Él era muy viejo y muy sabio y también era un semidiós, pero aquello era el anhelo más profundo de su alma.
—Diosa —contestó con un desvalido tono de esperanza—, me gustaría mucho.
—También a mí —replicó ella con crueldad—. Si descubres un nombre con el que invocarlo, no dejes de decírmelo —continuó Ceinwen despidiendo una luz tan cegadora que él tuvo que cerrar los ojos, abrumado por el dolor y el temor—. Y no me digas nunca más que estoy en deuda contigo. No te debo nada excepto lo que te había sido prometido, y lo que yo prometo no es una deuda, es un regalo. No lo olvides nunca.
Flidais cayó de rodillas. El resplandor era insoportablemente cegador.
—Ya he conocido —dijo con voz temblorosa— la brillante luz de la Cazadora del Bosque.
Era como una disculpa y ella la aceptó.
—Está bien —dijo por segunda vez atenuando de nuevo el resplandor para que él pudiera mirarla—. Ahora me voy. Me llevaré a este hombre. Hiciste bien en llamarme, porque yo lo he reclamado.
—¿Por qué, diosa? —preguntó en voz baja Flidais, mirando la desvanecida figura de Dave.
Su sonrisa era misteriosa y sobrenatural.
—Porque así me place —respondió. Y, antes de desvanecerse llevando con ella al nombre, habló de nuevo en voz tan baja que casi resultaba inaudible—. Óyeme, criatura del bosque: si llego a saber cómo se llama el Guerrero, te lo diré. Es una promesa.
Abrumado y en silencio cayó de nuevo de rodillas. Ése era y había sido siempre el deseo de su corazón. Cuando levantó la cabeza para mirarla, estaba solo.
Se despertaron los tres a la vez sobre la blanda hierba con la luz de la mañana. Cerca estaban paciendo los caballos. Estaban en el límite del bosque; hacia el sur un camino cruzaba de este a oeste y más allá se levantaban unas suaves colinas. Al otro lado del camino se veía una granja y sobre sus cabezas cantaban los pájaros como si fuera la primera mañana del mundo. Y en realidad lo era.
Era evidente que así era tras los cataclismos que habían sucedido aquella noche. En todos los confines de Fionavar se habían congregado tantos poderes como nunca había sucedido desde que surgieron los mundos y el Tejedor fue dando nombre a los dioses.
Iorweth el Fundador no había presenciado nunca semejante explosión del Rangat ni había visto aquella mano en el cielo; tampoco Conary había oído semejantes truenos en el Bosque de Mörnir ni había tenido noticia del blanco poder de la niebla que había surgido del Árbol del Verano en torno al cuerpo de la víctima. Tampoco Revor ni Amairgen habían visto jamás una Luna como la que aquella noche se había levantado, ni existía relato alguno que diera cuenta de que el Baelrath hubiera respondido con tal fulgor en algún dedo. Y ningún hombre, excepto Ivor dan Banor, había visto volar a Imraith-Nimphais y su Jinete a la luz de las estrellas.
Dadas la congregación y concatenación de unos poderes tan grandes que los mundos ya no podrían ser jamás lo que eran, podría calificarse de pequeño milagro el hecho de que Dave se despertara junto a sus amigos en el frescor de la mañana en el límite del sur de Pendaran, junto al camino que iba de la Fortaleza del Norte a Rhoden; además a su lado había un cuerno.
Era un milagro pequeño comparado con todo lo que había sucedido durante aquel día y aquella noche; pero los que son objeto de la intercesión divina no pueden restarle importancia ni dejar de sentirse maravillados por seguir con vida cuando la muerte ha estado tan cerca.
Y así los tres se levantaron con pavor reverencial y enorme alegría y se contaron sus respectivas aventuras mientras la mañana se llenaba con el gorjeo de los pájaros.
Torc había sido cegado por un tremendo resplandor en el que había intuido, aunque no visto, el dibujo de una silueta. Levon había oído a su alrededor una música atronadora e insistente, un salvaje grito de invocación como si un cazador pasara por encima de su cabeza; luego se había sentido tan triste y rendido que se había quedado dormido, para despertarse junto a sus amigos, sobre la hierba, y descubrir que Brennin se extendía ante ellos bajo la suave luz de la mañana.
—¡Eh, vosotros! —gritó Dave con alegría—. ¿Habéis visto esto? —Cogió el cuerno de color marfil con incrustaciones de oro y plata y misteriosas inscripciones. Con euforia y deleite lo llevó a sus labios y sopló.
Fue una acción temeraria y precipitada, pero que no podía producirles ningún daño porque Ceinwen se había propuesto que él poseyera el cuerno y que aprendiera lo que aprendieron en el momento en que sus notas hirieron la mañana.
Tal había sido su propósito, aunque no le correspondía a ella otorgar tal tesoro. Ellos tenían que hacer sonar el cuerno y conocer su primera propiedad; luego tenían que alejarse del lugar donde el cuerno había estado durante mucho tiempo. Esa había sido su intención, pero en el Tapiz hay algunos dibujos que ni siquiera una diosa puede tejer a su gusto y Ceinwen no había contado con Levon dan Ivor.
