Colocó una mano sobre su cabeza e hizo un brusco gesto y, tras un breve oscurecimiento del espacio que lo rodeaba, apareció, donde él había estado, un lobo tan grande que empequeñeció la silueta gris del perro. Y el lobo tenía una mancha del color de la plata entre sus orejas.
Enseguida los dos animales se encararon uno con otro, y Paul se dio cuenta de que en el Bosque Sagrado reinaba una calma mortal. Entonces Galadan aulló de una forma que helaba el corazón y se lanzó al ataque.
Allí tuvo lugar una batalla anunciada desde los tiempos más oscuros por las diosas gemelas de la guerra, que en todos los mundos son llamadas Macha y Nemain. Iba a producirse un presagio de la guerra más grande de todas; el enfrentamiento en medio de la oscuridad entre el lobo, que era un hombre cuyo espíritu estaba colmado por la aniquilación, y el perro gris, que había sido llamado con muchos nombres pero que fue siempre el Compañero.
Las dos diosas conocían de antemano que se produciría la batalla, pues la guerra era su dominio; pero no sabían cómo se resolvería. Por eso era un augurio, un presagio, una antelación de lo que ocurriría.
Y así sucedió que el lobo y el perro se enfrentaron por fin en Fionavar, el primero de todos los mundos; ante el Árbol del Verano se desgarraron y despedazaron uno a otro con una furia tan grande que pronto la obscura sangre empapó el claro bajo las estrellas.
Una y otra vez se lanzaron uno contra otro, el lobo negro y el perro gris. Paul, esforzándose por ver hasta hacerse daño, sentía que su corazón estaba con el perro.
Recordaba la nostalgia que había visto en sus ojos y ahora, a pesar de las sombras, mientras los animales rodaban uno sobre otro, mordiéndose y arañándose, atacando y retrocediendo con desesperado frenesí, advertía que el lobo era demasiado grande.
Ahora los dos eran negros, pues la piel gris del perro estaba ensombrecida por su propia sangre. Todavía seguía luchando, esquivando y atacando, haciendo acopio de valor, encarnando con orgullo una valentía que hería a la vista; era noble y parecía irremisiblemente condenado a muerte.
El lobo también sangraba, con su carne desgarrada, pero era mucho mayor; y, sobre todo, Galadan tenía en su interior un poder que superaba en mucho la fuerza de los dientes y las garras.
Paul advirtió que las cuerdas que ataban sus manos estaban llenas de sangre. Sin darse cuenta había estado debatiéndose para liberarse, para acudir en ayuda del perro que estaba muriendo por defenderlo. Sin embargo, las cuerdas no cedieron; y así se cumplió la profecía, pues debían combatir solos el lobo y el perro, tal como sucedió.
La lucha continuó durante toda la noche. Rendido y destrozado por las heridas, el perro seguía resistiendo; pero sus acometidas eran rechazadas cada vez con mayor facilidad, sus fuerzas estaban casi exhaustas y apenas lograba evitar el golpe final: la dentellada en la yugular. Paul comprendió que sólo era cuestión de tiempo, y, con dolor, se esforzó por soportar lo que era evidente. Pero dolía tanto, tanto…
—¡Lucha! —gritó de pronto, y su garganta se desgarró con el esfuerzo—. ¡Vamos! Yo también podré soportarlo si tú puedes; lo soportaré hasta mañana por la noche. En el nombre del dios, te lo juro. Concédeme llegar vivo a mañana y yo te traeré la lluvia.
Por un momento los dos animales se detuvieron ante la fuerza de sus palabras.
Entonces, agotado y sin fuerzas, Paul vio con un sentimiento de agonía que era el lobo quien se volvía para mirarlo, con una terrible sonrisa distorsionando su cara. Luego se dio la vuelta y se preparó para el último ataque, con una furiosa fuerza de aniquilación. Era Galadan el que había respondido. Fue una embestida de un poder incontrolable, que no podía ser rechazado ni resistido.
Y sin embargo lo fue.
El perro también había oído el grito de Paul; sin fuerzas siquiera para levantar la cabeza, encontró sin embargo en aquellas palabras, en aquella desesperada promesa articulada con dificultad, lo más genuino de su propio poder; y, mirando hacia atrás, hacia la más remota historia de batallas y derrotas, el perro gris se enfrentó con el lobo por última vez, con un espíritu de suprema abnegación y la tierra retumbó bajo su peso cuando se trabaron en lucha.
Una y otra vez rodaron por el suelo ensangrentado, en un amasijo retorcido e informe que encarnaba el conflicto sin fin de la Luz y la Oscuridad en todos los mundos.
Y entonces el mundo giró lo suficiente como para que la Luna apareciera por encima de los árboles.
Sólo era una Luna delgada, la fina astilla que precedía a la oscuridad de la noche siguiente. Pero por lo menos se cernía en lo alto: era todavía una luz gloriosa. Y Paul, mirando hacia el cielo, entendió en lo más profundo de su alma que si el Árbol pertenecía a Mörnir, la Luna pertenecía a la Madre; y, cuando la media luna brilló sobre el Árbol del Verano, se hizo realidad en el bosque la bandera de Brennin.
