Veo todo esto mientras camino por el bulevar de losas partidas en el margen este del río. El Ponte Sant'Angelo, rajado en tres secciones, se desplomó en el río. En el lecho del río, mejor dicho, pues parece que el Nuevo Tíber se ha evaporado, dejando vidrio donde estaban el fondo y las riberas arenosas. Alguien ha improvisado un puente colgante sobre ese pozo lleno de escombros.
Esto es Pacem, no hay duda. La fresca atmósfera tiene el mismo sabor que cuando De Soya, Aenea y yo pasamos por aquí el día anterior a la muerte de mi querida niña, aunque entonces estaba lluvioso y gris y ahora el cielo está teñido por un ocaso que logra que aún la ruinosa cúpula de San Pedro parezca bella.
Es abrumador caminar libremente bajo un cielo abierto después de tantos meses de encierro. Aferró mi pizarra como un escudo, como un talismán, como una Biblia, y recorro el otrora imponente bulevar con piernas trémulas. Durante meses mi mente ha compartido recuerdos de muchos lugares y mucha gente, pero mis ojos, mis pulmones, mis piernas y mi piel han olvidado la sensación de auténtica libertad. Aun en mi tristeza hay cierta exaltación.
La libreyección fue superficialmente igual que cuando viajaba con Aenea, pero en otro sentido fue muy diferente. El destello blanco fue el mismo, así como la súbita transición, el leve choque del cambio de presión, gravedad y luz. Pero esta vez he oído la luz en vez de verla. Me dejé llevar por la música de las estrellas y sus miles de mundos y escogí aquel donde quería entrar. No hubo esfuerzo de mi parte, ningún gasto de energía, salvo la necesidad de concentrarme y escoger cuidadosamente. Y la música no se desvaneció del todo —quizá nunca se desvanecería del todo— sino que aún sonaba en el fondo como instrumentistas practicando más allá de la colina para un concierto estival nocturno.
Veo rastros de supervivientes en la ciudad destruida. En la áurea distancia, dos carretas de bueyes avanzan por el horizonte seguidas por siluetas humanas. De este lado del río veo chozas, algunas casas de ladrillo entre las ruinas de vieja piedra, una iglesia, otra iglesia pequeña. Desde lejos llega el olor de carne cocinándose en una fogata y el inconfundible sonido de risas infantiles.
Me dirijo hacia ese olor y ese sonido cuando un hombre sale de una masa de ruinas que tal vez haya sido un puesto de guardia en la entrada del Castel Sant'Angelo. Es un hombre menudo, de manos rápidas y rostro barbado, con el cabello echado hacia atrás y recogido en una coleta, pero de ojos alerta. Lleva un rifle de balas como los que antes usaba la Guardia Suiza en las ceremonias.
Nos miramos un instante, el hombre desarmado y débil que sólo lleva una pizarra y el curtido cazador con su arma preparada. Luego ambos nos reconocemos. Jamás me han presentado a este hombre, pero lo he visto a través de los recuerdos de otros en el Vacío Que Vincula, aunque la primera vez que lo vi llevaba uniforme y armadura y estaba afeitado, y la última estaba desnudo mientras lo torturaban. No sé cómo me reconoce él, pero veo el reconocimiento en sus ojos mientras baja el arma y avanza para estrecharme la mano y el antebrazo con ambas manos.
—¡Raul Endymion! —exclama—. ¡El día ha llegado! Alabado sea. Bienvenido. —El hombre barbado me abraza, me mira, me sonríe.
—Tú eres el cabo Kee —digo estúpidamente. Recuerdo ante todo los ojos, vistos desde el punto de vista de De Soya mientras el padre capitán, Kee, el sargento Gregorius y el lancero Rettig nos perseguían a Aenea y a mí por este brazo de la galaxia.
