Con cegadora prontitud tuvo una súbita inspiración.
—Huy —dijo despacio, eligiendo muy bien sus palabras—. No podemos hacerlo, Kevin.
Tenemos otro problema. —Hizo una pausa saboreando una nueva sensación mientras los preocupados ojos de todos se clavaban en él.
Luego, buscando en el bolsillo de su alforja que tenía junto a él, sacó algo con lo que había cargado a lo largo de todo su viaje.
—Creo que has menospreciado el juicio en el caso McKay —le dijo a Kevin y dejó sobre la mesa los apuntes dcJ examen de Procesal manchados durante el viaje.
«Demonios», pensó Dave, al ver que todos, incluso Levon y Torc, se dejaban llevar por la hilaridad y la sensación de alivio. «¡No hay nada como esto!» Una ancha sonrisa iluminaba su cara.
—¡Muy gracioso, muy gracioso! —dijo Kevin con generosa aprobación—. Necesito un trago —agregó—. Todos lo necesitamos. Y tú —dijo señalando a Dave— todavía no has conocido a Diarmuid. Creo que te resultará tan simpático como yo.
También aquello era una broma excelente, pensó Dave mientras todos se levantaban, en la que tendría que pensar. Y tenía la impresión de que lo que había dicho Kevin resultaría cierto.
Los cinco hombres se marcharon a «El Jabalí Negro». Pero Kim, guiada por una intuición que la había asaltado desde la coronación, se disculpó y volvió al palacio. Una vez allí llamó a una puerta que había al final del corredor a donde daba su propia habitación y cursó una invitación, que fue aceptada. Poco después, ya en su habitación, se dio cuenta de que sus intuiciones en esta clase de cosas no se habían visto afectadas por lo que había sucedido en Fionavar.
Matt Sören cerró la puerta tras ellos. Por primera vez en aquel día, él y Loren se encontraban a solas.
—Ahora además el Cuerno de Owein —murmuró el mago como si acabara un larguísimo repaso de lo sucedido.
El enano sacudió la cabeza.
—Es grave —dijo—. ¿Vas a intentar despertarlos?
Loren se levantó y se acercó a la ventana. Volvía a llover. Sacó la mano para sentir sobre su palma el regalo de la lluvia.
—No lo haré —dijo por fin—. Pero ellos deberían hacerlo.
El enano habló en voz baja:
—Te has estado refrenando a ti mismo, ¿verdad?
Loren lo miró. Sus ojos, hundidos bajo sus espesas cejas grises, estaban tranquilos, pero todavía había poder en ellos.
—Sí —contestó—. Creo que en todos ellos flota una extraña fuerza, tanto en los extranjeros como en los nuestros. Tenemos que hacerles sitio.
—Son muy jóvenes —comentó Matt Sören.
—Lo sé.
—¿Estás seguro? ¿Vas a dejar que soporten esto?
—Yo no estoy seguro de nada —confesó el mago—. Pero sí, voy a dejar que lo soporten.
—¿Estaremos nosotros a su lado?
Manto de Plata sonrió.
—Oh, amigo mío —dijo—, nosotros libraremos nuestra batalla, no temas. Debemos dejar que los jóvenes carguen con esto, pero, antes del final, tú y yo tendremos que luchar la más dura de todas las batallas.
—Tú y yo —gruñó el enano con su voz de bajo. Y con sus palabras el mago entendió muchas cosas, de las cuales el amor no era la menos importante.
Al final, el príncipe había bebido numerosas pintas de cerveza. Tenía innumerables motivos, y todos buenos.
Había sido nombrado heredero de Aileron en la ceremonia de aquella tarde.
—Esto —había dicho— se está convirtiendo ya en un hábito.
Era lo natural, habían comentado todos en «El Jabalí Negro». Bebió otra pinta. Oh, cuántas razones tenía para beber, infinitas.
Más tarde se encontró solo en su habitación del palacio, en la habitación del príncipe Diarmuid dan Ailell, heredero de Brennin.
Era demasiado tarde como para molestarse en dormir y, deslizándose por los muros exteriores con cierta dificultad a causa de la herida de su brazo, se encaminó hasta el balcón de la habitación de Sharra.
Estaba vacía.
Siguiendo un presentimiento, saltó con gran esfuerzo dos habitaciones más allá, donde dormía Kim Ford. Cuando por fin se encaramó sobre la balaustrada, ayudándose con las ramas de un árbol, fue recompensado con dos jarras de agua helada en la cara. Las dos le alcanzaron de pleno, lo mismo que las carcajadas de la hija de Shalhassan y de la vidente de Brennin, que se habían hecho grandes amigas.
Maldiciendo su sino, el heredero del trono se deslizó de nuevo dentro del palacio y se encaminó a la habitación de lady Rheva.
En ocasiones como aquélla, uno se consolaba como podía.
Y, por cierto, así lo hizo antes de caer rendido. Mirándolo complacida, Rheva lo oyó murmurar como si soñara: «Los dos». Ella no le entendió, pero poco antes él había alabado sus pechos, de modo que no se disgustó por ello.
