Eso le recordó otra cosa; miró hacia abajo y vio que todavía sostenía los apuntes de Procesal de Kevin Laine.
Aquel absurdo, aquella total incongruencia en aquel lugar oscuro donde todo era viento y hierba lograron relajarlo. Exhaló un profundo suspiro, como antes de saltar durante un partido. Había llegado la hora de hacer frente a las adversidades. Había llegado la hora del
boy scout.
«Paras Derval, donde reina Ailell», había dicho el anciano. ¿Se vería alguna ciudad en el horizonte? Cuando la Luna salió detrás de las nubes impelidas por el viento, Dave se volvió hacia el norte y vio Rangat con toda nitidez.
Mientras esto sucedía, no estaba en modo alguno cerca de los demás. Todo lo que Kim había logrado al agarrarlo con desesperación del brazo había sido mantenerlo en la misma dimensión, en el mismo mundo en que estaban ellos. Estaba, pues, en Fionavar, pero muy en el norte, y ante él se alzaba, con una altura de trece mil metros, la Montaña, blanca y amenazadora bajo la luz de la luna.
—¡Ay, la Virgen! —exclamó Dave Martyniuk involuntariamente.
Esto salvó su vida.
De las nueve tribus de los dalreis, todas excepto una se habían trasladado hacia el este y el sur aquella temporada, aunque los mejores pastos para los eltors estaban en el noroeste, como siempre sucedía en verano. Los mensajes que los aubereis trajeron de Celidon eran muy claros: la presencia de svarts alfar y de lobos en los confínes de Pendaran era suficiente como para que muchos jefes se llevaran lejos a sus pueblos.
También se había dicho que había urgachs entre los svarts. Era suficiente. Se marcharon al sur del río Adein y del Rienna, donde los rebaños estaban más flacos y eran menos numerosos; estarían a salvo en torno al lago Cyn y junto al río Latham.
Ivor dan Banor, jefe de la tercera tribu, fue como siempre la excepción. Pero no se quedó porque descuidara a su tribu, a sus hijos. Nadie que lo conociera podría pensar tal cosa. Pero había otras circunstancias a tener en cuenta, pensaba mientras permanecía despierto hasta muy tarde en la casa del jefe.
En primer lugar, la Llanura y los rebaños de eltors pertenecían a los dalreis, y no sólo de un modo simbólico. Colan se los había dado a Revor después del Bael Rangat, para que pertenecieran a él y a su pueblo tanto tiempo como prevaleciera el Soberano Reino.
Se lo habían ganado cuando cabalgaron enloquecidamente sembrando el terror a través de Pendaran y de la Tierra de la Sombra y cuando hicieron un lazo en el hilo del tiempo al irrumpir cantando en el campo de batalla a la puesta del sol, cuando todo estaba ya perdido. Ivor se estremecía sólo de pensarlo: pues los jinetes, los Hijos de la Paz, habían hecho eso… En otros tiempos habían sido auténticos gigantes.
Gigantes que se habían ganado la Llanura. «Para tenerla y conservarla», pensó Ivor.
No para correr a ponerse al abrigo a la más mínima señal de peligro. No era digno de Ivor escapar de los svarts.
Por eso la tercera tribu no se había marchado. No se habían quedado en los confines de Pendaran, pues eso hubiera sido una temeridad innecesaria. Había una tierra muy buena a cinco leguas del bosque y tenían a su disposición hermosos rebaños de eltors.
Era un lujo, habían dicho los cazadores mostrándose de acuerdo. Pero él sabía que hacían un signo para protegerse del mal cuando la cacería los llevaba hasta la vista del Gran Bosque. Y había entre ellos algunos, Ivor lo sabía muy bien, a quienes les hubiera gustado estar lejos de allí.
Había además otra razón para quedarse. Las noticias que los aubereis traían del sur no eran demasiado buenas: Brennin estaba asolado por la sequía; y de su amigo Tulger de la octava tribu le había llegado el secreto mensaje de que había serios problemas en el Soberano Reino. ¿Por qué, pensaba Ivor, tenían ellos que ir hasta allí? Después de un invierno duro, lo que la tribu necesitaba era un verano apacible y tranquilo en el norte.
Necesitaban el aire fresco y los gordos rebaños para procurarse comida y ropa de abrigo para el invierno.
Había también otra razón. Un número de muchachos mayor que el acostumbrado debía superar su ayuno ese año. La primavera y el verano eran la época del ayuno sagrado entre los dalreis y la tercera tribu había tenido siempre mucha suerte en un bosquecillo que había en el noroeste. Era una tradición. Allí había visto Ivor su halcón mirándolo con ojos brillantes desde lo más alto de un olmo, durante su segunda noche. El bosquecillo de Faelinn era un buen lugar y los jóvenes merecían ir allí si es que podían.
También Tabor, su hijo más pequeño de catorce años. El tiempo pasaba. Sería este verano. Ivor tenía doce años cuando encontró su halcón; Levon, su hijo mayor, su heredero, que sería jefe a su muerte, había visto su tótem a los trece.