—Ex cabo Kee —dice el hombre sonriente—. Ahora sólo Bassin Kee, ciudadano de Nueva Roma, miembro de la diócesis de Santa Ana, cazador de nuestro alimento del mañana. —Sacude la cabeza—. Raul Endymion. Por Dios. Algunos creían que nunca escaparías de esa maldita celda de Schrödinger.
—¿Sabes de su existencia?
—Desde luego —dice Kee—. Fue parte del Momento Compartido. Aenea sabía adonde te llevaban. Así que todos lo sabíamos. Y sentimos tu presencia a través del Vacío.
Siento mareo y náusea. La luz, el aire, el ancho horizonte... Ese horizonte se vuelve inestable, como si lo mirase desde una nave pequeña en un mar encrespado, así que cierro los ojos. Cuando los abro, Kee me coge del brazo y me ayuda a sentarme en una piedra blanca que parece haber volado desde la catedral de la otra orilla del río de vidrio.
—Por Dios, Raul, ¿acabas de libreyectarte desde allá? ¿No has estado en otra parte?
—Sí. No. —Jadeo entrecortadamente—. ¿Qué es el Momento Compartido? —Me parece haber oído las mayúsculas en tu voz.
Este hombre menudo me estudia con su mirada brillante e inteligente. Su voz es suave.
—El Momento Compartido de Aenea —dice—. Así lo llamamos todos, aunque desde luego fue algo más que un simple momento. Todos los momentos de su tortura y su muerte.
—¿Tú también lo sentiste? —pregunto. Se me estruja el corazón, aunque aún no sé si de alegría o de terrible tristeza.
—Todos lo sintieron. Todos lo compartieron. Es decir, todos excepto sus torturadores.
—¿Todos en Pacem?
—En Pacem. En Lusus y Vector Renacimiento. En Marte y Qom-Riyadh y Renacimiento Menor y Centro Tau Ceti. En Fuji, Ixión y Deneb Drei y Amargura de Sibiatu. En Mundo de Barnard y Bosquecillo de Dios y Mare Infinitus. En Tsingtao Hsishuang Panna y Patawpha y Groombridge Dyson D. —Kee hace una pausa, como riéndose de su letanía—. En casi todos los mundos, Raul, y en lugares intermedios. Sabemos que el Árbol Estelar sintió el Momento Compartido... todas las biosferas lo sintieron.
Parpadeo.
—¿Hay otros árboles estelares?
Kee asiente.
—¿Compartieron ese momento todos estos mundos? —pregunto, y al mismo tiempo veo la respuesta.
—Sí —murmura el ex cabo Kee—. Todos los sitios que Aenea visitó, a menudo contigo. Todos los mundos donde dejó discípulos que habían participado de la comunión y renunciado al cruciforme. Su Momento Compartido, la hora de su muerte, fue como una señal emitida y retransmitida a todos esos mundos.
Me froto la cara entumecida.
—¿De modo que sólo los que habían comulgado o estudiado con Aenea compartieron ese momento? —pregunto.
Kee niega con la cabeza.
—No, ellos fueron las estaciones repetidoras. Extrajeron el momento Compartido del Vacío Que Vincula y lo retransmitieron a todos.
—¿Todos? ¿Incluso los miles de millones que usan la cruz en Pax?
—Que usaban la cruz —corrige Bassin Kee—. Muchos de esos fieles decidieron no llevar más el parásito del Núcleo en sus cuerpos.
Empiezo a entender. Los últimos momentos de Aenea fueron algo más que palabras, tormento, dolor y horror. Yo he sentido sus pensamientos, compartido su comprensión de los motivos del Núcleo, del parasitismo del cruciforme, del cínico uso de la muerte humana para estimular sus redes neuronales, del afán de poder de Lourdusamy, la confusión de Mustafa y la absoluta inhumanidad de Albedo. Si todos han vivido ese Momento Compartido mientras yo gritaba y forcejeaba en el tanque de alta gravedad de la nave-antorcha, ha sido un momento brillante y terrible para la especie humana. Y cada ser humano viviente debió oír ese «Te amo, Raul» mientras las llamas la devoraban. Se pone el sol. Rayos de luz dorada brillan entre las ruinas del margen oeste del río y arrojan un laberinto de sombras en el margen este.
