Y esta vez reconoció el lugar. Sabía dónde se encontraba aquel laberinto de inmensos arcos de piedra y quién estaba sepultado allí para que ella despertara.
No era él, no era aquel a quien ella buscaba por encima de todo. Habría sido demasiado sencillo. Aquel sendero se iba haciendo más y más oscuro y conducía a través de los muertos al lugar de los sueños. Ahora ya lo sabía. Era muy triste, aunque comprendió que los dioses no habían querido que fuera así. Los pecados de los hijos, pensó en sueños, reconociendo el lugar, sintiendo que el viento la arrastraba y despeinaba sus blancos cabellos.
El camino hacia el Guerrero conducía a través de la sepultura y de los huesos resucitados del padre a quien ella nunca había visto vivo. ¿Quién era ella para saber tal cosa?
Pero luego se encontró en otro lugar, sin tiempo para poder asombrarse. Estaba en la habitación subterránea de la casita de campo donde seguía brillando la Diadema de Lisen junto a la daga de Colan, en el lugar donde Ysanne había muerto, donde había más que muerto. Sin embargo, la vidente estaba con ella, dentro de ella, porque ahora reconocía el libro y sabía en qué página podría encontrar la invocación para hacer que el padre se alzara de su tumba y revelara el nombre de su hijo a la única persona que conocía el lugar donde se lo debía convocar. Ya no había paz ni serenidad en ningún sitio. Ella no poseía nada, no tenía nada que poder otorgar; sólo llevaba en su mano la Piedra de la Guerra. Arrastraría a los muertos de su descanso y a los vivos hacia su final.
¿Quién era ella que podía hacer tal cosa?
A primera hora de la mañana se hizo acompañar por una guardia armada de treinta hombres, una compañía de la Fortaleza del Norte que había pertenecido a Aileron antes de su exilio. Con fría eficiencia cabalgaron con ella hacia el lago. En la última curva vieron los cadáveres de las víctimas de Aileron que todavía yacían en el camino.
—¿Hizo él solo toda esta matanza? —preguntó el jefe de la guardia. Su voz estaba llena de respeto.
—Sí —contestó ella.
—¿Será nuestro rey?
—Sí —dijo.
Los hombres se quedaron esperando junto al lago mientras ella entraba en la casa y descendía por las ahora ya familiares escaleras iluminadas por la luz de Lisen. Ni siquiera tocó la Diadema sino que, dirigiéndose a la mesa, abrió uno de los libros. Sentía júbilo y miedo por saber dónde tenía que mirar, mas por fin miró y, sentada allí en completa soledad, leyó lentamente las palabras que tendría que pronunciar.
Pero sólo cuando conociera el lugar que ningún otro conocía. Las piedras caídas eran sólo el punto de partida. Tenía todavía un largo camino que recorrer; un largo camino, que ya había comenzado. Con sus pensamientos en otro lugar, enredada en los entresijos del tiempo y del espacio, la vidente de Brennin volvió a subir las escaleras. Los hombres de Aileron la estaban esperando en vigilante alerta junto al lago.
Ya podían marcharse. Había muchas cosas que hacer. Sin embargo, echó una última mirada a la casa, al hogar, a la gastada mesa, a los jarros con hierbas. Leyó las etiquetas y destapó uno de ellos para oler su contenido. Había mucho que hacer y la vidente de Brennin lo sabía muy bien, pero aún se entretuvo un poco más gozando de la soledad.
Sentía una sensación agridulce; luego salió por la puerta de atrás al patio, sola, lejos de donde estaban los soldados, y de pronto vio a tres hombres a caballo que venían del norte y reconoció a uno de ellos. ¡Oh, lo reconoció! Y le pareció que en medio de tantas cargas y tantos pesares, todavía podía florecer la alegría, como la bannion en el bosque.
