El ascenso de Endymion (100 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—Joder, tardaste bastante en volver aquí, holgazán —dijo la momia envuelta en su telaraña de tubos y filamentos—. Creí que tendría que ir a buscarte dondequiera que estuvieras remoloneando como un maldito parásito.

La criatura demacrada tendida en la cama flotante, en el centro de esas máquinas, monitores, respiradores y enfermeras androides, no se parecía tanto al viejo rejuvenecido de quien yo me había despedido hacía menos de una década para mí y sólo dos años de vigilia para él. Era un cadáver insepulto. Hasta su voz era una reestructuración electrónica de jadeos subvocalizados.

—¿Has terminado de curiosear, imbécil, o quieres comprar otro billete para el espectáculo circense? —preguntó el sintetizador de voz.

—Lo lamento —murmuré, sintiéndome como un niño mal educado.

—Nada se gana con lamentar —dijo el viejo poeta—. ¿Piensas contármelo todo o quedarte allí como el palurdo que eres?

—¿Contar? —dije, abriendo las manos y dejando la pizarra en una bandeja—. Creo que usted sabe lo esencial.

—¿Lo esencial? —rugió el sintetizador, interpretando el torrente de toses y jadeos—. ¿Qué diablos sabes de lo esencial, muchacho?

La última enfermera androide se perdió de vista.

Sentí rabia. Tal vez la edad hubiera corroído la mente de ese viejo bastardo además de sus modales, si alguna vez los tuvo. Al cabo de un silencio sólo interrumpido por el jadeo de los fuelles mecánicos que había bajo la cama, que bombeaban aire en los inservibles pulmones del moribundo, dije:

—Contar. De acuerdo. La mayoría de las cosas que me pidió están hechas, M. Silenus. Aenea terminó con el dominio de Pax y la Iglesia. El Alcaudón parece haber desaparecido. El universo humano ha cambiado para siempre.

—El universo humano ha cambiado para siempre —parodió el viejo poeta con su voz de sintetizador—. Joder. ¿Acaso os pedí que cambiarais el jodido universo para siempre?

Evoqué nuestra conversación de una década atrás.

—No —dije al fin.

—Ahí tienes —rezongó el viejo—. Tus neuronas empiezan a despertar. Santo cielo, muchacho, creo que esa caja de Schrödinger te volvió más estúpido de lo que eras.

Esperé. Si esperaba el tiempo suficiente, quizás el viejo se muriera en paz.

—¿Qué te pedí que hicieras antes de tu partida, niño maravilla? —preguntó con la voz de un maestro irritado.

Traté de recordar los detalles, aparte de su petición de que Aenea y yo destruyéramos el férreo dominio de Pax y derrocáramos una Iglesia que controlaba cientos de mundos. El Alcaudón... no, no se refería a eso. Hurgando en el Vacío Que Vincula en vez de mi falible memoria, recobré sus últimas palabras antes de partir en la alfombra voladora: «Ponte en marcha. Envíale mi amor a Aenea. Dile que el tío Martin espera ver Vieja Tierra antes de morir. Dile que el vejete ansia oírle exponer el sentido de cada forma, movimiento y sonido.»
La esencia de las cosas.

—Ah. Lamento que Aenea no esté aquí para hablar con usted.

—También yo, muchacho —susurró el vejete—. También yo. Y no me muestres ese termo de cenizas que trae el sacerdote. No me refería a eso cuando dije que quería ver de vuelta a mi sobrina antes de morir.

Asentí, sintiendo dolor en la garganta y el pecho.

—¿Qué hay del resto? —preguntó—. ¿Vas a cumplir mi última petición o me dejarás morir mientras sigues hurgándote el estúpido trasero con tu pulgar de gran discípulo?

—¿Última petición? —repetí. Mi cociente intelectual parecía bajar cincuenta puntos cuando estaba en presencia de Martin Silenus.

El sintetizador suspiró.

