Ahogándome de furia y pena en el líquido del tanque, alejándome de Aenea a cada segundo, comprendí: «Fuerza. Que me sea concedida la fuerza que necesito para llevar a cabo esta decisión mía.»
—
Desiderium tuum grave est
—susurró el cardenal Lourdusamy. «Tu deseo es serio»—.
Quod ultra quaeris
? —«¿Qué más buscas?»
Aenea pestañeó con su ojo bueno para ver el rostro del cardenal.
—
Quaero togam pacem
—murmuró con voz firme. «Busco la paz.»
El consejero Albedo se rió de nuevo.
—Eminencia —dijo con sarcasmo—, ¿crees que no entiendo latín?
Lourdusamy miró al hombre de gris.
—Al contrario, consejero. Estaba seguro de que entendías. Ella está a punto de ceder. Lo veo en su rostro. Pero tiene más miedo de las llamas que de ese animal al que ordenaste que la devorara.
Albedo parecía escéptico.
—Dame cinco minutos con las llamas, consejero —dijo el cardenal—. Si eso falla, podrás soltar de nuevo a tu bestia.
—Tres minutos —dijo Albedo, acercándose a la Nemes que había abierto surcos en el rostro de Aenea.
Lourdusamy retrocedió varios pasos.
—Niña —dijo, hablando de nuevo en inglés de la Red—, me temo que esto te dolerá mucho.
Movió las manos holográficas y las llamas azules de abajo de la rejilla se convirtieron en una columna de llamas que chamuscó las plantas de los pies de Aenea. La piel ardió, se ennegreció, se rizó. El hedor a carne quemada llenó la celda.
Aenea gritó y trató de liberarse de las grapas. No cedieron. La parte inferior de la barra de hierro donde estaba amarrada resplandeció, enviándole dolor por las pantorrillas y los muslos desnudos. Sintió que su piel se ampollaba. Gritó de nuevo.
El cardenal Lourdusamy movió la mano y la llama descendió, convirtiéndose en una llamita que parecía el ojo azul de un carnívoro hambriento.
—Esto es sólo una muestra del dolor que sentirás —murmuró el cardenal—. Y lamentablemente, cuando la quemadura es grave, el dolor continúa aun después de que la carne y los nervios están irreparablemente consumidos. Dicen que es el modo más doloroso de morir.
Aenea apretó los dientes para no gritar de nuevo. La sangre de sus mejillas desgarradas goteaba sobre sus pechos pálidos, esos pechos que yo había acariciado y besado y sobre los cuales me había dormido. Encarcelado en mi tanque, a millones de kilómetros y preparándome para ascender a la fuga C-plus, grité y protesté en el silencio.
Albedo se acercó y le dijo a mi querida amiga:
—Aléjate de todo esto. Puedes teleyectarte a la nave que lleva a Raul a una muerte segura y liberarlo. Puedes teleyectarte a la nave del cónsul. El autocirujano te sanará. Vivirás durante años con el hombre que amas. Será eso o una muerte lenta y terrible, y una muerte lenta y terrible para Raul. Nunca le verás de nuevo. Nunca oirás su voz. Teleyéctate, Aenea. Sálvate mientras hay tiempo. Salva al que amas. En un minuto, este hombre quemará la carne de tus piernas y brazos hasta ennegrecerte los huesos. Pero no te dejaremos morir. Le ordenaré a Nemes que te devore. Teleyéctate, Aenea. Ya.
—Aenea —dijo el cardenal Lourdusamy—,
es igitur partus?
—«¿Estás lista, pues?»
—
In nomine Humanitus, ego paratas sum
—dijo Aenea, mirando los ojos del cardenal con su ojo bueno. «En el nombre de Humanitus, estoy lista.»
El cardenal Lourdusamy movió la mano. Todas las llamas se elevaron al mismo tiempo. Las llamas devoraron a mi amada y al cíbrido Albedo.
Aenea se retorció de dolor.