Mientras celebraban las exequias de Ailell dan Art no cesó de llover. La lluvia caía sobre los ventanales de Delevan, en el Gran Salón, donde el cuerpo del rey yacía con toda pompa, vestido de blanco y oro, con las manos sobre la empuñadura de la espada que descansaba sobre su pecho; y también caía sobre los magníficos crespones que cubrían el féretro cuando la nobleza de todo Brennin, que había acudido para los festejos y ahora se quedaba para celebrar los funerales y preparar la guerra, acompañó a su rey fuera del palacio hasta el Templo donde las mujeres se hicieron cargo de él; y también caía sobre la bóveda del santuario, mientras Jaelle llevaba a cabo los rituales de la Madre para entregarle a uno de los reyes.
No había ningún hombre en aquel lugar. Loren ya se había llevado a Paul. Ella había esperado ver alterarse a Manto de Plata, pero se había visto defraudada, porque el mago no había mostrado la más mínima sorpresa y ella no tuvo más remedio que ocultar su desconcierto, sobre todo cuando lo vio inclinarse ante el Dos Veces Nacido.
No había ningún hombre en aquel lugar, excepto el difunto rey, cuando ellas levantaron el hacha de su lugar, y ningún hombre vio lo que enseguida hicieron.
Dana no fue burlada ni negada cuando recibió de nuevo en casa a su hijo, a quien había enviado tiempo atrás al camino circular que irrevocablemente vuelve a llevar hasta ella.
Correspondía a la suma sacerdotisa enterrar al rey, y por eso Jaelle presidió los ritos.
Caminaron bajo la lluvia, ella vestida de blanco, los demás de negro, y llevaron a hombros el cuerpo de Ailell hasta la cripta en cuyo interior descansaban los reyes de Brennin.
La cripta estaba al este del palacio y al norte del Templo. Delante del cuerpo del rey iba Jaelle, llevando en sus manos la llave de las puertas. Detrás del féretro, arrogante y solo, iba Diarmuid, el heredero del rey, y tras él los nobles de Brennin. Entre ellos caminaba, aunque con ayuda, el príncipe de los lios alfar, y también dos hombres de los dalreis, de la Llanura; con ellos iban dos hombres de otro mundo, uno muy alto y moreno, el otro rubio, y entre los dos, una mujer de cabellos blancos. El pueblo se alineaba a lo largo del sendero, empapado por la lluvia, y todos inclinaban la cabeza para despedir a Ailell.
Llegaron ante las inmensas puertas del lugar de enterramiento y Jaelle vio que ya estaban abiertas y que un hombre vestido de negro los estaba esperando; lo reconoció de inmediato.
—Vamos —ordenó Aileron—, enterraremos a mi padre junto a mi madre, a quien tanto amaba.
Y, mientras Jaelle trataba de disimular su estupefacción, se oyó otra voz que decía:
—Bienvenido a casa, exiliado. —Y Diarmuid, sin aparentar sorpresa alguna, se adelantó y lo besó en la mejilla—. Acompañémoslo de vuelta con ella.
Y aunque era una oración contraria al protocolo, pues era ella quien en aquel lugar tenía derecho de preferencia, la suma sacerdotisa sintió una involuntaria y extremada emoción al ver a los dos hombres, uno moreno y el otro rubio, atravesar hombro con hombro las puertas de la muerte, mientras todo el pueblo de Brennin murmuraba tras ellos bajo la lluvia que seguía cayendo.
Desde una colina que se cernía sobre aquel lugar, tres hombres contemplaban la escena. Uno de ellos sería el primer mago de Brennin antes de que se pusiera el Sol, otro había sido proclamado rey de los enanos en un amanecer ya muy lejano, y el tercero había provocado la lluvia y había sido devuelto a la vida por el dios.
—Estamos aquí reunidos —empezó a decir Gorlaes, de pie junto al trono pero dos escalones por debajo de él en señal de respeto— en una hora de desgracia y acuciante necesidad.
