—¿Aun después del Momento Compartido de Aenea? —pregunto. Noto que el cabo Kee nos observa. Las sombras de las lámparas de aceite bailan en las paredes de tierra.
De Soya asiente.
—Yo ya comprendía la corrupción de la Iglesia en su pacto con el Núcleo —murmura—. Las visiones compartidas de Aenea sólo me aclararon lo que significaba ser humano... e hijo de Cristo.
Aún pienso en ello cuando el padre De Soya añade:
—Se habla de nombrarme obispo, pero trato de silenciar esos rumores. Por eso me he quedado en esta región de Pacem, aunque la mayoría de las comunidades viables están lejos de las viejas zonas urbanas. Una ojeada a las ruinas de nuestra bella tradición me recuerda la locura de dar excesiva importancia a la jerarquía.
—¿Entonces no hay papa? —pregunto—. ¿No hay Santo Padre?
De Soya se encoge de hombros y sirve más vino. Después de trece meses de comida reciclada sin alcohol, el vino se me sube a la cabeza.
—Monseñor Lucas Oddi escapó de la revolución y del ataque del Núcleo y ha establecido un papado en el exilio en Madhya —dice el sacerdote con voz acerada—. No creo que nadie salvo sus defensores y seguidores inmediatos en ese sistema lo honren como papa. No es la primera vez que la Madre Iglesia ha tenido un antipapa.
—¿Qué hay de Urbano XVI? ¿Murió del infarto?
—Sí —dice Kee, apoyando los fuertes brazos en la mesa.
—¿Y fue resucitado?
—No exactamente —dice Kee.
Miro al ex cabo esperando una explicación, pero no hay ninguna.
—He enviado un mensaje a la otra orilla —dice el padre De Soya—. El comentario de Bassin quedará explicado en cualquier momento.
En efecto, un minuto después las cortinas de la entrada de la cómoda habitación de De Soya se descorren y entra un hombre alto de sotana negra. No es Lenar Hoyt. Es un hombre a quien nunca he visto aunque ahora creo conocer bien: sus manos elegantes, su rostro largo, sus grandes ojos tristes, su frente ancha, su cabello plateado y ralo. Me levanto para darle la mano, inclinarme, besarle el anillo... lo que sea.
—Raul, hijo mío —dice el padre Paul Duré—. Qué placer conocerte. Qué emocionados estamos todos de que hayas regresado.
El viejo sacerdote me estrecha la mano con firmeza, me abraza y luego se dirige al armario de De Soya como si lo conociera, encuentra un vaso, lo enjuaga en un fregadero, se sirve vino y se sienta frente a Kee.
—Estamos contándole a Raul lo que sucedió durante sus trece meses de ausencia —dice De Soya.
—Parece un siglo —digo. Fijo la mirada en algo que está más allá de la mesa y esta habitación.
—Fue un siglo para mí —dice el jesuita más viejo. Su acento es pintoresco y encantador. ¿Un mundo francófono del Confín, tal vez?—. Casi tres siglos, en realidad.
—Vi lo que le hicieron cuando lo resucitaban —digo, envalentonado por el vino—. Lourdusamy y Albedo lo asesinaban para que Hoyt renaciera de nuevo a partir de sus cruciformes compartidos.
El padre Duré no ha probado el vino, pero mira el vaso como si esperase una transustanciación.
—Una y otra vez —dice melancólicamente—. Una extraña vida... nacer para ser asesinado.
—Aenea estaría de acuerdo —digo, sabiendo que estos hombres son amigos y buena gente, pero sin sentirme muy cómodo con la Iglesia en general.
—Sí —dice Paul Duré, y alza su vaso en un brindis silencioso. Bebe.
Bassin Kee llena ese silencio.
—La mayoría de los fieles que quedan en Pacem quieren que el padre Duré sea papa.