—Dame esa pizarra, si quieres que te lo escriba en letras de imprenta, muchacho. Quiero ver Vieja Tierra antes de estirar la pata. Quiero volver allá. Quiero ir a casa.

Al final decidimos no moverlo de la torre. Los enfermeros androides conferenciaron con los médicos éxters, que recibieron permiso para aterrizar y deliberaron con el autocirujano de la nave del cónsul, que deliberó electrónicamente con los monitores que rodeaban al poeta, y el veredicto fue el mismo. Tal vez muriera si lo llevábamos a la nave del cónsul o la nave arbórea, sacándolo de la torre y sometiéndolo al más leve cambio de gravedad o presión.

Así que llevamos la torre y una gran parte de Endymion con nosotros.

Ket Rosteen y los éxters se encargaron de los detalles, bajando una docena de ergs de su guarida de la nave arbórea. Estimo que unas diez hectáreas se elevaron en el aire durante ese encantador amanecer de Hyperion, incluida la torre, la nave espacial del cónsul, los vibrantes cubos de Moebius que habían transportado a los ergs, el deslizador, los anexos de cocina y lavandería, parte del viejo laboratorio de química del campus, varios edificios de piedra, la mitad del puente del río Piñón y unos millones de toneladas métricas de roca y subsuelo. El ascenso fue imperceptible. Los ergs y sus controladores éxters y templarios manejaron tan bien los campos de contención y ascenso que ni notamos el movimiento, salvo porque el cielo matinal se convirtió en un campo estelar en la apertura circular de la torre, y por los holos de la habitación que mostraban nuestro avance. De pie en esa habitación, mientras las estrellas rotaban arriba, A. Bettik, el padre De Soya, algunas enfermeras androides y yo observábamos esos holos directos mientras yo sostenía la mano del viejo.

Endymion, la ciudad más vieja de nuestro mundo y origen de mi apellido familiar, se deslizó por el amanecer y la atmósfera para ser abrazada por la nave arbórea que nos esperaba en órbita. El
Sequoia Sempervirens
había abierto sus ramas para recibirnos, así que pudimos caminar desde el suelo de Hyperion hasta los grandes puentes, ramas y sendas de la nave sin sentir la transición. Luego la nave arbórea apuntó hacia las estrellas.

—Tú tendrás que hacer la próxima parte, Raul —dijo la Dorje Phamo—. M. Silenus no sobrevivirá a una traslación Hawking, ni a la deuda temporal de una fuga.

—Esta nave arbórea es enorme —dije—. Hay muchas personas y máquinas a bordo. Ayudaréis, espero.

—Desde luego —dijo esa mujer alta de cabello desgreñado y gris.

—Sí —dijeron el Dalai Lama, George y Jigme.

—Ayudaremos —dijo Rachel, que estaba junto a Theo. Ambas mujeres parecían más viejas.

—Nosotros también lo intentaremos —dijo De Soya, hablando en nombre de Ket Rosteen y los demás.

En el puente de la nave, mientras A. Bettik atendía a su ex amo, la Dorje Phamo, Rachel, Theo, el Dalai Lama, George, Jigme, el padre De Soya, el capitán templario y los demás nos cogimos de la mano. Yo completé el círculo. Cerramos los ojos y escuchamos las estrellas.

Esperaba que el río de estrellas que era la Nube Magallánica Menor pendiera sobre la nave arbórea cuando emergimos de la luz, pero era obvio que todavía estábamos en la Vía Láctea, a pocos años-luz del sistema de Hyperion, a juzgar por las constelaciones. Habíamos ido a alguna parte, pero el mundo que brillaba sobre el ramaje no era la esfera azul y blanca de Vieja Tierra, ni siquiera un planeta similar, sino un rojo y seco mundo desértico sembrado de cráteres, con un reluciente casquete polar blanco.

—Marte —dijo A. Bettik—. Hemos regresado al sistema de Vieja Tierra, cerca de la estrella llamada Sol.

