termaine por su pérdida. Cantaban en honor de aquellos que habían muerto junto a Pendaran y por todos aquellos que jamás habían podido oír esa canción. Mientras los líos alfar cantaban, las estrellas sobre los árboles parecían brillar más y más, a pesar de que ya era noche cerrada. Cuando hubieron acabado la canción, apagaron el fuego y se durmieron.
Eran viejos, sabios y hermosos; su espíritu brillaba en sus ojos con llamas multicolores y su arte era un homenaje al Tejedor, de quien eran las más espléndidas criaturas. El goce por la vida estaba entretejido en su más profunda naturaleza, y recibían su nombre, en la antiquísima lengua, por la Luz que prevalece sobre la Oscuridad.
Pero no eran inmortales.
Los dos centinelas murieron por flechas envenenadas, y otros cuatro fueron degollados por la terrible acometida de los lobos antes de que pudieran despertarse del todo. Uno de ellos gritó y mató con su cuchillo al lobo mientras él mismo moría.
Todos combatieron con bravura, incluso brillantemente, con sus relucientes espadas y flechas, pues su gracia podía convertirse en algo terrible cuando lo necesitaban.
Brendel, Drance y otros dos formaron un muro en torno a las dos mujeres y se mantuvieron firmes pese al ataque de los lobos gigantescos; sus espadas se levantaban una y otra vez en medio de un silencio desesperado. Pero estaba muy oscuro y los lobos eran negros y los svarts se movían de un lado a otro del claro del bosque como fantasmas.
De otro modo, el espléndido coraje de los líos alfar, con Drance de Brennin combatiendo en medio de ellos como un poseso, habría triunfado si no hubiera sido por algo más: la fría y férrea voluntad de quien dirigía aquel ataque. Había un extraño poder en el claro del bosque aquella noche que nadie podría haber predicho, y la suerte estaba escrita en el viento que se levantó poco antes del alba.
Para Jennifer aquello fue una terrorífica alucinación en medio de la osucridad. Oía los gruñidos y los gritos, veía imágenes borrosas, distorsionados resplandores de las espadas ensangrentadas, la sombra de un lobo, el silbido de una flecha. La violencia había explotado en torno a ella, que había empleado toda su vida en combatirla.
En medio de la noche, demasiado aterrorizada como para gritar, Jennifer vio por fin que Drance caía; un lobo yacía muerto a su lado, y otro, con el hocico húmedo, saltó desde el cadáver hacia donde estaba Laesha. Antes de que pudiera reaccionar y al tiempo que oía gritar a Laesha, se sintió agarrada por los horripilantes svarts que entraron en tropel en el claro y que la arrastraron lejos, por encima del cuerpo sin vida del hombre de Diarmuid.
Al mirar con desesperación hacia atrás, vio que Brendel luchaba con tres enemigos a la vez y, a la débil luz de la Luna, distinguió su cara cubierta de sangre; luego se encontró entre los árboles, rodeada por lobos y svarts alfar, y entonces ya no pudo ver nada más ni tampoco esperar nada más.
Anduvieron por el bosque durante un tiempo que le pareció interminable, dirigiéndose hacia el nordeste, lejos de Paras Derval y de todos aquellos que ella conocía en este mundo. Dos veces tropezó y cayó en la oscuridad, y siempre fue obligada a ponerse de nuevo en pie y a seguir, entre sollozos, la terrible caminata.
Estaban todavía en el bosque cuando el cielo comenzó a adquirir una tonalidad gris y, con la luz que poco a poco iba aumentando, se dio cuenta de que, pese a que sus captores se iban relevando, una figura permanecía siempre a su lado: y en medio de los horrores de aquella terrible noche, aquello fue lo peor.
Del color del carbón, con una mancha de tonalidad gris plata sobre su frente, era con mucho el lobo más enorme. Pero no era sólo temible por su tamaño y por la sangre coagulada que cubría su oscuro hocico: un poder malévolo se cernía sobre él como un halo. Sus ojos estaban fijos en el rostro de ella, y eran de color rojo; mientras pudo sostener su mirada, leyó en ellos un grado de inteligencia totalmente anormal en una criatura como aquélla y era lo más extraño de todo lo que había podido ver en Fionavar.
En su mirada no había odio: sólo una fría y despiadada voluntad. Ella hubiera podido entender el odio, pero aquello era mucho peor.
Era ya de día cuando llegaron a su destino. Jennifer vio una pequeña cabana de leñador en un claro, junto al límite del bosque. Poco después comprobó que era todo lo que quedaba del leñador.
La empujaron con violencia adentro. Se cayó al suelo por el empujón y se arrastró sobre las rodillas hasta un rincón, sintiéndose terriblemente mal. Después, sin poder controlar sus temblores, logró llegar hasta un jergón que estaba al fondo de la habitación y se dejó caer sin fuerzas sobre él.