Miro al viejo jesuita. He pasado por tantas cosas que no siento mayor emoción por estar en presencia de una leyenda, un protagonista de los
Cantos
. Como siempre ocurre cuando uno conoce al ser humano real que hay detrás de la celebridad o la leyenda, algún elemento humano reduce la estatura mítica de las cosas. En este caso, se trata de esos mechones de vello gris que crecen en las grandes orejas del sacerdote.
—¿Teilhard II? —digo, recordando que este hombre fue un buen papa como Teilhard I, hace doscientos setenta y nueve años, hasta que lo asesinaron por primera vez.
Duré acepta más vino y sacude la cabeza. Noto que la tristeza de esos grandes ojos es similar a la de De Soya, ganada y sincera, no parte de un efecto teatral.
—Ya no quiero ser papa. Pasaré el resto de mis años tratando de asimilar las enseñanzas de Aenea, escuchando atentamente las voces de los muertos y los vivos, familiarizándome de nuevo con las lecciones de humildad de Nuestro Señor. Durante años jugué al arqueólogo y el intelectual. Es hora de redescubrirme como simple cura de parroquia.
—Amén —dice De Soya, y busca otra botella en su armario. El ex capitán de Pax parece un poco ebrio.
—¿Ya no usáis el cruciforme? —pregunto, dirigiéndome a los tres pero mirando a Duré.
Los tres parecen desconcertados.
—Sólo los necios y los muy cínicos usan el parásito, Raul —responde Duré—. Muy pocos en Pacem. Muy pocos en todos los mundos donde se oyó el Momento Compartido de Aenea. —Se toca el delgado pecho, como recordando—. Para mí no fue una opción, en verdad. Renací en un nicho de resurrección del Vaticano en medio de la refriega. Esperaba que Lourdusamy y Albedo me visitaran como de costumbre, para asesinarme como de costumbre. En cambio, este hombre... —Extiende los largos dedos hacia Kee, quien se inclina levemente y se sirve más vino—. Este hombre irrumpió con sus rebeldes, en armadura de combate y portando antiguos rifles. Me trajo un cáliz de vino. Yo sabía lo que era. Había participado en el Momento Compartido.
Miro al viejo sacerdote.
¿Aun estando suspendido en la matriz de memoria del cruciforme adicional, aun mientras lo resucitaban?,
me pregunto.
Como leyendo mis ojos, el padre Duré asiente.
—Aun allí —dice—. ¿Qué harás ahora, Raul Endymion?
Titubeo sólo un segundo.
—Vine a Pacem a encontrar las cenizas de Aenea... ella me pidió... una vez me pidió...
—Lo sabemos, hijo mío —murmura el padre De Soya.
—De todos modos —continúo mientras puedo—, eso no es posible con lo que ha quedado del Castel Sant'Angelo, así que continuaré con mi otra prioridad.
—¿Es decir? —dice el padre Duré con infinita dulzura.
De pronto, en esta habitación penumbrosa, con su mesa tosca, el viejo vino, y el olor viril del sudor limpio, veo en el viejo jesuita la poderosa realidad que había detrás de los míticos
Cantos
del tío Martin. Comprendo sin lugar a dudas que éste fue el hombre de fe que se crucificó no una sino varias veces en el relampagueante árbol tesla para no someterse a la falsa cruz del cruciforme. Un auténtico defensor de la fe, un hombre a quien Aenea habría querido conocer, con quien habría querido dialogar. Siento la pérdida de mi amada con un dolor tan renovado que tengo que mirar el vino para que Duré y los demás no vean mis ojos.
—Una vez Aenea me dijo que había tenido un hijo —logro decir, y me callo.
No recuerdo si este dato estaba en la gestalt de recuerdos y pensamientos que se transmitieron en el Momento Compartido. Si es así, todos están al corriente. Los miro, pero todos esperan. No lo sabían.
—Iré a encontrar ese hijo —digo—. Lo encontraré y ayudaré a criarlo, si se me permite.