El sonido pertenecía a la Luz. Lo supieron en el momento preciso en que Dave hizo sonar el cuerno. Su sonido era brillante, claro, constante, y Dave, mientras lo miraba lleno de asombro tras separarlo de sus labios, comprendió que ninguna criatura de la Oscuridad podría oír nunca ese sonido. Así lo sintió en el fondo de su corazón y con razón, pues aquélla era la primera propiedad del cuerno.
—Vamonos —dijo Torc, mientras morían los dorados ecos del instrumento—. Todavía estamos dentro del Bosque. Vayámonos.
Obedientemente, Dave se dispuso a montar en su caballo, conmovido todavía por el sonido.
—¡Esperad! —los detuvo Levon.
Quizás había en Fionavar cinco hombres que conocían la segunda propiedad de aquel regalo, y ninguno en los restantes mundos. Uno era Gereint, el chamán de la tercera tribu de los dalreis, que tenía conocimiento de muchísimas cosas perdidas y que había sido el maestro de Levon dan Ivor.
Ella no lo sabía, pues ni siquiera las diosas pueden saberlo todo. Había querido hacerles un pequeño regalo, pero lo que sucedió fue otra cosa muy distinta y, por cierto, no pequeña. Mientras las manos del Tejedor estaban todavía sobre el Telar, Levon dijo:
—Debería haber por aquí un árbol con una horcadura.
Y con sus palabras se añadió en el Tapiz un hilo que había estado perdido desde hacía muchísimo tiempo.
Torc encontró el árbol. Un enorme fresno había sido partido por un rayo —ellos no podían adivinar cuándo había sucedido— y su tronco estaba ahora hendido a la altura de la cabeza, de un hombre.
En silencio, Levon y Dave se acercaron a donde estaba Torc. Dave vio la tensión de su rostro. Luego Levon habló de nuevo:
—Y ahora la roca.
De pie junto al árbol examinaron la horcadura del fresno. Dave se fijó en su ángulo.
—Allí —dijo señalando con el dedo.
Levon miró; un asombro indecible se leía en sus ojos. Una roca se alzaba en un pequeño terraplén en el límite del Bosque.
—Sabed —dijo casi en un susurro— que hemos encontrado la Cueva de los Durmientes.
—No entiendo —dijo Torc.
—La Caza Salvaje —contestó Levon. Dave sintió un escalofrío en su nuca—. En este lugar duerme el más salvaje poder mágico que nunca ha existido. —La voz de Levon, normalmente imperturbable, expresaba una tensión impresionante—. Davor, has tocado el Cuerno de Owein. Si pudiéramos encontrar la llama, ellos podrían cabalgar de nuevo.
¡Por todos los dioses!
Levon se quedó callado un momento; luego, mientras observaban la roca a través de la hendedura del fresno, se puso a cantar:
La llama despertará de su sueño a los reyes llamados por el cuerno, pero, aunque respondan desde las profundidades,
nunca podréis esclavizar
a los que vienen
cabalgando desde la Fortaleza de Owein
guiados por un niño.
—La Caza Salvaje —repitió Levon cuando se extinguió el eco de su canción—. No tengo palabras para explicaros lo lejos que está de nosotros tres. —Y ya no pudo decir nada más.
Luego se alejaron a caballo de aquel lugar, de la roca y del árbol hendido; el cuerno colgaba en la cadera de Dave. Cruzaron el camino y de común y tácito acuerdo decidieron que nadie debía verlos hasta que se encontraran con Manto de Plata y el soberano rey.
Cabalgaron durante toda la mañana a través de las accidentadas tierras de labor; de vez en cuando caía una lluvia muy tenue. Era evidente que la reseca tierra la estaba necesitando.
Después del mediodía salvaron unos altozanos que se extendían hacia el sudeste y allá abajo, ante ellos, vieron un lago que brillaba como si fuera una joya, rodeado de montañas. La vista era bellísima y se detuvieron un momento para gozar de ella. Junto al lago había una pequeña casa de labor con un patio y un granero en la parte trasera.
Descendieron poco a poco y habrían pasado de largo junto a ella, como habían hecho ante otras, si, al llegar abajo, una anciana de cabellos blancos no hubiera salido de la casa y se hubiera quedado observándolos.
Al mirarla a medida que se acercaban, Dave se dio cuenta de que en realidad no era tan vieja. Entonces ella se llevó la mano a la boca con un gesto que a él le pareció familiar.
Luego ella corrió sobre la hierba a su encuentro; con una explosión de alegría en su corazón, Dave saltó del caballo y corrió y corrió hasta que Kim estuvo entre sus brazos.
El príncipe Diarmuid, en su calidad de guardián de la Fortaleza del Sur, tenía una casa en la capital; en realidad, era un pequeño cuartel para aquellos de sus hombres que por alguna razón tuvieran que alojarse en la ciudad. Allí prefería pernoctar cuando estaba en Paras Derval y allí fue a buscarlo Kevin la mañana que siguió a todos aquellos desastres, después de haber pasado toda la noche luchando consigo mismo.
