Dave se levantó algo tambaleante e Ivor enarcó una ceja con gesto interrogante.
—Torc —refunfuñó Dave—, ¿por qué está solo? No debería ser así. Debería estar con nosotros. ¡Demonios! Matamos juntos un urgach los dos, él y yo.
Ivor asintió como si el embrollado discurso hubiera sido una explicación lúcida.
—Es cierto —dijo el jefe con voz calma y, volviéndose a su hija, que les estaba sirviendo en aquel momento, añadió—: Liane, ¿querrás ir a buscar a Torc y traerlo aquí?
—No puedo —contestó Liane—. Lo siento, debo prepararme para la danza. —Y
desapareció rápida y vivaz entre las sombras. Ivor, observó Dave, no parecía muy satisfecho.
El mismo se levantó para llamar a Torc. «Estúpida criatura», pensó con cierto enfado, «lo evita de continuo porque su padre fue desterrado y ella en cambio es la hija de un jefe.»
Llegó hasta donde estaba Torc, más allá del calor despedido por las fogatas. El otro, que estaba masticando una pierna de eltor, apenas gruñó un saludo. Dave pensó que estaba bien, que las palabras no hacían falta; los charlatanes siempre lo habían aburrido.
Permanecieron un rato en silencio. El calor del fuego no llegaba hasta allí y la brisa refrescaba el aire. Eso lo ayudó a despejarse un poco.
—¿Cómo te sientes? —preguntó al fin.
—Mejor —dijo Torc. Y, tras una pausa, agregó—: ¿Y tu hombro?
—Mejor —contestó Dave. Cuando uno no habla mucho, pensó Dave, es que conoce la importancia de las cosas. Allí, entre las sombras, al lado de Torc, no sentía deseos de volver junto al fuego. Se estaba mejor allí, sintiendo la brisa. Además se podían ver las estrellas, cosa que no era posible junto al fuego. Ni en Toronto tampoco, pensó.
Un impulso le hizo volver la cabeza: allí estaba. Torc miró también. Y juntos contemplaron la blanca mole de Rangat.
—¿Hay alguien allí, debajo de la Montaña? —preguntó Dave en voz baja.
—Sí —dijo Torc sucintamente—. Atado.
—Loren nos lo contó.
—No puede morir.
Eso no era en absoluto tranquilizador.
—¿Quién? —preguntó Dave con cierta timidez.
Por un momento, Torc permaneció callado y luego dijo:
—Nosotros no lo llamamos por su nombre. En Brennin sí lo hacen, según me han dicho, y también en Cathal, pero los dalreis vivimos a la sombra del Rangat. Cuando hablamos de él lo llamamos Maugrim, el Desenmarañador.
Dave se estremeció a pesar de que no tenía frío. La Montaña brillaba a la luz de la luna y su cumbre era tan elevada que para verla tenía que echar la cabeza muy hacia atrás.
Luchaba con pensamientos difíciles de expresar.
—¡Es tan grande! —dijo— ¡Tan tremenda! ¿Por qué lo encerraron debajo de una cosa tan hermosa? Ahora cada vez que la mires tienes que pensar en… —Se calló. A veces las palabras eran muy difíciles. Casi siempre.
Sin embargo, Torc lo miraba y parecía entenderlo.
—Por eso lo encerraron allí —dijo en voz muy baja, y se volvió hacia las fogatas.
Volviéndose a su vez, Dave vio que habían apagado algunas hogueras; sólo quedaba un anillo de fuego en torno al cual se habían reunido los dalreis. Miró a Torc.
—La danza —explicó su compañero—. Las mujeres y los niños.
Poco después Dave vio que un grupo de muchachas entraban en el círculo trazado por las fogatas y comenzaban una complicada e intrincada danza al son de una música que tocaban dos ancianos con unos curiosos instrumentos de cuerda. Era bonito, pero la verdad es que la danza no era una de sus aficiones. Sus ojos vagaron de un lado a otro hasta fijarse al fin en el anciano chamán, Gereint. Gereint sostenía en cada una de sus manos un pedazo de carne, uno claro y otro oscuro. Alternativamente iba dando mordiscos a uno y a otro. Dave gruñó y le dio un codazo a Torc para que mirara.
