—¿Por libreyección? —pregunto.
Los tres hombres asienten.
Sacudo la cabeza de nuevo. Cuesta imaginar el futuro próximo: millones de personas libres de moverse de mundo en mundo sin naves espaciales ni teleyectores. Millones capaces de comunicarse tocando el Vacío con el corazón y la mente. Será como en pleno auge de la Red de Mundos de la Hegemonía, pero sin los portales teleyectores ni los transmisores ultralínea del Núcleo. No, comprendo de inmediato, no será como en los días de la Hegemonía. Será totalmente diferente. Algo sin precedentes en la historia humana. Aenea ha cambiado todo para siempre.
—¿Te marchas hoy, Raul? —pregunta el padre Duré con su suave acento francés.
—En cuanto termine este sabroso café. —El sol me entibia los brazos desnudos y el cuello.
—¿Adonde irás? —pregunta De Soya.
No sé qué responder. No tengo idea. ¿Dónde buscaré al hijo de Aenea? ¿Y si el Observador se ha llevado al niño a un sistema distante adonde no puedo llegar por libreyección? ¿Y si han regresado a Vieja Tierra? ¿Puedo saltar ciento sesenta mil años-luz? Aenea lo hizo. Pero tal vez ella tuviera la ayuda de los leones y tigres y osos. ¿Algún día podré oír esas voces en el complejo coro del Vacío? Todo parece demasiado vasto, vago e irrelevante.
—No sé adonde iré —digo con voz de niño perdido—. Me dirigía a Vieja Tierra porque Aenea deseaba que yo esparciera sus cenizas... —Avergonzado de mi desborde emocional, señalo la montaña de piedra derretida que era el Castel Sant'Angelo—. Tal vez regrese a Hyperion para ver a Martin Silenus. —
Antes que se muera
, añado en silencio.
Los tres permanecemos de pie, sirviéndonos las últimas gotas de café frío y sacudiéndonos las últimas migas de los deliciosos panecillos. De pronto tengo un pensamiento obvio.
—¿Alguien desea venir conmigo? —pregunto—. ¿O ir a otra parte? Creo que recordaré cómo libreyectarme... y Aenea nos llevaba cogiéndonos de la mano. No, ella libreyectó todo el
Yggdrasill
con su mera voluntad.
—Si vas a Hyperion —dice De Soya—, tal vez desee acompañarte. Pero primero quiero mostrarte algo.
Sigo al sacerdote hasta la aldea y su pequeña iglesia. En la sacristía, donde apenas hay espacio para un ropero de madera y el pequeño altar secundario donde se guardan las hostias sacramentales y el vino, De Soya corre una cortina y saca un cilindro de metal más pequeño que un termo de café. Me lo ofrece y estoy a punto de aceptarlo, pero de pronto me detengo, incapaz de tocarlo.
—Sí —dice el sacerdote—. Las cenizas de Aenea. Lo que pudimos recobrar. Me temo que no es mucho.
Con dedos trémulos, sin poder tocar el cilindro de metal, tartamudeo:
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—Antes del ataque final del Núcleo —murmura De Soya—. Algunos de los que liberamos a los prisioneros consideramos prudente rescatar los restos de nuestra amiga. Algunos deseaban encontrarlos para usarlos como reliquias sagradas, el comienzo de otro culto. Pensé que Aenea no habría querido eso. ¿Estaba en lo cierto, Raul?
—Sí —digo, las manos trémulas. No puedo tocar el cilindro, casi no puedo hablar—. Totalmente. Ella habría odiado eso. Habría repudiado la idea. Muchas veces comentamos que era una tragedia que los acólitos hubieran tratado a Buda como un dios y sus restos como reliquias. Buda también pidió que cremaran su cuerpo y esparcieran sus cenizas...
—Sí —dice De Soya. Saca una bolsa de lona negra del armario y guarda el cilindro. Se echa la bolsa al hombro—. Yo puedo llevar esto, si vamos a viajar juntos.