Y todavía se sentía inquieto mientras se dirigía allí desde el palacio, caminando bajo la lluvia. No podía pensar con demasiada claridad, porque aquella mañana el dolor lo hería hasta lo más profundo. Lo que lo había obligado a dirigirse allí, a tomar una resolución, era la terrorífica imagen de Jennifer atada al cisne negro y arrastrada hacia el norte para ser entregada a aquella terrible garra que había surgido de la Montaña.
El problema era adonde ir, adonde debía conducirlo su sentido de la lealtad. Loren y Kim, cobardemente cambiados, prestaban claro apoyo a aquel príncipe serio y agradable que había regresado de un modo tan repentino.
—Es mi guerra —le había dicho Aileron a Loren, y el mago había asentido en silencio.
Y aquello, en cierto modo, no le dejaba a Kevin ninguna otra salida.
Pero, por otra parte, Diarmuid era el heredero del trono y Kevin era uno de sus hombres, si es que en realidad era algo en aquella tierra. Y lo era desde los sucesos de Saeren y Cathal, y sobre todo desde la mirada que él y el príncipe habían intercambiado cuando acabó su canción en «El Jabalí Negro».
Necesitaba hablar con Paul; por Dios, cómo lo necesitaba. Pero Paul estaba muerto, y sus amigos más íntimos en aquel lugar eran Erron, Carde y Kell. Y además el príncipe.
De modo que entró en el cuartel y preguntó con toda firmeza:
—¿Dónde está Diarmuid? —Y entonces se quedó petrificado.
Todos estaban allí reunidos: Tegid, los compañeros de la expedición hacia el sur y otros que no conocía. Estaban sentados totalmente sobrios en torno a unas mesas dispuestas a lo ancho de la habitación, pero se levantaron en cuanto él entró. Todos iban vestidos de negro con una banda roja sobre su brazo izquierdo.
Diarmuid también se había puesto en pie.
—Entra —le dijo—. Veo que traes noticias. Pero espera un momento. —Su voz, por lo común áspera, expresaba una tranquila emoción—. Ya sé que tu dolor sobrepasa en mucho al de todos, pero los hombres de la Frontera del Sur han llevado siempre una banda roja en su brazo cuando uno de los suyos muere; y hoy hemos perdido a dos: Drance y Pwyll. Él también era uno de los nuestros, así lo sentimos todos nosotros.
¿Dejarás que lloremos contigo la pérdida de Paul?
Kevin ya no tenía fuerza, sólo tristeza. Y asintió con la cabeza, pues casi tenía miedo de hablar. Pero logró sosegarse y, tragando saliva, logró decir:
—Por supuesto. Muchas gracias. Pero primero son los negocios. Tengo noticias que me gustaría que conocieras.
—Dímelas, aunque con seguridad ya las conozco.
—No lo creo. Tu hermano regresó anoche.
El rostro de Diarmuid adquirió una expresión irónica. Pero la noticia lo había sorprendido y, antes de la reacción de burla, había aparecido en su cara otra expresión.
—Ah —dijo el príncipe en un tono muy agrio—. Debería haberlo adivinado por el color grisáceo del cielo. Y, claro —prosiguió ignorando el murmullo que se había levantado entre sus hombres—, ahora hay un trono que conquistar. Tenía que volver. A Aileron le gustan los tronos.
—No hay nada que conquistar —interrumpió Kell con vehemencia y el rostro encendido—. Diar, tú eres el heredero. Lo aplastaré antes de que intente quitártelo.
—Nadie —replicó Diarmuid, que jugueteaba con un cuchillo que había sobre la mesa— va a quitarme nada. Y mucho menos Aileron. ¿Hay algo más, Kevin?
Lo había, desde luego. Les habló de la muerte de Ysanne y de la transformación de Kim, y luego, de mala gana, del tácito apoyo de Loren al príncipe Aileron. Los ojos del príncipe no se separaban de los suyos y la huella de su sonrisa no llegaba a desaparecer de sus labios. Seguía jugando con el cuchillo.
Cuando Kevin hubo acabado de hablar, un silencio absoluto reinó en la habitación, sólo roto por los furiosos pasos de Kell que paseaba arriba y abajo.
—Estoy en deuda contigo —dijo por fin Diarmuid—. No sabía nada de todo eso.
Kevin hizo un gesto de asentimiento. En ese preciso momento alguien llamó a la puerta y Carden fue a abrir.
En el umbral, con el agua chorreándole por el sombrero y el manto, se erguía la fuerte y cuadrada figura de Gorlaes, el canciller. Antes de que Kevin pudiera reaccionar ante su presencia allí, Gorlaes había entrado en la habitación.
—Príncipe Diarmuid —declaró sin más preámbulos—, mis espías me han informado que tu hermano ha regresado del exilio. Por la corona, supongo. Tú, mi señor, eres el heredero del trono y juro obedecerte. He venido a ofrecerte mis servicios.
Ante esto Diarmuid rompió a reír a carcajadas que resonaron en la habitación llena de hombres enlutados.