Estaban en el Gran Salón, obra maestra de Tomaz Lal, y allí se habían reunido aquella tarde todos los hombres importantes de Brennin, excepto uno. Los dos dalreis y con ellos Dave, llegados de un modo tan repentino, habían sido recibidos con todos los honores y llevados hasta sus aposentos. Tampoco Brendel de Daniloth estaba en el Consejo porque lo que ahora se tenía que decidir era de la exclusiva incumbencia de Brennin.
—En circunstancias normales, la pérdida que acabamos de sufrir exigiría un tiempo de riguroso luto. Pero no son por cierto ésas las circunstancias por las que atravesamos.
Ahora necesitamos con urgencia —continuó diciendo el canciller al ver que Jaelle no había puesto reparos a su derecho de hablar en primer lugar— elegir entre uno de los dos príncipes y salir de este salón todos unidos con un nuevo rey que nos conduzca a…
—Espera, Gorlaes. Debemos aguardar a Manto de Plata. —Era Teyrnon quien había hablado poniéndose de pie junto a Barak, su fuente, y junto a Matt Sören. El primer problema, y la Consejo no había hecho más que empezar.
—Sin duda —murmuró Jaelle—, su obligación es estar donde los demás estamos. Ya lo hemos esperado durante demasiado tiempo.
—Pues esperaremos todavía más —gruñó el enano—, del mismo modo en que ayer estuvimos esperándote a ti. —Había algo en su tono que hizo que Gorlaes se alegrara de que hubiera sido Jaelle y no él quien pusiera la objeción.
—¿Dónde está? —preguntó Niavin de Seresh.
—Está a punto de llegar. No podía darse más prisa.
—¿Por qué? —preguntó Diatmuid, que había interrumpido su felino desplazamiento de un lado a otro del salón y se había, acercado.
—Espera un poco —fue la sencilla respuesta del enano.
Gorlaes estaba a punto de protestar pero alguien se le adelantó.
—No —dijo Aileron—. A pesar de todo el amor que le profeso, no voy a esperarlo ahora. En realidad, hay poco que discutir.
Kim Ford, que estaba en el salón en su calidad de la nueva y única vidente de Brennin, lo vio avanzar hasta detenerse junto a Gorlaes.
Pero se colocó por encima de él, un escalón por debajo del trono. «Será siempre así», pensó. «En él todo es energía.»
Y con una energía fría e indomable, Aileron paseó su vista por todos los presentes y habló de nuevo:
—En los Consejos la Sabiduría de Loren es imprescindible, pero esto no es en realidad un Consejo, sea lo que sea lo que hayáis podido pensar.
Diarmuid había dejado de pasear. Al oír las primeras palabras de Aileron, se había detenido ante él; su aspecto contrastaba con la fría resolución de Aileron.
—He vuelto —declaró Aileron dan Ailell en voz muy alta— por la Corona y para conduciros a la guerra. El trono es mío —agregó con los ojos fijos en su hermano— y mataré o moriré por él antes de abandonar esta habitación.
El tenso silencio que siguió a sus palabras fue interrumpido casi enseguida por el disonante sonido de unos aplausos.
—Elegante discurso, querido —comentó Diarmuid sin dejar de aplaudir—, y sobre todo sucinto. —Luego dejó caer sus manos. Los dos hermanos se miraban frente a frente como si estuvieran solos en la sala.
—Es muy fácil bromear —dijo despacio Aileron—. Ha sido siempre tu refugio. Pero, compréndeme, hermano: no es momento de bromas. Quiero que ahora mismo me prometas lealtad; si no, allí en la galería de los músicos hay seis arqueros que te matarán a un leve movimiento de mi mano.
—¡No! —exclamó Kim sin poder reprimirse.
—¡Eso es una locura! —gritó Teyrnon al mismo tiempo, dando un paso hacia adelante—. Prohibo…
—¡No puedes prohibirme nada a mí! —le espetó Aileron—. Rakoth está libre y lo que nos espera es harto importante como para que nos andemos con juegos.