Torc se echó a reír sin hacer ruido.
—Debería estar muy gordo —dijo—. No entiendo por qué no lo está.
Dave rió. En ese momento se acercó a ellos Navon con una jarra de vino, todavía avergonzado por su fracaso de la mañana. Dave y Torc bebieron mientras contemplaban al muchacho que se alejaba. «Es todavía un niño», pensó Dave, «pero ya es un cazador.»
—Se repondrá —dijo Torc—. Creo que ha aprendido su lección esta mañana.
—No habría podido aprenderla si tú no hubieras usado el cuchillo tan bien como lo hiciste —replicó Dave refiriéndose por primera vez a lo sucedido en el bosque—. Fue un disparo excelente el de la otra noche.
—No habría podido arrojar mi cuchillo si tú antes no me hubieras salvado la vida —
respondió Torc. Luego se echó a reír enseñando sus blancos dientes—. Nos portamos muy bien los dos ayer.
—Condenadamente bien —contestó Dave riéndose a su vez.
Las muchachas habían acabado de bailar entre cariñosos aplausos. Luego comenzaron a moverse otra vez junto con un grupo de mozos que se habían reunido con ellas en el círculo. Dave vio que Tabor bailaba en el centro y enseguida se dio cuenta de que estaban reproduciendo con su danza la cacería de aquella mañana. La música era más ruidosa, más rítmica. Otro hombre se había añadido a los músicos.
Todos danzaban con elegantes y rituales gestos. Las mujeres, con sus cabellos sueltos, eran los eltors, y los muchachos imitaban a los jinetes en los que algún día se convertirían. Danzaban de un modo maravilloso e imitaban las peculiaridades y los rasgos de cada uno de los cazadores. Dave reconoció el característico ladeo de cabeza del segundo de los jinetes en los movimientos del muchacho que lo imitaba y que arrancó entusiásticos aplausos. Luego se oyeron risas cuando otro muchacho imitó con su danza el fracaso de Navon. Era una risa indulgente, sin embargo, que incluso los otros dos cazadores fracasados acogieron con risueño pesar, pues ambos sabían lo que seguiría a continuación.
Tabor se había soltado los cabellos. Parecía mayor y más seguro de sí mismo; o quizás era su papel, pensó Dave intrigado, mientras contemplaba cómo el hijo menor de Ivor imitaba con su danza la caza de su hermano mayor con palpable orgullo y con una sorprendente calma llena de gracia.
Y, al verlo reproducido en la danza, Dave aplaudió tan ruidosamente como cualquiera cuando una joven danzó la caída del jefe de la manada a los pies de Tabor mientras las demás corrían en torno a él y trazaban junto al círculo de las hogueras un brillante caleidoscopio que giraba en torno a la inmóvil figura de Tabor, el hijo de Ivor. Espléndida danza, pensó Dave, espléndida. Como sobrepasaba a todos por una cabeza, lo había visto sin perder detalle. Cuando Tabor lo miró por encima de las cabezas de los espectadores que había entre los dos, Dave le hizo un gesto de aprobación con sus puños. Y vio cómo Tabor, pese al papel que estaba representando, enrojecía de placer.
Buen muchacho. De una pieza.
Cuando hubieron acabado su baile, se oyó de nuevo el festivo jaleo de la multitud.
Dave miró a Torc e imitó los movimientos de un borracho. Su amigo sacudió la cabeza y le señaló algo con el dedo.
Y, al mirar, Dave vio que Liane había entrado en el círculo de las hogueras.
Iba vestida de rojo y se había hecho algo en la cara, porque su color era más vivo y encendido. Llevaba adornos de oro en los brazos y en la garganta; brillaban y relucían a la luz del fuego cuando se movía, y a Dave le pareció que se había convertido en una criatura del fuego.