Se rumoreaba, entre las mujeres que estaban siempre discutiendo por él, que Levon había visto durante su ayuno a un Caballo Real. Ivor sabía que no era verdad, pero había algo de ese caballo en Levon: sus ojos castaños, su indomable porte, su sincera e inocente naturaleza, incluso sus largos y finos cabellos rubios que llevaba siempre sueltos.
Tabor, en cambio, era diferente. Aunque aquello era injusto, se dijo a sí mismo Ivor, pues su nervioso hijo menor era sólo un niño, todavía no había tenido su ayuno. A lo mejor lo lograba aquel verano. Por eso quería que Tabor pudiera ir a aquel bosque que les daba suerte.
Y, por encima de las demás, Ivor tenía aún otra razón: un vago presentimiento en lo más profundo de su mente. Prefería dejarlo allí. La mayoría de las cosas, lo sabía por experiencia, debían salir a la luz en su debido momento. Y él era un hombre paciente. Por eso se habían quedado.
En esos momentos había dos muchachos en el bosquecillo de Faelinn. Gereint había pronunciado sus nombres hacía dos días, y la palabra del chamán significaba entre los dalreis el paso de muchacho a hombre.
Ahora había dos muchachos en el bosque, ayunando; pero, aunque Faelinn era un lugar de suerte, estaba demasiado cerca de Pendaran. Por eso Ivor, el padre de toda su tribu, había tomado precauciones para protegerlos. Saberlo los habría avergonzado, y también a sus padres, por tanto sólo con una mirada Ivor había ordenado a Torc que cabalgara tras ellos sin dejarse ver.
Torc a menudo salía del campamento por las noches. Era su manera de ser. Los más jóvenes decían riendo que su animal había sido un lobo y se reían mucho con esta idea, aunque un poco impresionados. Torc se parecía a un lobo, con su cuerpo enjuto, sus largos y tiesos cabellos negros y sus ojos oscuros e inescrutables. Nunca llevaba camisa, ni mocasines; sólo unas polainas de piel de eltor teñidas de negro para no ser visto por la noche.
El Proscrito. Él no tenía ninguna culpa; Ivor lo sabía y resolvió por enésima vez tomar alguna medida sobre semejante nombre. Tampoco Sorcha, el padre de Torc, había tenido ninguna culpa. Sólo pura mala suerte. Sorcha había matado una hembra de eltor preñada.
Había sido un accidente, según coincidieron los cazadores en la asamblea: el macho que él había acuchillado había caído delante de la hembra, que había tropezado con él y se había roto el cuello. Cuando los cazadores llegaron hasta ella se dieron cuenta de que estaba preñada.
Fue un accidente, por eso Ivor lo había desterrado en lugar de matarlo. No podía hacer otra cosa. Ningún jefe puede alzarse por encima de las Leyes para gobernar a su pueblo.
Sorcha había sido, pues, desterrado; un solitario y oscuro castigo que lo alejaba de la Llanura. Al día siguiente de su marcha encontraron a Meisse, su esposa, muerta por su propia mano. Y Torc, que entonces tenía sólo once años, había quedado marcado por la doble tragedia.
Había sido nombrado por Gereint aquel verano, el mismo en que fue llamado Levon.
Apenas tenía doce años cuando encontró a su animal y había sido desde entonces un solitario que vivía al margen de la tribu. Era tan buen cazador como cualquier otro de la tribu, e incluso tan bueno como Levon, tenía que admitir en justicia Ivor. O quizá no tan bueno.
El jefe sonrió para sí mismo en la oscuridad. Eso, pensó, era ser indulgente consigo mismo. Al fin y al cabo, Torc era también su hijo, todos en la tribu eran sus hijos. A él le gustaba mucho aquel hombre moreno, aunque Torc podía tener un carácter difícil; confiaba en él. Era competente y discreto en los trabajos como el de aquella noche.
Ivor, despierto junto a Leith, con todo su pueblo congregado en torno a él en el campamento y los caballos encerrados para pasar la noche, se sentía mejor sabiendo que Torc vigilaba a los muchachos en la oscuridad. Se dio una vuelta tratando de dormir.
Al cabo de un rato, el jefe oyó un amortiguado ruido que le resultaba familiar y supo que alguien más estaba despierto en la casa. Pudo oír los ahogados sollozos de Tabor en la habitación que compartía con Levon. Era duro para el muchacho, lo sabía; catorce años eran suficientes para ser nombrado, sobre todo si se era hijo del jefe y hermano de Levon.
Hubiera consolado a su hijo, pero sabía que era mejor dejarlo solo. No era malo saber lo que significaba el dolor, y vencerlo enseñaba a respetarse a sí mismo. Tabor haría lo correcto.
Poco después cesaron los sollozos. También Ivor se quedó dormido, aunque antes hizo lo que hacía tiempo no había hecho.
Dejó el calor de su lecho en el que se oía la regular respiración de Leith y fue a ver a sus hijos. Primero a los varones: el hermoso y sencillo Levon y el moreno y nervioso Tabor; luego se dirigió a la habitación de Liane.