La mole del Castel Sant'Angelo parece una montaña de vidrio derretido.
Me pidió que esparciera sus cenizas en Vieja Tierra. Y ni siquiera eso puedo hacer por ella. Le fallo aun en la muerte.
Miro a Bassin Kee.
—¿En Pacem? Ella no tenía discípulos en Pacem cuando... Ah.
Aenea se despidió del padre De Soya poco antes de nuestra captura en la Basílica de San Pedro, pidiéndole que se marchara con los monjes y se ocultara en la ciudad que conocía tan bien, para eludir a Pax. Cuando él se opuso, Aenea respondió: «Esto es lo que pido, padre. Y lo pido con amor y respeto.» Y el padre De Soya se marchó bajo la lluvia. Y él fue la estación repetidora que comunicó la agonía de mi amada a miles de millones de personas de Pacem.
—Entiendo —digo, aún mirando a Kee—. Pero la última vez que te vi, a través del Vacío, estabas cautivo en fuga criogénica, en ese... —Señalo la mole derretida del Castel Sant'Angelo.
Kee asiente.
—Estaba en fuga criogénica, Raul. Me almacenaron como una res en una nevera, a poca distancia del lugar donde asesinaron a Aenea. Pero sentí el Momento Compartido. Todos los seres humanos vivos lo sintieron, aunque estuvieran dormidos, ebrios, moribundos o perdidos en la locura.
Lo miro fijamente, conmocionado.
—¿Cómo saliste? ¿Cómo escapaste de allí? —pregunto al fin. Ambos contemplamos las ruinas del cuartel general del Santo Oficio.
Kee suspira.
—Poco después del Momento Compartido estalló una revolución. La mayoría de la gente de Pacem ya no quería saber nada con el cruciforme y la Iglesia traicionera que los había implantado. Algunos aún optaban por hacer ese cínico pacto con el diablo a cambio de la resurrección física, pero millones, cientos de millones, buscaron la comunión y se liberaron del Núcleo en la primera semana. Los partidarios de Pax intentaron detenerlos. Hubo luchas, revolución, guerra civil.
—De nuevo. Como cuando cayeron los teleyectores hace tres siglos.
—No, no fue para tanto. Recuerda, una vez que has aprendido el idioma de los muertos y los vivos, es doloroso herir a los demás. Los seguidores de Pax no tenían esa restricción, pero eran minoría en todas partes.
Señalo este mundo en ruinas.
—¿Restricción, dices? ¿Dices que esto no fue tan malo?
—La revolución contra el Vaticano, Pax y el Santo Oficio no causó esto —explica Kee—. Eso fue relativamente incruento. Los seguidores de Pax huyeron en naves arcángel. Su Nuevo Vaticano está en un mundo llamado Madhya, un planeta apartado, ahora custodiado por la mitad de la vieja flota y setenta millones de simpatizantes.
—¿Entonces quién? —pregunto, mirando la devastación.
—El Núcleo —explica Kee—. Las réplicas de Nemes destruyeron la ciudad y luego capturaron cuatro naves arcángel. Nos bombardearon desde el espacio cuando se fue la gente de Pax. El Núcleo estaba irritado. Tal vez aún lo esté. No nos importa.
Dejo la pizarra en la piedra blanca y miro alrededor. Más hombres y mujeres salen de las ruinas, conservando una respetuosa distancia pero mirando con gran interés. Visten ropa de trabajo y de caza, pero no pieles de osos ni harapos. Son personas que viven en un lugar agreste en tiempos difíciles, pero no salvajes. Un niño rubio me saluda tímidamente. Le devuelvo el saludo.