—Gracias —es todo lo que puedo decir. No puedo conciliar la vida, la energía, la piel y los ojos brillantes y el limpio aroma femenino de Aenea, su contacto, su risa, su voz, su cabello y su presencia física con ese cilindro de metal. Bajo mi mano para que el sacerdote no vea cómo tiembla.
—¿Preparado? —pregunto al fin.
De Soya asiente.
—Por favor, permíteme avisar a algunos amigos que estaré ausente por unos días. ¿Será posible que luego me dejes aquí durante tu viaje, dondequiera vayas?
Pestañeo desconcertado. Claro que será posible. Había pensado que la despedida de hoy sería definitiva, un viaje interestelar. Pero Pacem, todo el universo conocido, nunca estará a más de un paso de distancia mientras viva.
Si recuerdo cómo oír la música de las esferas para libreyectarme de nuevo. Si puedo llevar a alguien conmigo. Si no fue un regalo transitorio que he perdido sin saberlo.
Ahora me tiembla todo el cuerpo. Me digo que es el exceso de café.
—Sí, ningún problema. Iré a charlar con el padre Duré y Bassin mientras usted se prepara.
El viejo jesuita y el joven soldado están en el linde de un maizal, discutiendo si es el momento óptimo para recoger las mazorcas. Paul Duré admite que ansia recogerlas pronto porque le encanta el maíz. Sonríen cuando me acerco.
—¿El padre De Soya irá contigo? —pregunta Duré.
Asiento.
—Envía mis más cálidos saludos a Martin Silenus —dice el jesuita—. El y yo compartimos algunas experiencias interesantes, hace mucho y a mundos de distancia. He oído hablar de sus
Cantos
, pero confieso que odio la idea de leerlos. Entiendo que las leyes de prohibición de la Hegemonía han caducado.
—Creo que se ha aferrado a la vida tanto tiempo sólo para concluir esos
Cantos
—murmuro—. Ahora nunca lo hará.
El padre Duré suspira.
—Toda una vida no basta para los que desean crear, Raul. O para los que simplemente desean comprenderse a sí mismos, comprender su vida. Tal vez sea la maldición de la condición humana, pero también es una bendición.
—¿Por qué? —pregunto, pero antes de que Duré pueda responder, el padre De Soya y varios aldeanos se acercan y me rodean con su cháchara, sus despedidas y sus invitaciones para que regrese. Miro la bolsa negra y sé que el sacerdote ha puesto allí otras cosas además del tubo que contiene las cenizas de Aenea.
—Una nueva sotana —dice De Soya, siguiendo mi mirada—. Ropa interior limpia, calcetines. Algunos melocotones. Mi Biblia, el misal y los elementos esenciales para la misa. No sé cuándo regresaré. —Señala a los que nos rodean—. No recuerdo exactamente cómo se hace esto. ¿Necesitamos más espacio?
—No creo. Es preciso que haya contacto físico entre nosotros. Al menos para este primer intento. —Estrecho la mano de Kee y Duré—. Gracias.
Kee sonríe y retrocede como si yo fuera a elevarme sobre el chorro llameante de un cohete. El padre Duré me aferra el hombro por última vez.
—Creo que nos veremos de nuevo, Raul Endymion —dice—. Aunque tal vez no hasta dentro de un par de años.
No entiendo. He prometido regresar con De Soya dentro de unos días. Pero asiento como si entendiera, sacudo la mano del sacerdote por última vez y me alejo.
—¿Nos cogemos de la mano? —dice De Soya.
Apoyo la mano en el hombro del sacerdote, tal como Duré apoyó la suya en el mío hace un instante, y me cercioro de tener bien sujeta la pizarra.
—Así bastará.
—¿Homofobia? —pregunta De Soya con sonrisa picara.