—¡No! —chilló Albedo desde las llamas, alejándose de la rejilla mientras la carne sintética se desprendía de los falsos huesos. Sus costosas ropas grises subían al techo en jirones ardientes de tela, sus apuestos rasgos se derretían—. No, maldición —repitió, buscando la garganta de Lourdusamy con dedos llameantes.
Las manos de Albedo atravesaron el holograma. El cardenal miró a Aenea a través de las llamas. Alzó la mano derecha.
—
Miserecordiam Dei... in nomine Patris, et Filia, et Spiritu Sanctus.
Fueron las últimas palabras que oyó Aenea mientras el fuego le devoraba las orejas, la garganta y el rostro. Su cabello explotó en una llamarada. Su visión estalló en un fogonazo y se disolvió mientras sus ojos se derretían.
Pero sentí su dolor en los escasos segundos de vida que le quedaban. Y oí sus pensamientos como un grito... no, como un susurro en mi mente.
Raul, te amo.
Luego el calor creció, el dolor creció, su entrega a la vida y al amor y a su misión crecieron y subieron a través de las llamas como humo elevándose hacia la claraboya, y mi querida Aenea murió.
Sentí el segundo de su muerte como una implosión de visiones y sonidos y esencias simbólicas. En ese segundo desapareció del universo todo lo que era digno del amor y la vida.
No grité de nuevo. Dejé de golpear las paredes del tanque. Floté sin peso, sintiendo que el tanque se vaciaba, que las drogas de fuga criogénica entraban en mi carne como gusanos. No me resistí. No me importaba.
Aenea había muerto.
La nave-antorcha se trasladó al estado cuántico. Cuando desperté, estaba en mi celda de Schrödinger.
No me importaba. Aenea había muerto.
No había reloj ni calendario en mi celda. No sé cuántos días, semanas o meses estándar estuve más allá de la cordura. Quizá pasé muchos días sin dormir o dormí durante semanas seguidas. Es difícil o imposible saberlo.
Pero con el tiempo, como el cianuro y las leyes del azar cuántico seguían perdonándome día a día, hora a hora, minuto a minuto, inicié esta narración. No sé por qué mis verdugos me dejaron pizarra y pluma y la posibilidad de imprimir algunas páginas de micropergamino reciclado. Tal vez vieron la posibilidad de que el condenado escribiera su confesión o usara la pizarra como un modo impotente de despotricar contra sus jueces y carceleros. O tal vez consideraron que la narración de un condenado acerca de sus pecados y heridas, sus alegrías y tristezas, sería un castigo adicional. Y quizás en cierto modo lo fue.
Pero también fue mi salvación. Al principio me salvó de la locura y la autodestrucción, cuando sufría una pena y un remordimiento intolerables. Luego salvó mis recuerdos de Aenea, sacándolos del pantano del horror ante su muerte terrible para llevarme al terreno más firme de nuestros días compartidos, de su alegría de vivir, su misión, nuestros viajes y su complejo pero directo mensaje para mí y para toda la humanidad. Con el tiempo simplemente salvó mi vida. Poco después de iniciar la narración, descubrí que podía compartir los pensamientos y actos de cualquiera de los participantes de nuestra larga odisea y fallida lucha. Supe que esto estaba en función de aquello que Aenea me había enseñado a través de la conversación y la comunión. Al aprender el idioma de los muertos y el idioma de los vivos, aún encontraba a los muertos en mis sueños y ensueños. Mi madre me hablaba a menudo, y saboreé el dolor y la sabiduría de muchos otros que habían vivido y muerto tiempo atrás, pero ahora no me obsesionaban estas almas perdidas, sino las que tenían una visión paralela de las experiencias que viví en tantos años con Aenea.
