Habían ordenado al gran inquisidor que compareciera con su asistente para una audiencia papal a las ocho, hora del Vaticano. A las 07.52, su VEM negro llegó a la entrada de la Vía del Belvedere. El inquisidor y su asistente, el padre Farrell, pasaron por portales detectores y sensores manuales, primero en el registro de la Guardia Suiza, luego en la estación de la Guardia Palatina y al fin en el puesto de la recién constituida Guardia Noble.
El cardenal John Domenico Mustafa, el gran inquisidor, dirigió una sutil mirada a su asistente mientras pasaban este último puesto. La Guardia Noble parecía consistir en gemelos clonados, hombres y mujeres delgados de cabello lacio, tez cetrina y mirada muerta. Un milenio atrás, como bien sabía Mustafa, la Guardia Suiza era la fuerza mercenaria del papa, la Guardia Palatina consistía en lugareños de confianza, siempre romanos de nacimiento, que brindaban una guardia de honor a Su Santidad en sus apariciones públicas, y la Guardia Noble se integraba con aristócratas, como recompensa papal por su lealtad. Hoy la Guardia Suiza era la élite de las fuerzas regulares de la flota, los palatinos habían sido reinstaurados sólo un año antes por el papa Julio XIV y ahora el papa Urbano parecía confiar su segundad personal a esta extraña hermandad de la nueva Guardia Noble.
El gran inquisidor sabía que los gemelos de la Guardia Noble eran clones, primeros prototipos de la legión secreta, vanguardias de una nueva fuerza de combate solicitada por el papa y su secretario de Estado y diseñada por el Núcleo. El inquisidor había pagado un alto precio por esta información, y sabía que su posición, tal vez su vida, correrían peligro si Lourdusamy o Su Santidad descubrían lo que él sabía.
Tras atravesar los puestos de guardia, mientras el padre Farrell se alisaba la sotana después del cacheo, el cardenal Mustafa ahuyentó con un gesto al asistente papal que se ofreció para conducirlos arriba. El cardenal abrió la puerta del antiguo ascensor que los llevaría a los aposentos papales.
Esta entrada privada comenzaba en el subsuelo, pues el Vaticano reconstruido se hallaba en una colina, con la entrada de la Vía del Belvedere debajo del subsuelo habitual. Subiendo en esa jaula crujiente, donde el padre Farrell acariciaba nerviosamente su pizarra y su carpeta, el gran inquisidor se distendió al pasar el patio de San Dámaso, en la planta baja. Dejaron atrás el segundo piso, con los suntuosos apartamentos Borgia y la Capilla Sixtina, así como los aposentos papales oficiales, la Sala Consistorial, la biblioteca, la sala de audiencias y las bellas habitaciones de Rafael. En el tercer piso se detuvieron y se abrieron las puertas del ascensor.
El cardenal Lourdusamy y su ayudante, monseñor Lucas Oddi, movieron la cabeza y sonrieron.
—Domenico —dijo Lourdusamy, cogiendo la mano del gran inquisidor y apretándola con fuerza.
—Simón Augustino —dijo el gran inquisidor con una inclinación. Conque el secretario de Estado estaría presente. Mustafa lo había sospechado y temido. Saliendo del ascensor y caminando con los demás hacia los aposentos privados del papa, el gran inquisidor echó una ojeada a las oficinas de la Secretaría de Estado y por enésima vez envidió el acceso de este hombre al papa.
El papa recibió al grupo en la ancha e iluminada galería que conectaba la Secretaría de Estado con los dos pisos de habitaciones que constituían el dominio privado de Su Santidad. El serio pontífice sonreía. Usaba una sotana con capa blanca y un
zuchetto
blanco en la cabeza, con una faja blanca en la cintura. Sus zapatos blancos susurraban en los pisos de mosaico.
—Ah, Domenico —dijo el papa Urbano XVI, extendiendo la mano—. Simón, qué amable eres al venir.
El padre Farrell y monseñor Oddi esperaron de rodillas hasta que el Santo Padre les permitió besar el anillo de san Pedro.
Su Santidad tenía buen aspecto, pensó el gran inquisidor, sin duda más joven y descansado que antes de su muerte más reciente. La alta frente y los ojos flamígeros eran los mismos, pero Mustafa notó que esa mañana el papa resucitado tenía un aire más enérgico y satisfecho.
—Estábamos a punto de dar nuestro paseo matinal por el jardín —dijo Su Santidad—. ¿Queréis acompañarnos?