En silencio, lleno de respeto y de la más profunda humildad, contempló por fin cómo un animal oscuro y cubierto de sangre se separaba del otro. El animal saltó, con el rabo entre las piernas, y alcanzó el límite del claro; cuando se volvió para mirar hacia atrás, Paul vio una mancha del color de la plata entre sus orejas. Con un gruñido de rabia, Galadan se internó en el bosque.
El perro apenas podía sostenerse en pie. Respiraba haciendo tal esfuerzo con sus ijadas que a Paul le dolía verlo. Estaba terriblemente herido, casi agonizante, y la sangre coagulada cubría de tal modo su cuerpo que apenas podía verse un pedazo libre de su piel.
Pero estaba vivo y avanzaba hacia él con paso vacilante, levantando su cabeza herida hacia el abrigo y el socorro de la Luna que había estado esperando. En aquel momento, Paul Schafer sintió que su alma rota y reseca se abría de nuevo al amor, mientras miraba al perro.
Por segunda vez sus ojos se encontraron y en esta ocasión Paul no desvió su mirada.
En la tristeza que vio en sus ojos captó todo el dolor que él y todos los que lo habían precedido habían soportado, y con el poder que por primera vez le confería el Árbol hizo suyo aquel dolor.
—¡Valiente! —le dijo al comprobar que podía hablar—. No es posible que haya existido nunca nadie más valiente. Ahora vete, porque ha llegado mi hora y debo cumplir mi palabra. Aguantaré hasta mañana por la noche, y lo haré por ti más que por ninguna otra cosa.
El perro lo miró; sus ojos estaban entrecerrados por el dolor, pero aún había en ellos inteligencia, y Paul se dio cuenta de que le había entendido.
—Adiós —murmuró, y en sus palabras había una especie de caricia.
En respuesta el perro gris echó hacia atrás su orgullosa cabeza y aulló: fue un grito de triunfo y de adiós, tan sonoro y claro que inundó todo el Bosque Sagrado y retumbó más allá de los límites de los mundos; cruzó como un rayo fuera del tiempo y del espacio, de modo que las diosas oyeron y comprendieron.
En las tabernas de Paras Derval el rumor de la guerra se extendió como se extiende el fuego por la hierba seca. Se habían visto svarts y lobos, y los lios alfar que habían acudido a la ciudad habían sido asesinados en el reino. Diarmuid, el príncipe, había jurado venganza. Por todo lo ancho y lo largo de la ciudad, se sacaron puñales, espadas y lanzas de los lugares donde habían estado oxidándose durante años. La avenida de los Yunques resonaba aquella mañana, desde muy temprano, con el sonido de los febriles preparativos.
Sin embargo, para Karsh, el curtidor, había otras noticias que ensombrecían aquellos rumores; por eso se empeñaba en emborracharse alegremente hasta perder el sentido y en invitar a todos los que quisieran aceptar, con una largueza bastante inusual en él.
Todos estaban de acuerdo en que tenía sobrados motivos. No todos los días podía verse que la hija de un hombre corriente fuera iniciada como novicia en el Templo de la Madre. Sobre todo si era Jaelle, la suma sacerdotisa en persona, quien la reclamaba.
Todos coincidían en que era un gran honor, mientras Karsh brindaba una y otra vez en medio del frenesí de los rumores de guerra. Todavía había más, decía el curtidor brindando otra vez: para un hombre con cuatro hijas aquello era una bendición de los dioses. Mejor dicho, de la diosa, se corregía a sí mismo, y volvía a invitarlos a otra ronda con el dinero hasta entonces destinado a la dote de su hija.
En el santuario, la nueva novicia se rendía al sueño completamente exhausta. En sus catorce años de vida jamás antes había conocido un día como el que acababa de vivir.
Lágrimas, orgullo, un temor inesperado y por fin risas se habían entremezclado en aquella jornada.
Apenas había comprendido la ceremonia, pues le habían dado un bebedizo que parecía hacer girar con suavidad la cripta abovedada, pero de una forma muy agradable.
Recordaba el hacha, los cantos de las sacerdotisas vestidas de gris entre cuyo número se contaría muy pronto y la voz fría y poderosa de la suma sacerdotisa vestida de blanco.
No se acordaba de cuándo se había cortado, pero la herida en su muñeca latía bajo el vendaje. Era necesario, le habían explicado: sangre para atar.
Leila no se había molestado en decirles que ella siempre lo había sabido.
Pasada la medianoche, Jaelle se despertó en medio del silencio del Templo. Como suma sacerdotisa de Brennin y una de las mormaes de Gwen Ystrat, no pudo dejar de oír, aunque nadie más en Paras Derval lo oyera, el sobrenatural aullido de un perro, mientras la Luna brillaba sobre el Árbol del Verano.
Pudo oírlo, pero no lo entendió, y dando vueltas en su lecho se irritó, furiosa ante su propia incapacidad. Algo estaba sucediendo. Las fuerzas sobrenaturales estaban por todas partes. Podía sentir cómo el poder se acumulaba como una tempestad.