Nunca creí, mientras aguardaba la muerte en mi celda de Schrödinger, que podría oír los pensamientos actuales de los vivos. Pensé que el casco de energía del huevo orbital lo impedía. Pero pronto aprendí a silenciar el clamor de esas incontables voces antiguas que resonaban en el Vacío Que Vincula para concentrarme en el recuerdo de aquellos —tanto muertos como presuntamente vivos— que habían formado parte de la historia de Aenea. Así entreví las ideas y motivaciones de seres tan alejados de mi modo de pensar que eran literalmente alienígenas: los cardenales Simón Augustino Lourdusamy y John Domenico Mustafa, Lenar Hoyt en sus encarnaciones como papa Julio y papa Urbano XVI, los ejecutivos de Mercantilus como Kenzo Isozaki y Anna Pelli Cognani, sacerdotes y guerreros como el padre De Soya, el sargento Gregorius, la capitana Marget Wu y el oficial ejecutivo Hoag Liebler. Algunos de los personajes de mi historia están presentes en el Vacío Que Vincula como cicatrices, agujeros, ausencias —las criaturas Nemes, y también Albedo y las demás entidades del Núcleo—, pero pude rastrear algunos movimientos y actos de estos seres por el desplazamiento de esa oquedad en la matriz de emoción sentiente que era el Vacío, así como uno vería el contorno de un hombre invisible bajo la lluvia. Así, además de escuchar los suaves murmullos de los muertos humanos, pude reconstruir la matanza de inocentes perpetrada por Rhadamanth Nemes en Sol Draconi Septem y oír los susurros sibilantes y presenciar los actos mortíferos de Scylla, Gyges, Briareus y Nemes en Vitus-Gray-Balianus B. Por desagradables y desconcertantes que fueran estos descensos en el vacío moral y la pesadilla mental, quedaban equilibrados por el reencuentro con la calidez de amigos como Dem Loa, Dem Ria, el padre Glaucus, Het Masteen, A. Bettik y todos los demás. Busqué a muchos protagonistas del relato sólo con mi propia memoria, gentes maravillosas como Lhomo Dondrub, a quien vi por última vez volando con sus alas de pura luz en su gallarda y desesperada batalla contra las naves de Pax, y Rachel, viviendo la segunda de varias vidas que estaba destinada a llenar de aventuras, y la regia Dorje Phamo y el sabio Dalai Lama. De este modo, yo usaba el Vacío Que Vincula para oír mi propia voz, para aclarar los recuerdos más allá de la capacidad de mi memoria, y en ese sentido me veía a menudo como un personaje menor de mi propia historia, un zopenco que seguía los acontecimientos en vez de provocarlos, que no hacía las preguntas debidas o que aceptaba respuestas inadecuadas. Pero también vi al torpe Raul Endymion de mi narración como un hombre que descubría el amor con una persona a quien había esperado toda su vida, y en ese sentido su dócil acatamiento era a menudo compensado por su voluntad de dar la vida sin vacilar por su querida amiga.
Aunque sé sin lugar a dudas que Aenea está muerta, nunca busqué su voz en el coro de los que hablan el idioma de los muertos.
Sentía su presencia en el Vacío Que Vincula, sentía su contacto en la mente y el corazón de todas las buenas gentes que participaron en nuestra odisea o cuya vida cambió para siempre en nuestra larga lucha con Pax. Mientras aprendía a acallar el estridente clamor y a escoger voces específicas en el coro de los muertos, comprendí que a menudo visualizaba estas resonancias humanas en el Vacío como estrellas, algunas borrosas pero visibles cuando uno sabía adonde mirar, otras resplandecientes como supernovas, otras que existían en combinaciones binarias con otras ex almas vivientes, o fijadas para siempre en una constelación de amor y relación con individuos determinados, otras —como Mustafa, Lourdusamy y Hoyt— consumidas y arrasadas por la implosiva gravedad de su ambición, codicia o afán de poder, perdiendo su esplendor humano mientras se precipitaban a agujeros negros del espíritu.
Pero Aenea no era una de esas estrellas. Era como la luz solar que nos bañaba durante una caminata en un cálido día de primavera en los prados de Taliesin Oeste: constante, difusa, irradiada desde un solo punto pero capaz de entibiar todo lo que nos rodeaba, una fuente de luz y energía. Y así, cuando llega el invierno o cae la noche, la ausencia de esa luz solar trae frío y oscuridad y esperamos la primavera o la mañana.