Oímos la resonancia de la voz de Fedmahn Kassad en el Vacío. Nos libreyectamos hacia abajo, lo encontramos, le explicamos el viaje. Él no necesitaba la explicación porque nos había oído llegar. Lo llevamos a bordo del
Sequoia Sempervirens.

Martin Silenus hizo saber que deseaba hablar con su ex compañero de peregrinación, y yo fui a la torre con el soldado.

—El sistema de Vieja Tierra está seguro, tal como me ordenó La Que Enseña —dijo Kassad cuando pisamos el suelo de Hyperion donde el fragmento de ciudad descansaba entre las ramas de la nave arbórea—. Hace diez meses que ninguna nave de Pax pone a prueba nuestras defensas. Nadie, ni siquiera nuestras propias naves, podrá acercarse más de veinte millones de kilómetros a Vieja Tierra.

—¿Vieja Tierra? —repetí. Me paré en seco. Kassad se detuvo y me miró con su rostro delgado y moreno.

—¿No lo sabías? —preguntó.

El soldado señaló un punto en el cielo. La nave arbórea aceleraba bajo el impulso controlado por los ergs.

Parecía una estrella doble, como cualquier planeta con una luna grande. Pero ahora veía el fulgor pálido de la luna, más pequeña, más fría. Y la cálida y vital pulsación azul y blanca que era Vieja Tierra.

A. Bettik se reunió con nosotros en la entrada de la torre.

—¿Cuándo fue...? ¿Cuándo... cómo... cuándo regresó? —balbuceé, mirando la creciente Vieja Tierra.

—En el momento del Momento Compartido —dijo Kassad. Se sacudió polvo del uniforme negro, preparándose para ver al viejo poeta.

—¿Todos lo saben? —pregunté. Pobre y tonto Raul Endymion. Siempre el último en enterarse.

—Ahora sí —dijo el coronel Fedmahn Kassad.

Los tres subimos para ver al moribundo.

Martin Silenus se alegró de reunirse con su viejo amigo después de casi tres siglos de separación.

—Conque tu negra alma asesina se convertirá en cristal semilla cuando construyan el Alcaudón dentro de un milenio, ¿eh? —graznó el viejo a través del sintetizador—. Bien, mil gracias, Kassad.

El soldado miró de hito en hito a la momia sonriente.

—¿Por qué no estás muerto, Martin? —preguntó.

—Lo estoy, lo estoy —tosió Silenus—. Dejé de respirar hace siglos. Sólo que todavía no se han dado cuenta de que deben enterrarme. —El sintetizador no intentó traducir los jadeos y carraspeos que siguieron.

—¿Alguna vez terminaste ese chapucero poema en prosa? —preguntó el soldado mientras el viejo seguía tosiendo, haciendo temblar la telaraña de tubos y cables.

—No —dije yo, hablando en nombre del moribundo—. No pudo.

—Sí —dijo Martin Silenus por su micrófono de garganta—. Lo terminé.

Me quedé atónito.

—En realidad —graznó el poeta—, él lo terminó por mí. —Alzó apenas un brazo huesudo envuelto en carne apergaminada. Me señaló con un pulgar deformado por la artritis.

El coronel Kassad me miró de soslayo. Sacudí la cabeza.

—No seas tan obtuso, muchacho —dijo Martin Silenus con lo que el altavoz tradujo como un tono afectuoso—. ¿Ves tu pizarra por aquí?

Giré hacia la bandeja donde había dejado la pizarra. No estaba.

—Todo impreso. Mil millones de copias de seguridad. Lo envié a la esfera de datos antes de que nos libreyectáramos aquí —jadeó Silenus.

—No hay esfera de datos —dije.