Los sacerdotes se miran extrañados. Kee me mira a mí.
—No lo sabíamos —dice Federico de Soya—. Me asombra. Habría apostado todo lo que sé sobre la naturaleza humana a que tú eras el único hombre de su vida... su único amor. Nunca he visto a dos jóvenes tan felices.
—Hubo alguien más —digo, alzando bruscamente el vaso para beber el último sorbo. Descubro que el vaso está vacío y lo apoyo en la mesa—. Hubo alguien más —repito con menos énfasis—. Pero eso no importa. El bebé, el niño, eso importa. Quiero encontrarlo si puedo.
—¿Tienes alguna idea de su paradero? —pregunta Kee.
Suspiro y niego con la cabeza.
—Ninguna. Pero viajaré a todos los mundos de Pax y el Confín, a todos los mundos de la galaxia si es preciso. Más allá de la galaxia... —Me interrumpo. Estoy ebrio y esto es demasiado importante para comentarlo mientras estoy ebrio—. De cualquier modo, allá iré dentro de pocos minutos.
De Soya niega con un gesto de la cabeza.
—Estás agotado, Raul. Pasa la noche aquí. Bassin tiene otro catre en la casa vecina. Esta noche dormiremos todos y te despediremos por la mañana.
—Tengo que irme ahora —insisto, y trato de levantarme, para demostrarles que estoy lúcido. La habitación oscila y el suelo se cae de golpe. Aferró la mesa buscando apoyo.
—Quizá sea mejor por la mañana —dice el padre Duré, poniéndome la mano en el hombro.
—Sí —digo, levantándome mientras los temblores del suelo se reducen levemente—. Mañana será mejor. —Les doy la mano a todos de nuevo. Dos veces. Estoy a punto de llorar, no de pena, aunque la pena sigue allí, siempre en el trasfondo como la sinfonía de las esferas, sino de puro alivio por su compañía. He estado solo tanto tiempo.
—Vamos, amigo —dice el ex cabo Bassin Kee, apoyándome la mano en el otro hombro, y caminando con el ex papa Teilhard y conmigo hasta su pequeña habitación, donde me derrumbo en uno de los dos catres. Me estoy durmiendo cuando alguien me quita las botas. Creo que es el ex papa.
Había olvidado que Pacem tiene un día de diecinueve horas estándar. Las noches son demasiado cortas. Por la mañana todavía estoy eufórico de libertad, pero me duelen la cabeza, la espalda, el estómago, los dientes y el cabello, y estoy seguro de que un rebaño de criaturillas lanudas se ha alojado en mi boca.
La aldea hierve de actividad, y todo me resulta estridente. Hierven fogatas. Mujeres y niños realizan tareas mientras los hombres salen de sus sencillos hogares con la misma cara ojerosa y demacrada que yo presento al mundo.
Sin embargo, los sacerdotes están en buen estado. Una docena de feligreses salen de la capilla y comprendo que De Soya y Duré han celebrado una misa temprana mientras yo dormía. Bassin Kee pasa a saludarme con voz demasiado estruendosa, me muestra un pequeño edificio que es el baño de hombres. La fontanería consiste en un depósito de agua fría que uno se puede volcar sobre el cuerpo para darse una ducha rápida que congela los huesos. La mañana está fresca, como aquellas mañanas a ocho mil metros de altura en T'ien Shan, y la ducha me despeja rápidamente. Kee me ha traído ropa limpia, pantalones de pana, una camisa de lana azul, cinturón grueso y zapatos resistentes que son mucho más cómodos que las botas que me empeñé en usar durante más de un año estándar en mi celda de Schrödinger. Afeitado, limpio, con ropa nueva, sosteniendo la humeante taza de café que me ha servido la joven novia de Kee, la pizarra colgada de una correa, me siento otro hombre. Ante esta oleada de bienestar, pienso que a Aenea le gustaría esta fresca mañana, y las nubes vuelven a oscurecer el sol.