Incluso al borde de la desesperación el hombre salva lo que puede, lo que en verdad le importa. Por eso Jennifer Lowell, cuyo padre le había enseñado a enfrentarse al mundo con orgullo, se levantó de pronto, se arregló como pudo y se dispuso a esperar. La luz del día entraba desde fuera, pero no era la única: también el coraje dispone de luz propia.
El Sol ya estaba alto cuando oyó unas voces. Una era grave, con un cierto tono burlón que ella pudo captar incluso a través de la puerta. Después se oyó hablar al otro hombre y Jennifer se estremeció con incredulidad, porque ya había oído antes esa voz.
—No ha sido difícil —dijo el primer hombre, y se rió—. Es muy fácil azuzarlos contra los lios alfar.
—Espero que no os hayan seguido. Yo no debo ser descubierto, Galadan.
—No lo serás. Casi todos ellos murieron y además dejé diez lobos para que acabaran con los sobrevivientes. No podrán seguirnos de ninguna manera. Ya han muerto demasiados: no volverán a correr riesgos por un ser humano. Ella es nuestra, y ha sido más fácil de lo que esperábamos. Es raro de todos modos que recibamos ayuda de Daniloth. —Y se echó a reír de nuevo, malignamente divertido.
—¿Dónde está?
—Ahí dentro.
La puerta se abrió con un golpe, dejando entrar un deslumbrante rayo de sol. Cegada por un momento, Jennifer se movió hacia la luz.
—Un regalo, ¿no te parece? —murmuró Galadan.
—Quizás —contestó el otro—. Depende de lo que nos diga acerca de por qué han venido a este mundo.
Jennifer miró hacia donde venía la voz aguzando los ojos y se encontró cara a cara con Metran, el primer mago del soberano rey de Brennin.
Ya no era aquel anciano renqueante que ella había visto la primera noche y al que había observado acobardado frente a Jaelle en el Gran Salón. Ahora se erguía ante ella fuerte y poderoso, con los ojos brillantes de malicia.
—¡Traidor! —estalló Jennifer.
Él hizo un gesto y ella gritó cuando le retorcieron los pezones. Pero nadie la había tocado; lo había hecho sin moverse.
—Ten mucho cuidado, querida señora —dijo Metran, todo cortesía, mientras ella se retorcía de dolor—. Debes tener mucho cuidado con lo que me dices. Yo tengo poder para hacer lo que quiera contigo. —Hizo un gesto hacia su fuente, Denbarra, que estaba junto a él.
—No del todo —objetó otra voz—. Déjala en paz.
El tono fue sereno, pero el dolor cesó al instante. Jennifer se dio la vuelta enjugándose las lágrimas.
Galadan no era alto, pero había en él una fuerza inquietante y una insinuación velada de un poder enorme.
Unos ojos fríos la examinaron con fijeza; su rostro, fino y atravesado por una cicatriz, estaba coronado por cabellos color de plata. «Como los de Brendel», pensó Jennifer, experimentando ahora otra clase de dolor.
Le hizo una reverencia cortés y graciosa, con encubierta burla. Pero su actitud cambió bruscamente al dirigirse a Metran.
—Hay que llevarla al norte para que sea interrogada —dijo—. Y debe llegar ilesa.
—¿Estás acaso diciéndome lo que debo hacer? —repuso Metran con aire irritado, y Jennifer vio que Denbarra se ponía rígido.
—Desde luego, si no sabes comportarte. —Había un dejo de mofa en su voz—.
¿Acaso pretendes medir tus fuerzas conmigo, pequeño mago?
—Podría matarte, Galadan —siseó Metran.
El tal Galadan sonrió otra vez, pero sus ojos eran duros.
—Inténtalo, pues. Pero te advierto que fallarás. Estoy fuera del alcance de esa magia que aprendiste, pequeño mago. Tienes poderes, lo sé muy bien, y te han sido aumentados, y quizá lo sean todavía más, pero yo estoy fuera de tu alcance, Metran.
Siempre lo estaré. Y si intentas algo, te sacaré el corazón y se lo arrojaré a mis amigos.
En el silencio que siguió, Jennifer percibió el círculo de lobos que los rodeaban.
También había svarts alfar, pero el gigantesco lobo de los ojos rojos había desaparecido.
Metran respiraba entrecortadamente.
—Tú no estás por encima de mí, Galadan. Me lo prometieron.
Ante esas palabras, Galadan echó hacia atrás su fiera cabeza cubierta de cicatrices y rompió a reír con estridentes carcajadas que llenaron todo el claro del bosque.