Martin Silenus rió entre toses. El sintetizador tradujo así algunas de esas toses:

—No sólo eres tonto, muchacho. No tienes remedio. ¿Qué crees que es el Vacío? Es la puñetera esfera de datos del puñetero universo, muchacho. La escuché durante siglos antes que la niña me permitiera comulgar con ella con esos bichos nanotécnicos. Eso es lo que hacen los escritores, artistas y creadores, muchacho. Escuchan el Vacío y tratan de oír los pensamientos de los muertos. Sentir su dolor. El dolor de los vivos, también. Encontrar una musa es sólo el modo en que un artista o un santo mete un pie en el umbral del Vacío Que Vincula. Aenea lo sabía. Tú también deberías saberlo.

—Usted no tenía derecho a transmitir mi relato —protesté—. Es mío. Yo lo escribí. No forma parte de los
Cantos
. —Si hubiera sabido con certeza cuál de esos tubos era la manguera de oxígeno, la habría pisado hasta acallar sus resuellos.

—Pamplinas, muchacho. ¿Para qué crees que te di estas vacaciones de once años?

—Para rescatar a Aenea —dije.

El poeta rió y tosió.

—Ella no necesitaba que la rescataran, Raul. Joder, por lo que vi mientras sucedía, era ella quien sacaba las castañas del fuego. Aun cuando el Alcaudón se encargó de salvarla, fue sólo porque esa niña lo había domado. —Los blancos ojos de la momia, con sus gafas de detección de video, giraron hacia el coronel Kassad—. Es decir, te había domado a ti, futura máquina de matar.

Me alejé de la cama y me apoyé en un biomonitor para no caerme. Arriba, en el ancho círculo que era la parte superior de la torre, la Vieja Tierra crecía.

—Pero aún no has concluido, muchacho —dijo Martin Silenus con voz socarrona—. Los
Cantos
no están terminados.

Lo miré.

—¿A qué se refiere?

—Tienes que llevarme allá abajo para que podamos terminarlos, Raul. Juntos.

No pudimos libreyectarnos a Vieja Tierra porque no había nadie a quien yo pudiera usar como radiofaro para el viaje, así que decidimos valernos de los ergs para manipular todo el fragmento de Endymion. Esto podía ser fatal para el viejo poeta, pero el viejo poeta nos gritó que cerráramos el puñetero pico y nos dejáramos de chorradas. Hacía unas horas que el
Sequoia Sempervirens
estaba en órbita baja de la Vieja Tierra, o simplemente la Tierra, como Martin Silenus exigía que la llamáramos. Los sistemas ópticos, de radar y otros sensores de la nave mostraban un mundo despojado de vida humana pero poblado de animales, aves, peces, plantas y una atmósfera libre de polución. Yo pensaba descender en Taliesin Oeste, pero los telescopios mostraban que los edificios ya no estaban. Sólo quedaba el desierto, tal como en los días finales, antes que la Tierra estuviera a punto de caer en el agujero negro del Gran Error del 08. La Roma a la cual había regresado el segundo cíbrido John Keats había desaparecido. Todas las ciudades y estructuras que yo consideraba reconstrucciones experimentales de los leones y tigres y osos habían desaparecido. No quedaban ciudades, carretera ni rastros de la humanidad. La Tierra palpitaba de vida y salud como aguardando nuestro regreso.

Yo estaba al pie de la nave del cónsul en el suelo de Hyperion, rodeado por los viejos amigos de Aenea y hablando sobre el descenso, preguntando quién deseaba ir, pensando sólo en el tubo de metal que llevaba el padre De Soya, cuando A. Bettik se adelantó aclarándose la garganta.

—Perdón, M. Endymion, no quiero interrumpir. —Mi viejo amigo androide parecía sonrojarse bajo la tez azul, como siempre que debía contradecir a uno de nosotros—. Pero M. Aenea dejó instrucciones específicas en caso de que regresaras a Vieja Tierra, como obviamente has hecho.

Todos esperamos. Yo no había oído que ella le diera instrucciones en el
Yggdrasill
, pero en ese momento reinaba mucha confusión.

A. Bettik se aclaró la garganta.

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