Duré y De Soya se reúnen conmigo en una gran roca que asoma sobre el río ausente. Los escombros del Vaticano parecen una ruina de días antiguos. Veo los parabrisas de vehículos en movimiento que relucen en la luz de la mañana y algunos VEMs que sobrevuelan la ciudad derruida y comprendo que esto no es otra Caída. Ni siquiera Pacem se ha precipitado en la barbarie. Kee me ha explicado que traen el café desde las ciudades agrícolas del oeste, en su mayoría intactas. El Vaticano y las ruinas de las ciudades administrativas forman parte de una zona de desastre localizada, como supervivientes que optan por la reconstrucción después de un terremoto o huracán.
Kee se acerca con panecillos calientes y los cuatro comemos en grato silencio, limpiándonos las migas y sorbiendo el café mientras se eleva el sol, alumbrando las columnas de humo de las fogatas y los calentadores.
—Trato de comprender este nuevo modo de mirar las cosas —digo al fin—. Estáis aislados en Pacem, en comparación con los días del imperio de Pax, pero sabéis lo que sucede en otras partes, en otros mundos.
El padre De Soya asiente.
—Así como tú puedes tocar el Vacío para escuchar el idioma de los vivos, nosotros podemos ir hacia quienes conocemos y amamos. Por ejemplo, esta mañana toqué los pensamientos del sargento Gregorius en Mare Infinitus.
Yo también he oído los pensamientos de Gregorius mientras escuchaba la música de las esferas antes de libreyectarme, pero pregunto:
—¿Se encuentra bien?
—Se encuentra bien. Los cazadores furtivos, los contrabandistas y los rebeldes de ese mundo pronto aislaron a los pocos efectivos de Pax, aunque la lucha entre diversas bases de Pax causó daños a muchas plataformas civiles. Gregorius se ha convertido en una especie de alcalde o gobernador de la región del litoral medio. Contra sus deseos, debo aclarar. Al sargento nunca le interesó el mando... de lo contrario, habría sido oficial hace muchos años.
—Hablando de mando, ¿quién está a cargo de todo esto? —Señalo las ruinas, la carretera con sus vehículos, el VEM que se aproxima por la orilla este.
—Todo el sistema de Pacem está bajo la gobernación provisional de un ex ejecutivo de Pax Mercantilus llamado Kenzo Isozaki —dice el padre De Soya—. Su cuartel general está en las ruinas del viejo Torus Mercantilus, pero visita el planeta con frecuencia.
—¿Isozaki? —pregunto sorprendido—. La última vez que lo vi, cuando preparaba mi relato, participaba en el ataque contra el Árbol Estelar.
—Así es. Pero ese ataque todavía estaba en marcha cuando ocurrió el Momento Compartido. Reinaba mucha confusión. Elementos de la flota de Pax se juntaron con Lourdusamy y los suyos, mientras que otros lucharon para detener la matanza, algunos encabezados por Kenzo Isozaki, que tenía el título de comandante de la Orden de los Caballeros de Jerusalén. Los efectivos leales a Pax conservaron la mayoría de las naves arcángel, pues no se podían usar sin resurrección. Isozaki trajo más de cien naves Hawking a Pacem y expulsó a los últimos atacantes del Núcleo.
—¿Es un dictador? —pregunto, sin que me importe demasiado. No es mi problema.
—En absoluto —dice Kee—. Isozaki se ha hecho cargo provisionalmente de las cosas con la ayuda de consejos electos de cada uno de los cantones de Pacem. Es excelente en logística, algo que necesitamos. Entretanto, las zonas locales están llevando las cosas bastante bien. Es la primera vez que hay una democracia auténtica en este sistema. Es frágil, pero funciona. Creo que Isozaki está contribuyendo a modelar una especie de sistema comercial capitalista con conciencia, para los días en que empecemos a desplazarnos libremente por el viejo espacio de Pax.