Pero sabía que no habría un mañana para Aenea, ninguna resurrección para ella y nuestro amor. El gran poder de su mensaje es que la versión Pax de la resurrección era una mentira, tan estéril como las inyecciones de control de natalidad administradas por Pax. En un universo finito de aspirantes a inmortales, casi no hay espacio para los niños. El universo de Pax era ordenado y estático, inmutable y yermo. Los niños traen caos y desorden y un potencial infinito para el futuro, algo que era anatema para Pax.
Mientras pensaba en esto y reflexionaba sobre el último regalo de Aenea —el antídoto para la implantación de control de natalidad— me pregunté si había sido un gesto metafórico. Esperaba que Aenea no sugiriese que lo usara literalmente, que encontrara otro amor, una esposa, y tuviera hijos con otra. En una de nuestras conversaciones, habíamos hablado de eso —recuerdo que estábamos sentados en su refugio de Taliesin, mientras el viento nocturno nos traía el aroma de las yucas y las prímulas—, de esa extraña elasticidad del corazón humano para encontrar nuevas relaciones, nuevas personas con quienes compartir la vida, nuevos potenciales. Pero esperaba que el regalo de la fertilidad, en esos últimos minutos que compartimos en la Basílica de San Pedro, fuera una metáfora del regalo más vasto que ella había dado a la humanidad, la opción del caos y la turbulencia, los caminos maravillosos y desconocidos. Si era un regalo literal, la sugerencia de que yo encontrara un nuevo amor y tuviera hijos con otra, Aenea no me conocía en absoluto. Al escribir esta narración, había visto a través de los ojos de otros que Raul Endymion era un tío simpático, de fiar, torpemente valiente en ocasiones, pero nada famoso por su perspicacia ni su inteligencia. Pero con las luces necesarias para saber con certeza que este amor había sido suficiente en mi vida, y llegué a comprender —al transcurrir los días y las semanas y los meses, en mi celda de condenado adonde la muerte no llegaba— que si por milagro regresaba al universo de los vivos, buscaría de nuevo la alegría, la risa y la amistad, pero ni una pálida sombra del amor que había sentido. No tendría hijos. No.
Por unos días maravillosos, mientras escribía el texto, me convencí de que Aenea había regresado de la muerte, que se había producido un milagro. Estaba en esa parte de mi relato donde habíamos llegado a Vieja Tierra —atravesando el teleyector de Bosquecillo de Dios después del encontronazo con la primera Nemes— y terminaba esa sección describiendo nuestra llegada a Taliesin Oeste.
La noche en que terminé esa primera parte de nuestra historia, soñé que Aenea había ido a verme en la celda de Schrödinger, había dicho mi nombre en la oscuridad, me había tocado la mejilla y me había susurrado: «Nos iremos de aquí, querido Raul. No de inmediato, sino en cuanto termines tu narración. En cuanto lo recuerdes todo y lo comprendas todo.» Al despertar descubrí que habían activado la pizarra y en sus páginas, en la inconfundible letra de Aenea, había una larga nota que incluía algunos fragmentos de poemas de su padre.
Durante días y semanas estuve convencido de que había sido una visita real, un milagro similar a los que habían presenciado, según los apóstoles, los discípulos originales después de la ejecución de Jesús. Trabajé en mi relato febrilmente, desesperado por verlo todo, registrarlo todo, comprenderlo todo. Pero el proceso me llevó meses, y en ese tiempo comprendí que la visita de Aenea debía haber sido otra cosa: mi primera experiencia de oír un susurro de mi amada entre las voces de los muertos en el Vacío, sin duda, y posiblemente un mensaje real de ella almacenado en la memoria de la pizarra y fijado para activarse cuando yo escribiera estas páginas. No era imposible. Mi querida amiga podía vislumbrar atisbos del futuro. Futuros, decía ella, enfatizando el plural. Era posible que hubiera guardado esa hermosa nota en una pizarra y luego se cerciorase de que el instrumento se incluyera en mi celda de Schrödinger.