—Renuencia a parecer idiota con más frecuencia de la necesaria —respondo, y cierro los ojos, seguro de que la música de las esferas no estará allí esta vez, que me habré olvidado por completo de dar ese paso en el Vacío
. Bien, pienso, aquí el café y la conversación son agradables, si debo quedarme para siempre.
La luz blanca nos rodea y nos devora.
Pensaba que el sacerdote y yo apareceríamos en la ciudad abandonada de Endymion, tal vez junto a la torre del viejo poeta, pero cuando se disipó la luz del Vacío era de noche y estábamos en una llanura donde el viento silbaba en la hierba ondulante.
—¿Lo conseguimos? —preguntó el excitado jesuita—. ¿Estamos en Hyperion? No parece familiar, pero yo sólo vi algunas partes del continente norte hace más de once años estándar. ¿Esto está bien? La gravedad parece ser como la recordaba. El aire es más dulce.
Dejé que mis ojos se adaptaran a la noche.
—Está bien —dije. Señalé el cielo—. Las constelaciones... Aquélla es el Cisne. Más allá están los Arqueros Gemelos. Aquélla es la que se llama el Aguatero, aunque Grandam, mi abuela, bromeaba diciendo que se llamaba Caravana de Raul por un carrito que yo empujaba. —Recobré el aliento y miré la llanura—. Éste era uno de nuestros lugares favoritos para acampar. Nuestra caravana nómada. Cuando yo era niño. —Me arrodillé para estudiar el suelo bajo la luz de las estrellas—. Todavía hay marcas de llantas. Tienen pocas semanas. Supongo que las caravanas aún pasan por aquí.
La sotana de De Soya susurraba en la hierba mientras él caminaba, inquieto como un cazador nocturno.
—¿Estamos cerca? —preguntó—. ¿Podemos caminar hasta la casa de Silenus desde aquí?
—Son cuatrocientos kilómetros —dije—. Estamos en los brezales del este, al sur del Pico. El tío Martin está en las colinas de la Meseta del Piñón. —Noté que había usado el nombre con que Aenea llamaba al viejo poeta.
—Como sea —dijo el sacerdote con impaciencia—. ¿Hacia dónde debemos ir?
El jesuita se había puesto en marcha, pero lo detuve apoyándole la mano en el hombro.
—No creo que tengamos que caminar —murmuré. Algo ocultaba las estrellas del sureste y detecté un zumbido de turbohélices en el silbido del viento. Un minuto después vimos luces de navegación verdes y rojas mientras el deslizador viraba al norte por encima de la hierba y oscurecía el Cisne.
—¿Esto está bien? —preguntó De Soya, tensándose.
Me encogí de hombros.
—Cuando yo vivía aquí no lo estaba. La mayoría de los deslizadores pertenecían a Pax. A Seguridad de Pax, para mayor precisión.
Aguardamos un momento más. El deslizador aterrizó, las hélices callaron y la burbuja izquierda del frente se abrió. Se encendieron las luces internas. Vi la tez azul, los ojos azules, el muñón del brazo izquierdo, la mano derecha alzada en un saludo.
—Está bien —dije.
—¿Cómo está él? —le pregunté a A. Bettik cuando volábamos al sureste a tres mil metros. Por el color pálido del horizonte, calculé que faltaba una hora para el alba.
—Está muriéndose —dijo el androide. Volamos unos instantes en silencio.
A. Bettik parecía encantado de verme de nuevo, aunque no las tenía todas consigo cuando lo abracé. Los androides no se sentían cómodos con esas demostraciones de emoción entre los criados y los humanos a quienes debían servir por designio de biofacturación. Hice tantas preguntas como pude en el poco tiempo de vuelo que nos quedaba.
El había expresado su pesar por la muerte de Aenea, lo cual me dio la oportunidad de hacer la pregunta más importante.
—¿Sentiste el Momento Compartido?
—No exactamente, M. Endymion —dijo el androide, lo cual no me aclaró mucho las cosas. Pero luego A. Bettik nos puso al corriente de lo que había sucedido en esos trece meses en Hyperion.