Kevin Laine, que habría podido explicarle el significado de sus palabras, estaba despierto, oyendo la larga y singular historia de Paul. Según parecía, era de nuevo capaz de hablar y quería hacerlo. Cuando Schafer hubo acabado, Kevin, a su vez, estuvo hablándole largo tiempo.
Al final se miraron uno a otro fijamente. Rompía el alba. Y por fin volvían a sonreír; a pesar de Rachel, a pesar de Jen, a pesar de todo.
Por la mañana él fue a buscarla.
Ella creía haber alcanzado las abismales profundidades de la desesperación la noche anterior, cuando el cisne se había detenido ante las puertas de hierro de Starkadh. Desde el aire habla visto a mucha distancia la tremenda mole de la fortaleza negra que resaltaba sobre las blancas extensiones de los glaciares. Luego, a medida que se acercaban, se había sentido casi físicamente golpeada por la naturaleza de aquello: un enorme bloque de piedra sin ventanas, sin luz, inconmovible. La fortaleza de un dios.
Rodeada por la oscuridad y el frío, había sentido cómo los sirvientes la desataban del cisne. Con sus garras la habían arrastrado —pues sus piernas estaban entumecidas— hasta las entrañas de Starkadh, donde olía, a pesar del frío, a carne putrefacta y corrupta y donde las únicas luces que había emitían un funesto color verde. La habían arrojado a una habitación y dejado sola; sucia y exhausta, ella se había dejado caer sobre un manchado jergón en el helado suelo. Olía a svart alfar.
Pero permaneció despierta, temblando durante mucho tiempo por el tremendo frío.
Cuando por fin se durmió, lo hizo de modo sobresaltado y el cisne aparecía volando en sus sueños gritando en señal de helado triunfo.
Cuando se despertó, tenía la certeza de que los terrores que había soportado eran tan sólo una etapa de un largo camino, cuyo final todavía no podía verse en la oscuridad, pero era inexorable. Y ella tendría que llegar hasta allí.
Sin embargo la habitación ya no se encontraba a oscuras. Había un fuego que ardía en la pared de enfrente y, en medio de la habitación, un enorme lecho; con el corazón en un puño se dio cuenta de que era el lecho de sus padres. En aquel momento tuvo un presagio claro y rotundo: la había llevado allí para destrozarla y en aquel lugar no cabía la piedad. Era un dios.
Y ahora él estaba allí, había llegado, y ella sintió su mente indefensa, pelada como una fruta. Por un instante luchó contra esa sensación pero enseguida se sintió abrumada y vencida porque estaba por completo a su merced. Estaba en su fortaleza. Era suya y así se lo hacía saber. Sería destrozada en el yunque de su odio.
La sensación cesó tan repentinamente como había empezado. Poco a poco recuperaba su borrosa visión: todo su cuerpo temblaba con violencia, sin poder controlarlo. Volvió la cabeza y vio a Rakoth.
Había jurado no gritar, pero en aquel lugar los juramentos no servían para nada ante lo que él era.
El había venido desde fuera del tiempo, desde más allá de las Salas del Tejedor, y se había enredado en los dibujos del Tapiz. Era una presencia constante en todo los mundos, pero se había encarnado aquí, en Fionavar, que era el primero de los mundos, el único que importaba.
Había tomado posesión del hielo, había hecho de las tierras del norte el lugar de su poder, y había levantado allí la escalonada fortaleza de Starkadh. Y cuando estuvo forjada aquella garra, aquel cáncer en el norte, había subido a lo más alto de la torre y había gritado su nombre para que el viento lo llevara hasta los amansados dioses a los que él no temía, pues era, con mucho, más fuerte que cualquiera de ellos.
Rakoth Maugrim, el Desenmarañador.
Y Cernan, la astada divinidad del bosque, hizo que los árboles susurraran para burlarse de aquella pretensión, y para mofarse de él le dieron otro nombre: Sathain, el Encapuchado; y Mörnir, el del Trueno, envió un relámpago para expulsarlo de la torre.
Entretanto, los líos alfar, de nuevo despiertos, cantaron en Daniloth de la Luz; la Luz estaba en sus ojos y en sus nombres, y él sintió contra ellos un odio infinito.
Había atacado demasiado pronto, aunque los años debían de haber parecido muy largos a los hombres mortales. En efecto, en aquella época había hombres en Fionavar, pues Iorweth había llegado de allende el mar, en respuesta al sueño que le envió Mörnir con el beneplácito de la Madre para que fundara Paras Derval en Brennin, junto al Árbol del Verano; luego había reinado su hijo y el hijo de su hijo y después Conary había subido al trono.
En esos días, Rakoth había descendido lleno de furia desde el hielo.
Y después de una cruel guerra había sido rechazado. No por los dioses, pues en el intervalo el Tejedor había hablado, la primera y única vez que lo hiciera. Dijo que los mundos no habían sido tejidos para ser un campo de batalla de poderes que estaban fuera del tiempo, de modo que, si Maugrim tenía que ser vencido, lo sería por los Hijos, con una ligerísima intercesión de los dioses. Y así había sido. Lo habían encadenado bajo la Montaña, aunque no podía morir, y habían pergeñado los centinelas de piedra para que se tornaran de color rojo al menor intento de poner en práctica sus poderes.
