No pesaba demasiado y además ella era muy fuerte y aún lo sería mucho más.
Pasaron por encima del otro hombre y, como Tabor lo quería, ella inclinó su cuerno hacia él mientras se alejaban.
Luego salvaron los árboles y volaron sobre la llanura abierta con el cielo encima de sus cabezas. Desplegó por primera vez sus alas y ascendió con el ímpetu de la alegría para saludar a las estrellas y a la Luna, de quienes había nacido. Sentía en su interior el espíritu de él y el júbilo de su corazón, porque ya estaban unidos para siempre. Sabía que constituían un magnífico espectáculo mientras volaban por el inmenso cielo de la noche, ellos dos, Imraith-Nimphais y el Jinete que conocía su nombre.
Cuando el rojizo unicornio que su hijo montaba inclinó la cabeza ante él mientras emprendían el vuelo, Ivor no pudo impedir que sus ojos se llenaran de lágrimas. Siempre había sido propenso al llanto, y Leith acostumbraba regañarlo por eso, pero ¿acaso lo que veía no era una maravilla?
Al seguirlos con la mirada su admiración fue en aumento. Ivor perdió la noción del tiempo al contemplar cómo Tabor y la criatura que había visto durante su ayuno se remontaban volando a través de la noche. Casi podía compartir la alegría que sentían, y su corazón se colmó de bendiciones. Se había internado en el Bosque de Pendaran y salía vivo de él para contemplar además cómo aquella criatura de la diosa llevaba a su hijo a través de la Llanura como si fuera un cometa.
Pero era un jefe demasiado sabio como para olvidar que se acercaban tiempos tenebrosos. Incluso aquella criatura, aquel regalo, no podía infundir tranquilidad, sobre todo porque era de color rojo como la Luna y como la sangre. Sabía también que Tabor ya no sería nunca el mismo de antes. Pero esas preocupaciones podían esperar; aquella noche prefería dejar que su corazón volara con ellos, con aquellos dos seres jóvenes, y jugara con el viento bajo las estrellas. E Ivor se echó a reír como un niño, aunque había dejado de serlo hacía mucho tiempo.
Al cabo de un tiempo imposible de medir, tomaron tierra cerca de donde él se encontraba. Vio que su hijo apoyaba la cabeza en la del unicornio, junto al cuerno que relucía como la plata. Luego se separó de él y aquella criatura con gráciles movimientos se internó en la espesura del Bosque.
Cuando Tabor llegó junto a él sus ojos ya eran de nuevo los de siempre. Incapaz de pronunciar una palabra, Ivor le abrió sus brazos y Tabor se precipitó en ellos.
—¿Lo viste? —preguntó Tabor con la cabeza apoyada en el pecho de su padre.
—Sí. Estabais magníficos.
Tabor lo miró a los ojos, con una mirada radiante de triunfo y de juventud.
—Se inclinó ante ti. Yo no se lo pedí. Sólo le dije que eras mi padre y que te quería mucho, entonces dijo que ella también te querría y se inclinó ante ti.
El corazón de Ivor estaba lleno de luz.
—Vamos —dijo de pronto—, es hora de que volvamos a casa. Tu madre debe estar llorando de ansiedad.
—¿Llorar mi madre? —preguntó Tabor en un tono tan cómico que Ivor no pudo menos que reír.
Montaron en los caballos y regresaron cabalgando despacio y juntos por la Llanura. En vísperas de una guerra una extraña paz parecía invadir a Ivor. Aquélla era su tierra, que pertenecía a su pueblo desde hacía tanto tiempo que los años perdían significado. Desde Andarien a Brennin, desde las montañas hasta Pendaran, toda aquella pradera les pertenecía. La Llanura era los dalreis, y los dalreis, la Llanura.
Y dejó que esta certeza fluyera a través de su ser como un acorde musical, sostenido y prolongado.