Martin Silenus había sido, tal como había previsto Aenea, la estación repetidora del Momento Compartido. Todos lo habían sentido en mi mundo natal. La mayoría de los renacidos y los militares de Pax habían desertado de inmediato, buscando la comunión para liberarse de los cruciformes y huyendo de los que aún eran leales a Pax. El tío Martin había brindado el vino y la sangre, ambos de su provisión personal. Hacía décadas que almacenaba vino y se extraía sangre, desde que había comulgado con la niña Aenea doscientos cincuenta años atrás.
Los pocos simpatizantes de Pax habían huido en las tres naves estelares restantes y su último bastión, Puerto Romance, había sido liberado cuatro meses después del Momento. Desde la aislada ciudad universitaria de Endymion, el tío Martin había irradiado viejos holos de Aenea —una Aenea que yo no había conocido— explicando cómo usar el nuevo acceso al Vacío Que Vincula y predicando la no violencia. Los millones de nativos y los ex integrantes de Pax, que apenas comenzaban a descubrir las voces de sus muertos y el idioma de los vivos, acataron sus deseos.
A. Bettik también me informó que había una nave templaria en órbita, el
Sequoia Sempervirens
, y que su capitán era la Verdadera Voz del Árbol Estelar Ket Rosteen y llevaba a varios de nuestros viejos amigos, entre ellos Rachel, Theo, la Dorje Phamo, el Dalai Lama y los éxters Navson Hamnim y Sian Quintana Ka'an. George Tswaron y Jigme Norbu también estaban a bordo. Rosteen había pedido al viejo poeta autorización para aterrizar dos días, me dijo A. Bettik, pero Silenus se la había negado, alegando que no quería ver a nadie hasta que llegara yo.
—¿Yo? —pregunté—. ¿Martin Silenus sabía que yo venía?
—Desde luego —dijo el androide, sin más explicaciones.
—¿Cómo llegaron Rachel, la Dorje Phamo y los demás a la nave arbórea? ¿El
Sequoia Sempervirens
se detuvo en Mundo de Barnard, Vitus-Gray-Balianus B y los demás sistemas para recogerlos?
—Según entiendo, M. Endymion, los éxters viajaron con la nave arbórea desde los restos de la Biosfera del Árbol Estelar que tuvimos la suerte de visitar. Los demás, según sugieren las frustradas transmisiones de M. Rosteen a M. Silenus, se libreyectaron a la nave arbórea, tal como hiciste tú para venir aquí.
Me erguí en el asiento. Esta noticia era notable. Por algún motivo, había supuesto que yo era el único que era tan listo o tan afortunado como para haber aprendido el truco de la libreyección. Ahora sabía que Rachel, Theo y el viejo abad también lo habían hecho, y el Dalai Lama. Bien, era un Dalai Lama, y Rachel y Theo habían sido las primeras discípulas de Aenea. ¿Pero George y Jigme? Admito que me sentí un poco defraudado, pero también alentado por la noticia. Otros miles —tal vez, al principio, los alumnos directos de Aenea— debían estar al borde de sus primeros pasos. Y luego... daba vértigo pensar en todos esos miles de millones viajando libremente adonde desearan.
Aterrizamos en la ciudad abandonada cuando el cielo se aclaraba al este de los picos. Salté del deslizador, aferrando la pizarra mientras subía la escalera y dejaba atrás al androide y al sacerdote en mi ansiedad de ver a Martin Silenus. El viejo se alegraría de verme y agradecería que hubiera hecho tanto para satisfacer sus extraordinarias peticiones... Aenea rescatada en el Valle de las Tumbas de Tiempo, Pax destruida, la Iglesia corrupta derrocada, un Alcaudón que ya no constituía una amenaza... tal como él me había pedido en esa noche de embriaguez que ambos habíamos compartido más de diez años atrás. Tendría que estar feliz y agradecido.