—En realidad no he respondido a tu pregunta —dice Kee—. Los guardias me liberaron. Liberaron a todos los prisioneros durante la confusión de la semana posterior al Momento Compartido. Para muchos prisioneros de este brazo de la galaxia se abrieron las puertas esa semana. Después de la comunión, es difícil encarcelar o torturar a otro, pues terminas compartiendo la mitad de su dolor a través del Vacío Que Vincula. Y los éxters han estado ocupados desde el Momento Compartido, reviviendo a los miles de millones de judíos, musulmanes y otros secuestrados por el Núcleo, llevándolos desde los planetas laberínticos a sus mundos natales.
Pienso en ello un minuto.
—¿El padre De Soya sobrevivió?
Kee sonríe.
—Así puede decirse. Es nuestro sacerdote en la parroquia de Santa Ana. Ven, te llevaré a verle. El ya sabe que estás aquí. Son sólo cinco minutos de marcha.
De Soya me abraza con tal fuerza que me duelen las costillas durante una hora. El sacerdote usa sotana negra y cuello romano. Santa Ana no es la gran iglesia parroquial que habíamos visto en el Vaticano, sino una pequeña capilla de ladrillo y adobe en un descampado de la orilla este. Parece que la parroquia abarca cien familias que subsisten mediante la caza y la siembra en lo que antes era un gran parque cerca del puerto espacial. Me presentan a la mayoría de estas cien familias mientras comemos en el espacio iluminado, cerca del atrio de la iglesia, y parece que todos me conocen. Actúan como si me conocieran personalmente, y todos parecen sinceramente agradecidos de que yo esté con vida y haya vuelto al mundo de los vivos.
Al avanzar la noche, Kee, De Soya y yo nos dirigimos a los aposentos privados del sacerdote: una habitación austera contigua al fondo de la iglesia. De Soya trae una botella de vino y nos sirve un vaso a cada uno.
—Uno de los beneficios de la caída de la civilización tal como la conocemos —dice— es que hay bodegas privadas con magníficas cosechas dondequiera que excaves. Esto no es robo. Es arqueología.
Kee alza el vaso para brindar. Vacila.
—¿Por Aenea? —sugiere.
—Por Aenea —decimos De Soya y yo. Vaciamos los vasos y el sacerdote sirve más.
—¿Cuánto tiempo estuve fuera? —pregunto. El vino me enrojece la cara, como de costumbre. Aenea me hacía bromas por eso.
—Han pasado trece meses estándar desde el Momento Compartido —dice De Soya.
Asiento con un gesto de la cabeza. Debí pasar ese tiempo, mientras escribía mi relato y esperaba mi muerte, en sesiones de trabajo de treinta horas mechadas con pocas horas de sueño y seguidas por otras treinta o cuarenta horas consecutivas. Sufrí lo que los estudiosos del sueño llaman carrera libre, la pérdida de todo contacto con el ritmo circadiano.
—¿Tenéis contacto con los otros mundos? —pregunto. Miro a Kee y respondo mi propia pregunta—. Debéis tenerlo. Bassin me ha hablado de la reacción ante el Momento Compartido en otros mundos y del regreso de los miles de millones de secuestrados.
—Algunas naves vinieron aquí —dice De Soya—. Pero sin arcángeles, el viaje requiere tiempo. Los templarios y éxters usan sus naves arbóreas para trasladar a los refugiados, pero los demás odiamos usar la propulsión Hawking ahora que comprendemos cuánto daño causa al Vacío. Y aunque todos intentan hacerlo, pocos han aprendido a oír la música de las esferas para dar el primer paso.
—No es tan difícil —digo, y río entre dientes, bebiendo vino—. Joder, claro que es difícil. Perdón, padre.
De Soya asiente con indulgencia.
—Joder, claro que lo es. Creo que me he aproximado cien veces, pero siempre pierdo el foco en el último momento.
Miro al sacerdote.
—Sigue siendo católico —digo al fin.
De Soya bebe el vino.
—No sólo sigo siendo católico, Raul. He redescubierto lo que significa ser católico, ser cristiano, ser creyente.