La multitud enmudeció mientras ella esperaba. Entonces Liane, en lugar de bailar, comenzó a hablar.
—Tenemos mucho que celebrar —dijo en voz muy alta—. La suerte de Levon dan Ivor correrá de boca en boca este invierno en Celidon, y durante muchos inviernos más. —Se levantó un murmullo de aprobación; Liane dejó que cesara—. Esta suerte —continuó— no es la única hazaña que tenemos que celebrar esta noche. —La multitud permaneció callada con asombro—. Ha sido llevado a cabo otro acto de coraje —siguió diciendo Liane—, más tenebroso, durante la noche y en el bosque; y debería ser conocido y celebrado por todos los nombres de la tercera tribu.
«¿Qué?», pensó Dave, «¡Huy!»
Fue todo lo que tuvo tiempo de hacer.
—Traed a Torc dan Sorcha —gritó Liane— y con él a Davor, nuestro huésped, pues debemos honrarlos.
—Aquí están— gritó una voz tras Dave, y de pronto el maldito Tabor le dio un empujón mientras Levon, con una amplia sonrisa, cogía por un brazo a Torc; ambos hermanos los condujeron entre la multitud que se apartaba a su paso ante el jefe.
Con atroz timidez, Dave se encontró expuesto a la luz de las fogatas y oyó que Liane continuaba hablando en medio de un extasiado silencio.
—Vosotros no sabéis de qué os estoy hablando —gritó a la tribu—; por eso lo danzaré para vosotros. —«Oh, Dios», pensó Dave. Sabía que había enrojecido como una remolacha—. Honrémoslos —dijo Liane en voz más baja— y no permitamos que Torc dan Sorcha sea llamado nunca más el Proscrito en esta tribu, pues todos debéis saber que estos dos hombres mataron a un urgach hace dos noches en el bosquecillo de Faelinn.
Dave comprendió que los hombres no sabían nada hasta entonces y deseó encontrar un agujero donde esconderse; Torc debía de estar sintiendo lo mismo. Por la espontánea reacción de la tribu se hacía evidente que nadie tenía ni idea de lo que había sucedido.
La música comenzó de nuevo y, poco a poco, Dave fue recobrando su habitual color al ver que nadie le estaba prestando atención: Liane danzaba entre las hogueras.
Contempló maravillado y hechizado cómo representaba todos los papeles: los dos muchachos durmiendo en el bosque, Torc, él mismo, con veraz fidelidad, la apariencia del bosquecillo de Faelinn por la noche; y entonces, de una forma increíble, quizá por efecto del alcohol, de la luz del fuego o de algún misterioso arte de magia, volvió a ver de nuevo al urgach, enorme, terrorífico, blandiendo furioso en sus manos su espada gigantesca.
Y sin embargo en el círculo sólo estaba la muchacha, la muchacha y su sombra, danzando, imitando, reviviendo la escena que describía, mostrándosela a todos. Vio su salto instintivo, luego el brutal empellón del urgach que había dejado a Torc inconsciente junto al árbol…
Pensó asombrado que ella tenía poderes sobrenaturales. Luego sonrió, aunque persistía su asombro y su orgullo iba en aumento: naturalmente ella había estado escuchando detrás de la puerta mientras hablaban con Ivor. Se sintió presa de la risa, del llanto, de todo tipo de emociones cuando vio cómo Liane dibujaba en su danza su desesperada defensa contra la espada del urgach y luego el certero disparo de Torc; ella era Torc, ella era el cuchillo, y después la bestia que caía como un enorme árbol. Lo era todo de una manera total y absoluta; después de todo, no parecía ser una muchacha estúpida.