Sabía que en los días que se avecinaban tendría que hacer frente al poder absoluto de la Oscuridad que se estaba desencadenando, así como sabía que quizá no podría hacerlo. «Mañana», pensó Ivor, «ya me preocuparé de eso mañana»; y, cabalgando lleno de felicidad por la pradera junto a su hijo, llegó por fin al campamento y vio que Leith los estaba esperando junto a la puerta del lado oeste.
Al verla, Tabor descabalgó de un salto y corrió a sus brazos. Ivor intentó que sus ojos se mantuvieran secos mientras contemplaba la escena. «Loco sentimental», se censuró a sí mismo; «Leith tiene razón.» Cuando ésta, sin dejar de abrazar a su hijo, lo miró inquisitivamente, él asintió con la cabeza con toda la energía que pudo.
—A la cama, jovencito —dijo ella con firmeza—. Dentro de pocas horas tenemos que ponernos en camino. Y necesitas dormir.
—Oh, madre —se quejó Tabor—, si no he hecho más que dormir…
—¡A la cama! —ordenó Leith con una voz que todos sus hijos conocían muy bien.
—Sí, madre —asintió Tabor y su voz reflejaba una felicidad tan grande que Leith sonrió al verlo entrar en el campamento. A pesar de todo, pensó Ivor, sólo tiene catorce años.
Miró a su mujer y ella sostuvo su mirada en silencio. Era el primer momento que pasaban solos desde la explosión de la Montaña.
—¿Todo fue bien? —preguntó ella.
—Sí. Se trata de algo maravilloso.
—Creo que no quiero saberlo todavía.
Él asintió dándose cuenta una vez más, como si lo descubriera de nuevo, de cuan hermosa era.
—¿Por qué te casaste conmigo? —preguntó impulsivamente.
Ella se encogió de hombros.
—Porque tú me lo pediste.
Echándose a reír, Ivor desmontó y, conduciendo por las bridas a los dos caballos, el suyo y el de Tabor, entraron juntos en el campamento. Llevó a los animales a la empalizada y luego se dirigió a su casa.
En la puerta, Ivor miró por última vez a la Luna que ya estaba baja en el oeste, donde se extendía Pendaran.
—Te he dicho una mentira —le dijo Leith con dulzura—. Me casé contigo porque ningún hombre que conozca o pueda imaginar podría haber hecho saltar mi corazón al pedírmelo.
El se volvió a mirarla.
—El Sol se eleva en tus ojos —dijo. Era la fórmula ritual de petición—. Y siempre, siempre, siempre se ha levantado, amor mío.
La besó. Era dulce y fragante, y podía encender su pasión hasta tal punto…
—Dentro de tres horas saldrá el Sol —dijo ella soltándose de su brazo—. Vamos a la cama.
—Desde luego —respondió Ivor.
—A dormir —replicó ella con tono admonitorio.
—No tengo catorce años —dijo Ivor— ni estoy cansado.
Ella le miró con severidad un momento y luego una sonrisa iluminó su rostro.
—En realidad —confesó Leith—, tampoco yo lo estoy. —Lo tomó de la mano y lo llevó dentro.
Dave no tenía ni idea de dónde estaba; sólo una vaga noción de que debía ir hacia el sur. Y, desde luego, en el Bosque de Pendaran no había postes que indicaran la distancia a la que se encontraba Paras Derval.
Por otra parte, estaba seguro de que si Levon y Torc vivían, todavía estarían buscándolo; por tanto le pareció que lo mejor era detenerse en un lugar y llamarlos a intervalos. Corría el riesgo de que le contestaran otros seres, pero no se le ocurría nada mejor.
Recordando los comentarios de Torc acerca de las «criaturas» en el bosquecillo de Faelinn, se sentó en un lugar del claro y apoyó la espalda contra un árbol, cara al viento; así podría oír y oler cualquier cosa que se aproximara. Luego, pese a tantas precauciones, empezó a llamar a Levon a voz en grito.
