Mientras todo esto sucedía, habían logrado más de lo que suponían. Habían sido observados y Pendaran comprendía muy bien los estrechos lazos de la sangre. No se apaciguó su enfado ni su odio, porque la que nunca debería haber muerto estaba perdida para siempre; pero aunque aquellos tres hombres habrían debido estar ya muertos, se les podía evitar la locura hasta el último momento. Así había sido decidido mientras ellos caminaban, ignorantes del significado de aquel rumor que se levantaba a su alrededor, ignorantes de lo que se escondía en la espesura del Bosque como en una red hecha de sonidos.
Para Torc nada había resultado nunca tan difícil ni lo había conmovido tanto como aquellos últimos acontecimientos. Además del horror de la matanza junto al río Adein y del profundo pavor por estar en Pendaran, sobre él recaía otra responsabilidad: era un hombre acostumbrado a caminar por la noche y estaba habituado a los bosques, que eran casi su habitat, de modo que no le quedaba más remedio que conducir a sus compañeros hacia el sur.
Y no se sentía capaz.
Inexplicablemente, aparecían raíces que los hacían caer, ramas rotas que les impedían el paso, senderos que de pronto terminaban sin llevar a ningún sitio. El mismo casi se había caído una vez.
«Al sur, es todo cuanto tengo que hacer», musitaba para sí mismo, olvidándose hasta del dolor de su pierna. Pero no avanzaban; los senderos que parecían al principio llevar hacia el sur, de pronto se desviaban sin razón aparente hacia el oeste. «¿Es que acaso los árboles se mueven?», se preguntaba a sí mismo, y desechaba la idea por sus temibles implicaciones. «¿Acaso me he convertido en un estúpido?»
Cualquiera que fuera la causa, sobrenatural o psicológica, al cabo de un rato no le cupo ya duda alguna de que, por mucho que intentara —incluso atajando a través de la espesura— mantenerse junto a la margen oriental del Bosque, iban siendo desviados poco a poco, despacio pero implacablemente hacia el oeste, hacia el mismo corazón de la espesura.
Por supuesto no era culpa suya. Nada de lo que sucedía lo era. Pendaran había tenido mil años para dibujar senderos y atajos que lo defendieran de intrusos como ellos.
—Todo va bien —susurraban los árboles a los espíritus del Bosque.
—Todo va muy bien —respondían las deienas.
Y Torc oía el rumor de las hojas. De las hojas y del viento.
Para Dave aquella caminata nocturna era muy diferente. No era de Fionavar, no conocía leyendas del Bosque que pudieran aterrorizarlo, excepto la historia que le había contado Levon el día anterior, y era una historia más triste que terrorífica. Con Torc delante y Levon detrás, se sentía muy seguro de que iban por donde debían. Por fortuna no se daba cuenta de las desesperadas maniobras de Torc y al cabo de un rato se acostumbró de tal modo a los murmullos que se levantaban a su alrededor que casi le resultaban sedantes.
Tan tranquilo iba que no advirtió hasta al cabo de diez minutos que iba caminando solo.
—¡Torc! —gritó, invadido por un súbito terror—. ¡Levon! —Pero nadie le respondió.
Estaba completamente solo en el Bosque de Pendaran, en medio de la noche.
Si hubiera sido otra noche, con seguridad habrían muerto.
No habrían tenido una muerte cruel, porque el Bosque quería honrar la hermandad de sangre que habían celebrado, pero sus muertes eran seguras desde el mismo momento en que habían sobrepasado a caballo el lago de Llewen y se habían internado en el Bosque. Sólo un hombre había entrado en Rendaran y había salido de allí con vida, desde que Maugrim, a quien los poderes llamaban Sathain, había sido encadenado.
Todos los demás habían tenido una muerte cruel y habían muerto entre alaridos. El Bosque no podía sentir piedad.
Si hubiera sido otra noche… Pero en el sur, en otro bosque, Paul Schafer estaba pasando su tercera noche junto al Árbol del Verano.
Aunque los tres intrusos habían sido separados unos de otros, la atención de Pendaran estaba concentrada lejos de ellos, en algo inaguantable y humillante aun para los antiguos e innominados poderes del Bosque.
Una luna roja se levantó en el cielo.
Fue como si hubiera comenzado a arder el Bosque. Todos los poderes y espíritus de la terrible magia, de los árboles, flores y animales, incluso de la oscuridad, todos los poderes que rara vez se despertaban y todos los demás tan temidos, los poderes de la noche y del alba, los de la música y los que se movían en el silencio de la muerte, todos ellos comenzaron a desparramarse lejos, muy lejos, hacia la arboleda sagrada, pues tenían que reunirse allí antes de que la Luna estuviese a suficiente altura para verter su luz sobre el claro del Bosque.
Dave se dio cuenta de que cesaban los susurros de las hojas y se asustó. Ahora todo lo asustaba. Pero luego sintió una dulce sensación de alivio, como si ya no lo vigilaran. Al instante sintió un tremendo soplo, como si fuera del viento —pero no era el viento—, como si algo se precipitara por encima de él, dirigiéndose como un rayo hacia el norte.