—¿Te lo prometieron? Bueno, entonces debo pedirte disculpas. —Su risa cesó—. Hay que llevarla al norte. Y, si no fuera así, me la guardaría para mí. Pero ¡mira!
Jennifer abrió los ojos hacia el cielo, hacia donde señalaba el dedo de Galadan, y vio una criatura tan bella que su corazón se llenó de esperanza.
Un cisne negro, magnífico bajo la luz del sol, se precipitaba desde las alturas del cielo, con sus alas majestuosamente desplegadas, las plumas color de azabache y el largo cuello extendido con elegancia.
Pero, cuando se posó en tierra, Jennifer comprendió que su calvario sólo acababa de empezar, pues el cisne tenía afilados dientes y también garras, y además, pese a su radiante belleza, despedía un repugnante hedor de putrefacción.
Luego el cisne habló y su voz sonó como cuando la oscuridad se desliza dentro de un pozo.
—Aquí estoy —dijo—. Dádmela.
Lejos, muy lejos de allí, Loren Manto de Plata cabalgaba de vuelta a casa, maldiciendo su insensatez en todas las lenguas que conocía.
—Es tuya, Avaia —respondió Galadan sin la más mínima sonrisa—. ¿No es así, Metran?
—Desde luego —dijo el mago, que se había decidido por el bando del cisne—. Estoy ansioso por saber lo que ella tiene que decir. Es de vital importancia para mí, dado mi puesto de observador.
—No tardarás mucho en saberlo —aseguró el cisne negro agitando su plumaje—.
Tengo noticias para ti: la Caldera es nuestra. Ahora debes ir al sitio en espiral porque ha llegado nuestra hora.
En el rostro de Metran se dibujó una sonrisa de triunfo tan cruel que Jennifer no pudo soportarla y tuvo que desviar su mirada.
—Por fin ha llegado el día de mi venganza —exclamó el mago—. Oh, Garmisch, mi perdido rey: haré trizas al usurpador en su propio trono y con los huesos de la Casa de Ailell fabricaré copas para beber.
El cisne dejó ver sus antinaturales dientes.
—Me gustaría ver cómo lo haces —siseó.
—No lo dudo —dijo Galadan con ironía—. ¿Tienes algún recado para mí?
—Al norte —replicó el cisne—. Debes ir al norte con tus amigos. Y date prisa, queda poco tiempo.
—Muy bien —contestó Galadan—. Tengo sólo una cosa que hacer aquí. Luego me pondré en marcha.
—Date prisa —repitió el cisne—. Y ahora, vamonos.
—¡No! —gritó Jennifer, mientras la agarraban las frías manos de un svart.
Sus gritos llenaron el claro del bosque y cayeron en la nada. Cuando la ataron al lomo del gigantesco cisne, el denso y putrefacto hedor la ahogó. No podía respirar; al abrir la boca la sofocaban las plumas negras y, cuando dejaron la tierra y ascendieron por el cielo abrasador, Jennifer se desmayó por primera vez en su vida. Por eso no pudo ver el asombroso y espléndido arco que ella y el cisne trazaron en el cielo.
En el claro del bosque las figuras contemplaron cómo Avaia se llevaba a la muchacha hasta que desaparecieron en el blanco resplandor del cielo.
Metran se volvió hacia los demás, con una exultante alegría reflejada en sus ojos.
—¿Habéis oído? ¡La Caldera es mía!
—Eso parece —asintió Galadan—. ¿Te vas, pues, a través del agua?
—Ahora mismo. No pasará mucho tiempo sin que veas de lo que soy capaz.
Galadan hizo un gesto con la cabeza; de pronto lo asaltó un súbito pensamiento.
—Me pregunto si Denbarra comprende lo que todo esto significa. —Se volvió hacia la fuente—. Dime, amigo mío, ¿sabes lo que es esa Caldera?
Denbarra se agitó bajo el peso de aquella mirada.
—Entiendo lo que es necesario que sepa —dijo con voz enérgica—. Entiendo que con esa ayuda la Casa de Garantae volverá a reinar en Brennin.
Galadan lo miró un rato más y luego desvió su mirada despreciativamente.
—Merece su destino —le dijo a Metran—. Una fuente tan poco inteligente debe de ser muy conveniente para ti, ¿verdad? Yo, en cambio, me aburriría muchísimo.
Denbarra enrojeció, pero Metran permaneció impasible ante la pulla.
—Mi hermana-hijo es leal. Eso es una virtud —replicó, sin captar la ironía—. ¿Y qué vas a hacer tú ahora? Dijiste algo sobre un trabajo que tenías que hacer. ¿Puedo saber de qué se trata?
—Podrías, pero es evidente que no vas a saberlo. Agradéceselo a que soy muy prudente. Sólo te diré que debe consumarse una muerte.
La boca de Metran se crispó ante el insulto, pero no respondió.