Diarmuid había inclinado burlonamente la cabeza como si estuviera considerando una imaginaria propuesta. Por fin habló y su voz era tan baja que los demás tuvieron que esforzarse para oír sus palabras.
—¿De veras harías una cosa semejante?
—Lo haría —respondió Aileron sin dudar un instante.
—¿De veras? —preguntó Diarmuid por segunda vez.
—Todo lo que tengo que hacer es levantar mi mano. Y lo haré si me obligas, no lo dudes.
Diarmuid movió despacio la cabeza en un gesto afirmativo y exhaló un sonoro suspiro.
—Kell —dijo subiendo el tono de su voz.
—Mi señor príncipe —respondió al instante el hombretón desde arriba, desde la galería de los músicos.
Diarmuid levantó la cabeza con expresión tranquila, casi indiferente.
—¿Qué has visto ahí arriba?
—Lo tenía todo preparado, mi señor —la voz de Kell estaba llena de ira—. En verdad lo tenía todo preparado —agregó asomándose a la barandilla—. Aquí arriba tenía apostados siete hombres. Dime una palabra y lo mataré ahora mismo.
Diarmuid sonrió.
—Eso me reconforta —dijo. Luego se volvió a mirar a Aileron y sus ojos ya no tenían una expresión indiferente. Su hermano mayor también había cambiado; parecía estar ahora en mejor disposición. Fue él quien rompió el silencio.
—Yo envié seis hombres ahí arriba —dijo Aileron—. ¿Quién es el séptimo?
Todos estaban aún estimando la importancia de lo que el príncipe había dicho, cuando el séptimo hombre saltó desde la galería.
Fue un brinco desde una altura considerable, pero así y todo la menuda silueta, al tocar el suelo, se dejó rodar y luego se puso de pie con agilidad a tan sólo cinco pasos de Diarmuid; en sus manos tenía un puñal listo para set arrojado.
Sólo Aileron supo reaccionar a tiempo. Con los hábiles reflejos de un luchador nato cogió el primer objeto que encontró a su alcance. Y en el momento en que el asesino se aprestaba a disparar su arma, arrojó contra él el pesado objeto, que alcanzó en plena espalda al intruso. El disparo salió desviado, desviado muy a tiempo, y no pudo alcanzar el corazón de Diarmuid, que era el blanco buscado.
Diarmuid apenas se había movido de su sitio. Permaneció de pie, tambaleándose ligeramente, con un extraño esbozo de sonrisa en su rostro y con un enjoyado puñal clavado en su hombro izquierdo. Kim vio cómo alcanzaba a farfullar algo casi ininteligible, como si se lo dijera a sí mismo, antes de que todas las espadas fueran desenvainadas y el asesino quedara bloqueado por un anillo de acero. Ceredur, de la Fortaleza del Norte, blandió su espada para matarlo.
—¡Detened las espadas! —ordenó Diarmuid con tono imperioso—. ¡Alto!
Ceredur dejó caer despacio su arma. El único ruido que se oía en toda la habitación era el sonido que aún producía el objeto arrojado por Aileron al rodar por el suelo entarimado.
Y era nada menos que la Corona de Roble de Brennin.
Diarmuid, con una inquietante chispa de hilaridad en su rostro, se inclinó para cogerla y, con paso firme, la llevó hasta la larga mesa que había en el centro. Luego se sentó y destapó una botella con la única mano que tenía sana. Mientras todos lo observaban se sirvió un vaso de vino con deliberada calma. Luego levantó lentamente su copa.
—Es un placer para mí —dijo Diarmuid dan Ailell, príncipe de Brennin— proponeros un brindis. —Su boca dibujó una amplia sonrisa. De su brazo chorreaba sangre—. ¿Querréis beber conmigo —preguntó— a la salud de la Rosa Oscura de Cathal?