Sin entender nada, pero comprendiendo que el Bosque parecía ahora ser un simple bosque y los árboles sólo árboles, Dave se encaminó hacia el este y vio sobre las capas más altas la luna llena, roja y extraña.
Tal era la naturaleza del poder de la Madre que incluso Dave Martyniuk, solo y perdido, inexplicablemente lejos de su casa y en un mundo que apenas entendía, contempló admirado aquella Luna con el corazón encogido. Incluso Dave podía darse cuenta de que era una respuesta al desafío de la Montaña.
No era una señal de liberación: sólo una respuesta, pues aquella luna roja significaba guerra tanto como ninguna otra cosa podía significarla. Significaba sangre y guerra, pero ya no sería un conflicto sin esperanza, no con aquella presencia de Dana en el cielo, más alta de lo que podían llegar los fuegos de Rangat.
Todo aquello era inconcreto, confuso, y Dave se esforzaba por otorgarle un sentido que se le escapaba: sin embargo, su sentido residía en el conocimiento intuitivo de que el Señor de la Oscuridad podía estar en libertad, pero podía hacérsele frente. Así lo sintieron los hombres de Fionavar al ver aquel símbolo en los cielos. La Madre se afana, se ha afanado siempre con los trazos de sangre para que sepamos cosas de ella que no advertimos que sabemos. Lleno de pavor pero con la esperanza despertándose en su corazón, Dave miró al cielo por oriente, y el pensamiento que lo asaltó, con absoluta incongruencia, fue que a su padre le habría gustado ver aquello.
Durante tres días, Tabor permaneció con los ojos cerrados. Cuando la Montaña desencadenó su horror, él sólo se estremeció en su lecho y murmuró unas palabras que su madre, que estaba velándolo, no pudo entender. Le colocó bien sobre su frente el paño y lo tapó con las mantas, incapaz de hacer otra cosa.
Luego tuvo que dejarlo, pues Ivor, sin alterarse lo más mínimo, había dado órdenes para calmar el pánico causado por aquella carcajada que el viento había arrastrado. A primera hora de la mañana se marcharían al este, a Celidon. Estaban demasiado solos allí, demasiado expuestos, debajo mismo de la palma de aquella mano que se cernía desde el Rangat.
A pesar del tumulto de los preparativos de la marcha, a pesar de que el campamento se había convertido en un torbellino de actividad, Tabor seguía durmiendo.
Ni siquiera la roja luna llena que se levantó en aquella noche de novilunio lo despertó, aunque la tribu entera cesó su actividad y, con la admiración reflejada en sus ojos, contempló cómo se alzaba, majestuosa, sobre la Llanura.
—Esto nos da más tiempo —dijo Gereint, cuando Ivor pudo encontrar un minuto para hablar con él. Los preparativos siguieron durante toda la noche a la luz de aquella extraña Luna—. Creo que ahora no avanzará tan deprisa.
—Nosotros tampoco —dijo Ivor—. Nos llevará tiempo llegar hasta allí. Quiero que salgamos al alba.
—Estaré preparado —respondió el anciano—. Sólo tienes que montarme en un caballo y colocarlo en el camino correcto.
Ivor sintió una oleada de afecto por Gereint. Hacía tanto tiempo que tenía los cabellos blancos y que se encontraba sin fuerzas que parecía estar ya fuera del tiempo. Pero no lo estaba y el veloz viaje que tenían que hacer resultaría muy duro para él.
Como otras veces, Gereint pareció leer sus pensamientos.
—Nunca pensé —dijo en voz muy baja— que viviría tanto tiempo. Los que murieron antes del día de hoy han sido afortunados.
—Quizás —contestó Ivot con sencillez—. Estallará la guerra.
—¿Y tenemos entre nosotros gente como Revor, Colan, Ra-Temaime o Seithr? ¿Como Amairgen o Lisen? —preguntó Gereint afligido.
—Tendremos que encontrarlos —se limitó a decir Ivor. Luego puso su mano sobre el hombro del chamán—. Ahora debo marcharme. Hasta mañana.
—Hasta mañana. Vigila a Tabor.
Ivor había planeado supervisar en persona la carga de las carretas, pero delegó esta tarea en Cechtar y se sentó en silencio junto a su hijo.
Dos horas después se despertó Tabor, pero no por completo. Se incorporó en su lecho e Ivor ahogó un grito de alegría al ver que su hijo todavía estaba en trance: sabía que era peligroso perturbar tal estado.
Tabor se vistió deprisa y salió de la casa. Fuera, el campamento estaba tranquilo, dormido a la espera del alba gris. La Luna estaba alta, casi encima de sus cabezas.
Estaba, en efecto bastante alta. Al oeste acababa de empezar una danza de luz en el claro del bosquecillo sagrado. Los poderes de Pendaran se reunían para observarlo.
Andando muy deprisa, Tabor se dirigió a la empalizada, buscó su caballo y montó.
Salió por la puerta del campamento y empezó a galopar hacia el oeste.