Cordeliane, su hija. Con satisfecho orgullo miró su morena cabeza, las largas pestañas de sus ojos cerrados, la nariz respingona, la boca sonriente…; incluso en sueños reía.
¿Cómo el rechoncho, cuadrado y robusto Ivor había podido tener unos hijos tan apuestos y una hija tan bella?
Todos en la tribu eran sus hijos…; pero aquéllos, aquéllos…
Torc había tenido una noche muy mala. Primero aquellos dos idiotas que habían salido para su ayuno y que, con completa inconsciencia, se habían detenido a una distancia tan sólo de seis metros uno de otro, uno a cada lado de un grupo de arbustos del bosque.
¡Era ridículo! ¿Qué clase de criaturas enviaban ahora al ayuno?
Con una serie de gangosos gruñidos que eran como para acobardar a cualquiera, se las había arreglado para asustar a uno de ellos y obligarlo a alejarse unos cuatrocientos metros más. Era una interferencia con el ritual, suponía, pero el ayuno no había hecho más que empezar y aquellas criaturas necesitaban en verdad toda la ayuda que se les pudiera dar: el olor a hombre en aquellos arbustos habría sido tan fuerte que los pobres habrían terminado por encontrarse uno a otro como sus respectivos animales tótems.
Era divertido, pensó. Torc no encontraba divertido casi nada, pero la imagen de aquellos dos ayunadores de trece años convirtiéndose cada uno en el tótem del otro lo hizo reír en la oscuridad.
Dejó de reír cuando, al escudriñar la arboleda, encontró un rastro que no conocía.
Después de un momento pensó que tenía que ser de un urgach, lo cual era peor que malo. Los svarts no le habrían preocupado a no ser que fueran un grupo. Había visto a muchos en sus solitarias correrías al oeste de Pendaran. También había encontrado la pista de un grupo de ellos, con lobos. Había sucedido hacía una semana y se dirigían hacia el sur con bastante prisa. No había sido algo agradable de encontrar, y se lo había hecho saber a Ivor y también a Levon como jefe de los cazadores, pero por el momento no era asunto que les concerniera.
Esto sí les concernía. Nunca había visto a un urgach, ni tampoco ninguno de los hombres de su tribu, pero había oído leyendas y relatos junto al fuego que le hacían ser precavido. Recordaba muy bien los cuentos que había oído antes de que llegaran los malos tiempos cuando él sólo era un niño en la tercera tribu, un niño como todos los demás, que temblaba morbosamente de miedo junto al fuego, temiendo que su madre le ordenara acostarse, mientras oía a los más viejos contar sus historias.
Arrodillado junto al rastro, el rostro de Torc tenía una expresión preocupada. Aquello no era Pendaran donde de todos era conocido que vagaban criaturas de la Oscuridad. Un urgach, o quizá más de uno en el bosquecillo de Faelinn, el bosque de la suerte de la tercera tribu, era un asunto grave. Era gravísimo, pues dos criaturas estaban cumpliendo su ayuno aquella noche.
Moviéndose en silencio, Torc siguió aquel enorme y pesado rastro y, consternado, comprobó que se dirigía hacia el este, fuera del bosque. ¡Un urgach en la Llanura! Las fuerzas de la Oscuridad estaban por todas partes. Y, por primera vez, puso en tela de juicio la decisión del jefe de permanecer en el noroeste aquel verano. Estaban solos, lejos de Celidon, lejos de las demás tribus que hubieran podido unirse a ellos para combatir a aquellos diablos que parecían moverse por todas partes.
Los dalreis eran llamados los Hijos de la Paz, pero algunas veces la paz había que ganarla.
A Torc le gustaba estar solo, siempre había estado solo desde que era un hombre. Los jóvenes lo llamaban el Proscrito en son de burla. También el Lobo. ¡Estúpidas criaturas!
Los lobos iban siempre en manada. ¿Cuándo había ido él así? La soledad le había procurado una cierta amargura, porque todavía era joven y el recuerdo de otros tiempos estaba lo bastante fresco como para hacerle daño. También lo había convertido en un ser muy taciturno, resultado de largas noches pasadas en la oscuridad; en un ser que contemplaba lo que los humanos hacían con la mirada de un intruso. Era una especie de animal. Y la falta de tolerancia no podía ser en él un defecto sorprendente.
Tenía reflejos rápidos.
Con el cuchillo en la mano se arrastró desde los árboles y se ocultó en una hondonada tan pronto como vio una voluminosa sombra a la luz de un repentino rayo de luna. El cielo estaba cubierto de nubes; de otro modo le habría visto antes. Era muy grande.
Estaba de espaldas al viento, lo cual era una ventaja. Moviéndose con rapidez y en silencio, Torc atravesó el terreno descubierto, hacia la Figura que acababa de ver. Había dejado su arco y su espada en el caballo; una estupidez, sin duda. ¿Acaso se puede matar a un urgach sólo con un cuchillo?, se preguntaba una parte de él.
La otra estaba concentrada. Estaba a una distancia de diez pasos; aquella criatura no lo había visto, pero era evidente que estaba enfurecida y que era muy alta —casi treinta centímetros más alta que él—; un enorme bulto entre las sombras de la noche.