De vez en cuando miraba alrededor, pero nada sucedía. Y cuando los ecos de sus gritos cesaban, Dave se daba cuenta del absoluto silencio que reinaba en el Bosque.
Aquel salvaje soplo, parecido al viento, se había llevado todo consigo. Estaba completamente solo.
Pero no lo estaba del todo. De pronto oyó una voz profunda que parecía surgir del lugar donde estaba sentado.
—Gritas demasiado para que las gentes honradas puedan dormir.
Poniéndose de pie de un salto, Dave esgrimió el hacha y contempló con temor cómo el enorme tronco de un árbol caído rodaba un poco
y
dejaba a la vista unos cuantos escalones por los que subía una figura.
Tardó mucho en llegar arriba. La criatura a la que había despertado tenía todo el aspecto de un gnomo gordinflón. Una larga barba blanca contrarrestaba su calva cabeza y descansaba sobre una panza formidable. La figura llevaba una especie de túnica suelta con capucha y no parecía medir más de un metro veinte.
—¿Por qué no te molestas en buscar a ese tal Levon en otro sitio? —continuó diciendo con su voz de bajo.
Dave no sabía si disculparse o echar a correr primero y preguntar después. Por fin levantó el hacha a la altura de su hombro y preguntó:
—¿Quién eres?
Desconcertado, el hombrecillo se echó a reír.
—¿Ya quieres saber nombres? Los seis días que has pasado con los dalreis deberían haberte enseñado a dejar para más adelante esa pregunta. Llámame Flidais, si quieres, y haz el favor de bajar eso.
El hacha, como si fuera un ser vivo, se soltó de las manos de Dave y cayó al suelo.
Flidais no había hecho el menor movimiento. Con la boca abierta, Dave no apartaba los ojos de aquel hombrecillo.
—Siempre estoy de mal humor al despertarme —explicó Flidais con un tono apacible—
. Deberías saber que aquí no se traen hachas. Yo en tu lugar la habría dejado allí.
Dave hizo un esfuerzo para hablar.
—No la dejaré a menos que me la quites —logró decir—. Es un regalo de Ivor dan Banor, de los dalreis, y no quiero dejarla.
—Ah —dijo Flidais, como si eso lo explicara todo—. Ivor.
Dave tuvo la sensación de que le estaba tomando el pelo, cosa que siempre lo irritaba.
Por otra parte, no parecía estar en situación de evitarlo. Controlando su irritación, dijo:
—Si sabes quién es Ivor debes saber quién es Levon. Él está aquí también, en algún lugar. Nos atacaron los svarts y tuvimos que escapar internándonos en el Bosque.
¿Puedes ayudarme?
—Estoy manchado para la protección y moteado para el engaño —replicó Flidais con sublime incongruencia—. ¿Y cómo sabes que no soy un aliado de los svarts?
Una vez más Dave procuró mantener la calma.
—No puedo saberlo— contestó—, pero necesito ayuda y tú eres el único ser vivo de los alrededores.
—Eso es bien cierto —asintió Flidais con aire de sabio—. Todos los demás se han ido al norte, al bosquecillo, o —rectificó juiciosamente— al sur, si es que estaban en el norte.
«¡Vaya!», pensó Dave. «Me he topado con un auténtico bobo. Era lo que me faltaba.»
—He sido la hoja de una espada —le confío Flidais reafirmándolo en su suposición—.
He sido una estrella en la noche, un águila, un ciervo en otro bosque que no era éste. He vivido y muerto en tu mundo dos veces; también he sido un arpa y un arpista.
Sin quererlo, Dave se sentía atraído por aquel ser. En las rojizas sombras del Bosque, su voz salmodiante tenía un misterioso poder.