Ivor corrió hacia su caballo, montó a horcajadas y lo siguió. Solos en la Llanura, padre e hijo cabalgaron hacia el Bosque Sagrado; Ivor, al ver la seguridad y firmeza con que cabalgaba su hijo, se fue tranquilizando.
Tabor había avanzado un largo trecho y parecía que aún debía ir más lejos.
«Que el Tejedor lo proteja», rezó Ivor, mirando hacia el norte, hacia la ahora quieta majestad del Rangat.
Cabalgaron más de una hora, como fantasmas en la noche cerrada, antes de que la impresionante presencia de Pendaran surgiera ante ellos; y entonces Ivor rezó de nuevo:
«Que no entre, que no entre allí, porque lo quiero mucho».
¿Acaso sus sentimientos contaban?, se preguntó, afanándose por vencer el profundo terror que siempre le infundía el Bosque.
Pero sí debían contar, pues Tabor detuvo su caballo a cincuenta metros de los árboles y permaneció inmóvil observando la oscura arboleda. Ivor se paró a poca distancia de él.
Anhelaba llamar a su hijo y hacerlo volver del lugar adonde había ido, al que estaba yendo.
Pero no lo hizo. Y cuando Tabor, murmurando algo que su padre no pudo oír, desmontó de su caballo y se encaminó hacia el Bosque, Ivor realizó la más valerosa hazaña de toda su vida y lo siguió. Ningún mandato divino habría podido lograr que Ivor dejara que su hijo se internara solo en el Bosque de Pendaran.
Y así fue como un padre y sus dos hijos entraron aquella noche en el Bosque Sagrado.
Tabor no avanzó demasiado. Los árboles del límite del Bosque eran delgados y la luna iluminaba el sendero con una luz clara. Nada de todo aquello, pensó Ivor, pertenecía al mundo de la luz. Todo estaba en silencio. Demasiado en silencio, comprobó, pues sentía una ligera brisa sobre su piel y sin embargo las hojas no se movían. Los blancos cabellos de Ivor se erizaban. Luchando por recobrar la calma en aquel silencio encantado, vio que Tabor se detenía de pronto a menos de diez pasos y él se detuvo también. Un momento después contempló cómo una visión maravillosa surgía de los árboles frente a su hijo.
Hacia el oeste estaba el mar y ella lo sabía aunque acababa de nacer. Había caminado hacia el oeste desde el lugar donde había nacido y que compartía con Lisen —aunque no lo sabía— y, a medida que pasaba en medio de los poderes mágicos allí reunidos, visibles, e invisibles, un murmullo, como si la espesura respondiera al mar, se había levantado y se había extendido como una ola por todo el Bosque.
Caminaba de forma etérea, pues no conocía otra manera de hollar la tierra, y las criaturas del Bosque le rendían homenaje a su paso, porque ella era de Dana, un regalo en aquellos tiempos de guerra, y era mucho más que hermosa.
Y, mientras recorría su camino, un rostro apareció en su mente —no sabía cómo ni nunca lo sabría—, un rostro moreno, muy joven, con los cabellos despeinados y unos ojos en los que ella necesitaba mirarse. Además, y eso era lo más maravilloso, aquel ser sabía su nombre. Y así iba de un lado a otro mientras buscaba, delicada y revestida de majestad, un lugar determinado entre los árboles.
Por fin lo encontró y él estaba allí esperándola; en sus ojos se leían la bienvenida y una total aceptación de lo que ella era.
Sintió que el espíritu de él se posaba en el suyo como una caricia y lo rozó como si lo hiciera con su cuerpo. «Nos perteneceremos uno al otro, hasta el final», pensó ella, y fue su primer pensamiento. ¿De dónde había surgido?
«Lo sé», respondió el espíritu de él. «Habrá una guerra.»
«Por eso he nacido», le contestó ella, consciente de pronto de lo que se escondía en la grácil luz de su figura. Y se asustó.
Él se dio cuenta y se acercó a ella. Tenía el color de la Luna cuando se levanta, pero el cuerno que rozaba la hierba cuando inclinaba la cabeza era del color de la plata.
«¿Cómo me llamo?», preguntó.
«Imraith-Nimphais», dijo él, y ella sintió que irrumpía en su interior un poder radiante como una estrella.
Alegremente le preguntó: «¿Te gustaría volar?».
Notó que él titubeaba.
«No permitiría que te cayeras», agregó con cierto enfado.
Entonces lo oyó reír. «Ya lo sé, luminosa criatura», le dijo, «pero si volamos, nos pueden ver y aún no ha llegado nuestra hora.»
Ella movió la cabeza con impaciencia haciendo ondear su cabellera. Allí los árboles eran poco espesos y dejaban ver las estrellas y la Luna, que tanto le gustaban. «Nadie puede vernos, excepto un hombre», replicó. El cielo la estaba llamando.
«Es mi padre», dijo él. «Lo quiero mucho.»
«Si es así, yo también lo querré», replicó ella. «Pero ahora me gustaría volar. ¡Vamos!»
Y en su corazón oyó que él decía «Vamos» y se montaba a horcajadas sobre su lomo.