Esta vez sería diferente. Ahora su paciencia aguardaría hasta que la fruta madurara antes de aplastarla. Ya había sido paciente: incluso cuando el círculo de los guardianes había sido roto, él había permanecido inmóvil bajo Rangat soportando el tormento de las cadenas, paladeando el sabor de la venganza que se avecinaba. Hasta que Starkadh no hubo sido levantada de nuevo de los escombros de su ruina, él no había salido de las entrañas de la Montaña para anunciar a todos que estaba libre con una roja explosión de triunfo.
Oh, esta vez iría despacio. Los destrozaría uno por uno. Los aplastaría con su mano.
Con su única mano, pues la otra yacía, negra y ulcerada, bajo Rangat, aprisionada todavía por la cadena de Ginserat que no había podido romper; y por eso, así como por todo lo demás, iban a pagarlas todas juntas, muy caras, antes de que les permitiera morir.
Empezaría con aquélla, que no sabía nada y que por tanto era sólo una fruslería, un juguete, el primer bocado para aliviar su hambre, y además hermosa como los líos alfar, una satisfacción por adelantado para su más antiguo deseo. Se metió en su interior —algo muy fácil de hacer en Starkadh—, la conoció en toda su integridad y comenzó.
Ella había estado en lo cierto. El final estaba muy lejos; los verdaderos abismos de la noche estaban más allá de donde ella jamás había imaginado que pudieran estar.
Enfrentándose en aquel momento con el odio, aquel impreciso y destructor poder, Jennifer vio que era enorme, como una torre que se alzara por encima de ella, con una mano en forma de garra, gris como la enfermedad; donde debería haber estado la otra, no tenía más que un muñón que goteaba sin cesar sangre de color negro. Su vestido era negro, más que negro, una negación de la luz, y debajo de la capucha que llevaba —y eso era lo más terrible— no había rostro alguno. Sólo unos ojos que la quemaban como el hielo, tanta era su frialdad, aunque eran rojos como el fuego del infierno. Oh, ¿qué pecado, qué pecado dirían que había sido el suyo para ser entregada a semejante ser?
¿El orgullo? Sí, era orgullosa, lo sabía: había sido educada para serlo. Pero si ése era el motivo, entonces lo sería hasta el final, hasta que la Oscuridad cayera sobre ella. Había sido una niña dulce, fuerte, amable por naturaleza, aunque replegada en sí misma, que no se abría con facilidad a otras personas porque sólo confiaba en sí misma. Estaba orgullosa de aquello que Kevin Laine, antes que ningún otro hombre, había percibido en todo su valor y había expuesto ante ella para que lo comprendiera, para luego retroceder y dejar que ella llegara sola a tal comprensión. Había sido un verdadero regalo que él le había hecho, aun a costa de su propio dolor. El estaba ya muy lejos y ¡oh!, ¿qué importaba todo aquello en semejante lugar? ¿Por qué iba a importar? Evidentemente nada importaba, pues al final sólo nos tenemos a nosotros mismos, sea cual sea el lugar donde suceda. Y así Jennifer se levantó del jergón sobre el suelo, con los cabellos despeinados y sucios, las ropas desgarradas e impregnadas del olor de Avaia, la cara manchada, el cuerpo amoratado y destrozado, y, dominando el temblor de su voz, le dijo:
—No obtendrás nada de mí si no es por la fuerza.
Y en aquel lugar de locura, la belleza resplandeció como luz desatada, blanca por el coraje y la salvaje claridad.
Pero aquello era la fortaleza de la Oscuridad, la más tenebrosa sede de su poder, y él replicó:
—Pues será por la fuerza. —Y cambió ante sus ojos de apariencia para convertirse en su padre.
Lo que sobrevino después fue horrible.
«Lleva tu pensamiento lejos», recordó haber leído en una ocasión; cuando seas torturada, cuando seas violada, lleva tu pensamiento a otro lugar, lejos del sufrimiento.
Llévalo tan lejos como puedas. Llévalo hasta el amor, hasta el recuerdo del amor, como una tabla de salvación.
Pero no podía, porque, fuera adonde fuese, él siempre estaba allí. No había salvación en el amor, ni siquiera en la infancia, porque su padre estaba desnudo con ella en la cama —en la cama de su madre— y no había nada limpio en ningún lugar.
—Querías ser mi única princesa —susurraba James Lowell tiernamente—. Oh, ahora lo eres, lo eres. Déjame hacer el amor contigo; no tienes posibilidad de elección y siempre lo deseaste.
Todo. Se estaba apropiando de todo por la fuerza. Y para colmo sólo tenía una mano, y la otra, el putrefacto muñón, dejaba caer sobre el cuerpo de ella la sangre negra, que quemaba allí donde caía.
Luego él comenzó a adoptar distintos aspectos, persiguiéndola a través de todos los corredores de su alma. No había ningún lugar, ningún lugar donde intentar esconderse.