Necesitaba una vidente. Por todos los nombres de la Madre, necesitaba una. Pero sólo existía aquella bruja, que además se había vendido a sí misma. En la oscuridad de su habitación, la suma sacerdotisa apretó los puños con una inconmensurable y profunda amargura. Ella lo había necesitado, pero le había sido negado. Estaba ciega.
«Perdido y para siempre», juró de nuevo, y permaneció despierta el resto de la noche, sintiendo cómo aquello se iba acumulando y acumulando.
Cuando el aullido rompió su visión de Paul y Ailell, Kimberly pensó que estaba soñando el mismo sueño que había tenido dos noches antes. Oyó al perro, pero esta vez no se despertó. Si lo hubiera hecho, habría visto que el Baelrath brillaba amenazadoramente en su mano.
En el granero, rodeado por el familiar olor de los animales, el sirviente Tyrth sí se despertó. Permaneció un momento inmóvil, sin poder creerlo; cuando se desvanecieron los ecos de aquel tremendo aullido, su rostro adquirió una extraña expresión compuesta de muchos sentimientos, pero sobre todo de anhelo. Se levantó de un salto, se vistió deprisa y se precipitó fuera del granero.
Cruzó cojeando el patio y abrió la puerta, cerrándola tras él. Sólo cuando se encontró en el lindero de los árboles y no podía ser visto desde la casa, su cojera desapareció.
Entonces corrió a toda velocidad en dirección al trueno.
La única persona que oyó al perro y sabía lo que en verdad significaba aquel grito de dolor y de orgullo era Ysanne, quien también despertó en su lecho.
Oyó cómo Tyrth cruzaba el patio y se dirigía cojeando hacia el oeste, y también supo lo que esto significaba. Sobrevenían demasiadas desgracias inesperadas, pensó, demasiadas cosas que había que lamentar.
Y no era menos penoso lo que ella debía hacer ahora. En efecto, la tempestad estaba encima de ella: aquel grito en el bosque había sido la señal. Había llegado, pues, la hora, y la noche vería cómo ella hacía lo que había visto hacer hacía ya mucho tiempo.
No se afligía por sí misma; había sentido un verdadero temor cuando lo supo, y también cuando había visto a la muchacha en el Gran Salón, pero ya había pasado. Era triste, pero en modo alguno terrorífico; y además hacía tiempo que sabía que tenía que ocurrir.
Sin embargo, sería duro para la joven. Habría sido duro de cualquier manera, pero después de lo que había ocurrido aquella noche entre el perro y el lobo… Sería duro para todos ellos. Y ella no podía ayudarlos; sólo le restaba por hacer una sola cosa.
Un extraño estaba muriendo en el Árbol. Sacudió su cabeza; aquello era lo más triste de todo, y ella no había sido capaz de leerlo, aunque ya no tenía importancia. Ahora sólo importaba aquel trueno aislado, un trueno en un cielo claro y estrellado. Mörnir llegaría al día siguiente, si el extranjero resistía, y nadie, ninguno de ellos podía decir lo que aquello significaba. El dios estaba por encima de todos.
Pero la muchacha… la muchacha era algo más; Ysanne podía verlo, lo había visto muchas veces. Se levantó en silencio y se acercó a Kim. Vio la piedra de vellin en su muñeca y el Baelrath brillando en su dedo, y pensó en Macha y Nemain la Roja y en su profecía.
También pensó en Raederth, por primera vez en aquella noche. Era un dolor muy antiguo. Habían pasado cincuenta años, pero todavía lo sentía. Lo había perdido hacía cincuenta años en la lejana orilla de la Noche, y ahora… Pero el perro había aullado en el bosque. Había llegado la hora, y ella había sabido desde hacía tiempo lo que iba a suceder. No tenía miedo; sólo nostalgia, una nostalgia que siempre había sentido.
Kimberly se agitó en su almohada. Era tan joven, pensó la vidente. Era muy triste, pero en verdad no conocía otro camino; por eso había mentido el día anterior: no dependía sólo del tiempo el que la muchacha pudiera conocer los dibujos entretejidos en el Tapiz de Fionavar. No, no dependía del tiempo. ¡Oh!, ¿cómo podría conseguirlo?
La muchacha lo necesitaba. Era una vidente, y más aún. La travesía lo demostraba, así como el dolor que había sentido con la tierra y el testimonio que había sabido leer en los ojos de Eilathen. Ella lo necesitaba, pero todavía no estaba preparada; y la anciana conocía un camino, el único, para conseguir lo último que precisaba.
El gato estaba despierto, mirándola con ojos sabios desde el alféizar de la ventana. No había luz; mañana no habría Luna. Se había cumplido el tiempo, había llegado la hora.
Apoyó con firmeza su mano sobre la frente de Kimberly, donde solía dibujarse la arruga vertical cuando estaba agotada. Los dedos de Ysanne, todavía hermosos, trazaron una señal ligera e irrevocable sobre la lisa frente. Kimberly siguió durmiendo. Una dulce sonrisa iluminó la cara de la vidente mientras se apartaba.