Ivor vio la oscilación y la caída del urgach y luego la danzarina volvió a ser ella misma, Liane, que giraba sin cesar entre las hogueras, volando sobre sus pies mientras las joyas brillaban en sus brazos, y movía con rapidez sus cortos cabellos, echándolos hacia atrás mientras toda ella se enardecía en la salvaje celebración de la danza, de la hazaña en la noche del bosque, de esa misma noche y de las siguientes, de todos los días y de todas las cosas que ocurrieran antes de que llegara la hora que conoce nuestros nombres.
Con un nudo en la garganta vio que refrenaba su danza hasta hacerla cesar por completo, con las manos en la cintura y la cabeza inclinada, inmóvil, el único punto inmóvil entre los fuegos; y entre las estrellas, le parecía a él.
Durante un momento la tribu estuvo inmóvil con Liane; luego sobrevino una explosión de aplausos que debió ascender más allá del campamento, más allá de las luces de los hombres, hasta alcanzar allá lejos la vacía oscuridad de la noche cerrada.
Buscó entonces a Leith con la mirada y la vio de pie entre las mujeres, al otro lado de las fogatas. No lloraba, no era de esa clase de mujeres. Pero la conocía lo suficiente después de tantos años como para leer en la expresión de su rostro. Que la tribu pensara que la mujer del jefe era fría, eficiente, imperturbable; él la conocía mejor. Le sonrió y se rió al verla enrojecer y mirar a otro lado, como si la hubiera desenmascarado.
La tribu todavía zumbaba con la catarsis de la danza y de la muerte rememorada en ella. Incluso en este asunto, Liane se había comportado con testarudez, porque él no estaba seguro de que ésa fuera la mejor manera para hacerles saber lo del urgach, y era él quien debía tomar las decisiones. Era un asunto que no podía mantenerse en secreto, pues los aubereis hubieran llevado la noticia al cabalgar al día siguiente a Celidon, pero le parecía que una vez más su hija había obrado por su cuenta.
Pero, ¿cómo podía enfadarse después de todo? Siempre era difícil enfadarse con Liane. Leith sabía mejor cómo tratarla. Entre madres e hijas había menos indulgencia.
Sin embargo, había acertado en su decisión, pensó, al verla dirigirse hacia Torc y el extranjero y besarlos a ambos. Torc enrojeció e Ivor decidió entonces que la reconciliación de la tribu con el proscrito no sería con seguridad el último motivo de alegría.
Y entonces se levantó Gereint.
Era asombrosa la armonía que reinaba entre la tribu y él. Tan pronto como el chamán avanzó hacia las hogueras, un ramalazo colectivo de instinto alertó incluso a los cazadores más borrachos. Gereint nunca tenía que hacer un gesto ni esperar a que se callaran.
Antes, meditó Ivor, le había parecido un poco ridículo, al verlo moverse sin ayuda entre las hogueras. Pero ya no lo parecía. Pareciera lo que pareciese con la salsa del eltor chorreándole por la barbilla, cuando Gereint se irguió en la noche para hablar a la tribu, su voz fue la voz del poder.
Hablaba en nombre de Ceinwen y Cernan, en nombre del viento de la noche y del viento del alba, en nombre del mundo invisible. Daban testimonio de ello las cuencas vacías de sus ojos. Aquél no era por cierto un don gratuito de los dioses: había pagado el precio.
—Cernan vino a mí con el alba gris —dijo Gereint despacio.
«Cernan», pensó Ivor, dios de la naturaleza salvaje, del bosque y de la llanura, señor de los eltors y hermano gemelo de Ceinwen la del Arco.
—Lo vi con toda claridad —continuó Gereint—. Vi los cuernos sobre su cabeza, de siete puntas como corresponde a un rey; vi el oscuro brillo de sus ojos y toda su esplendente majestad.
Un sonido como el del viento entre las hierbas altas se extendió por la tribu.
—Me dijo un nombre —anunció Gereint—. No me había pasado nada igual en todos los días de mi vida. Cernan me nombró esta mañana a Tabor dan Ivor y lo llamó para que cumpla su ayuno.