—Sé —salmodiaba Flidais— cuántos mundos hay y conozco la ciencia de los cielos que aprendió Amairgen. He visto la Luna levantarse desde el otro lado del mar y oí el aullido del perro la noche pasada. Conozco la respuesta de todos los enigmas que existen, excepto de uno, y sé que un hombre muerto guarda el secreto de ese enigma en tu mundo, Davor el del Hacha, Dave Martyniuk.
Contra su voluntad, Dave preguntó:
—¿Qué enigma es ése? —Odiaba esa clase de misterios; sí, los odiaba.
—Ah —dijo Flidais ladeando la cabeza—. ¿Acaso piensas que se puede acceder al conocimiento con tanta facilidad? Ten cuidado o te quemarás la lengua. Te he dicho ya bastante; procura no olvidarlo, aunque de todos modos una mujer de cabellos blancos lo sabrá también. Guárdate del jabalí, guárdate del cisne; el mar salado se llevó el cuerpo de ella.
Sintiéndose ir a la deriva en el mar de sus propios pensamientos, Dave encontró una tabla de salvación.
—¿El cuerpo de Lisen? —preguntó.
Flidais lo miró con atención. Se oía un ligero murmullo entre los árboles.
—También —dijo Flidais al fin—. Muy bien. Sólo por eso podrás quedarte con tu hacha.
Y ahora ven conmigo abajo: te daré comida y bebida.
Al oír mencionar la comida, Dave se dio cuenta de que en verdad estaba hambriento.
Con la sensación de haber conseguido algo, aunque más por puro azar que por otra cosa, Dave siguió a Flidais por los escalones de barro medio deshechos.
Al final de la escalera se extendía una galería subterránea que se abría paso a través de las retorcidas raíces de los árboles. Por dos veces tuvo que bajar la cabeza para poder seguir al hombrecillo hasta una cómoda habitación amueblada con una mesa rústica y unos taburetes. Estaba iluminada por una luz acogedora que no se sabía de dónde surgía.
—He sido un árbol —explicó Flidais como si contestara a una pregunta— y conozco el más secreto nombre de las raíces de la tierra.
—¿El avarlith? —aventuró Dave con gran osadía.
—No exactamente —replicó Flidais—, pero te has acercado, te has acercado. —
Parecía estar de un humor excelente por el rumbo que tomaba la conversación.
Sintiéndose alentado, Dave se aventuró más.
—Llegué hasta aquí con Loren Manto de Plata y cuatro personas más. Yo me separé de ellos. Levon y Torc me acompañaban a Paras Derval cuando sobrevino aquella explosión y fuimos atacados.
Flidais lo miró ofendido.
—Yo ya sé todas esas cosas —dijo con cierta petulancia—. La explosión de que hablas debió de ser una sacudida de la Montaña.
—Así fue —contestó Dave, tomando un sorbo de la bebida que Flidais le ofrecía. Y al instante se desplomó casi inconsciente sobre la mesa.
Flidais lo miró durante largo rato con una expresión inquisitiva. Ya no parecía tan afable y mucho menos loco. Luego en el aire se reveló la presencia que había estado esperando.
—Despacio —dijo—. Estás en una de mis casas y esta noche estás en deuda conmigo.
—De acuerdo. —Ella atenuó entonces un poco el resplandor que surgía de sí misma—.
¿Ya ha nacido?
—Ahora mismo —respondió él—. Estarán pronto de regreso.
—Está bien —dijo ella satisfecha—. Aquí estoy ahora y también lo estaba cuando nació Lisen. ¿Dónde estabas tú entonces? —Su sonrisa era juguetona, inquietante.
—En otra parte —admitió él, como si ella le hubiera sacado un punto de ventaja—. Yo era Taliesen. He sido también un salmón.
—Lo sé —dijo ella. Su presencia iluminaba la habitación como si hubiera una estrella bajo tierra. A pesar de que le había pedido que atenuara su resplandor, él no podía mirarla de frente—. ¿Te gustaría conocer la respuesta del gran enigma?