Los cuatro hombres asintieron y siguieron el rápido andar del papa mientras él recorría la galería y subía por las lisas y anchas escaleras hasta la azotea. Los asistentes personales de Su Santidad mantenían la distancia, los guardias suizos de la entrada del jardín permanecían rígidos, la mirada fija. Lourdusamy y el gran inquisidor caminaban a sólo un paso del Santo Padre, mientras monseñor Oddi y el padre Farrell iban dos pasos atrás.
Los jardines papales consistían en un laberinto de pérgolas con flores, fuentes cantarinas, setos perfectamente podados y árboles con pajareras de trescientos mundos de Pax, senderos de piedra y maravillosos arbustos florecientes. Un campo de contención fuerza diez —transparente desde este lado, opaco para los observadores externos— brindaba intimidad y protección. El cielo de Pacem estaba despejado y radiante.
—¿Alguien recuerda cuando nuestro cielo era amarillo? —preguntó Su Santidad mientras caminaban por el sendero.
El cardenal Lourdusamy rió sonoramente entre dientes.
—Ah, sí. Recuerdo cuando el cielo tenía ese amarillo enfermizo y el aire era irrespirable. Hacía un frío continuo y la lluvia no cesaba nunca. Pacem era entonces un mundo marginal, el único motivo por el cual la Hegemonía permitió que la Iglesia se instalara aquí.
El sonriente papa Urbano XVI señaló el cielo azul y la cálida luz del sol.
—Así que hubo algunas mejoras durante nuestro tiempo de servicio, ¿eh, Simón Augustino?
Ambos cardenales rieron suavemente. Habían atravesado la azotea, y Su Santidad cogió otro sendero por el centro del jardín. Los dos cardenales y sus asistentes siguieron en fila al pontífice. De pronto Su Santidad se detuvo y giró. Una fuente gorgoteaba a sus espaldas.
—¿Sabéis que la fuerza de ataque de la almirante Aldikacti se ha trasladado más allá de la Gran Muralla? —preguntó con toda seriedad.
Ambos cardenales asintieron.
—Esta es sólo la primera de muchas incursiones —dijo el Santo Padre—. No lo esperamos ni lo predecimos... lo sabemos.
El director del Santo Oficio y el secretario de Estado y sus asistentes aguardaron.
El papa los miró uno por uno.
—Esta tarde, amigos míos, pensamos viajar a Castel Gandolfo.
El gran inquisidor se abstuvo de mirar arriba, sabiendo que el asteroide papal no sería visible durante el día. Sabía que el pontífice empleaba el plural mayestático y no los estaba invitando a acompañarlo.
—Allí rezaremos y meditaremos varios días mientras preparamos nuestra siguiente encíclica —continuó el papa—. Se llamará
Redemptor Hominis
y será el documento más importante de nuestra gestión como pastores de nuestra Santa Madre Iglesia.
El gran inquisidor inclinó la cabeza.
El redentor de la humanidad,
pensó
. Podría ser sobre cualquier cosa.
Cuando el cardenal Mustafa alzó la mirada, Su Santidad sonreía como si le leyera los pensamientos.
—Será sobre nuestra sagrada obligación de mantener humana la humanidad, Domenico. Ampliará y aclarará lo que se ha dado en conocer como nuestra Encíclica de la Cruzada. Definirá el deseo... mejor dicho, el mandamiento de Nuestro Señor de que la humanidad conserve forma y semblanza de humanidad, y no se contamine con mutaciones y mutilaciones deliberadas.
—La solución final para el problema éxter —murmuró el cardenal Lourdusamy.
Su Santidad asintió con impaciencia.
—Eso y mucho más.
Redemptor Hominis
analizará el papel de la Iglesia en la definición del futuro, queridos amigos. En cierto sentido, sentará las bases para los próximos mil años.
Madre misericordiosa
, pensó el gran inquisidor.
—Pax ha sido un instrumento útil —continuó el Santo Padre—, pero en los días, meses y años venideros, echaremos los cimientos de una mayor participación de la Iglesia en la vida cotidiana de todos los cristianos.
Sometiendo los mundos de Pax a un control más estricto
, interpretó el gran inquisidor, la cabeza gacha
. ¿Pero cómo, con qué mecanismo?
El papa Urbano XVI sonrió de nuevo. El cardenal Mustafa notó una vez más que las sonrisas del Santo Padre nunca afectaban sus ojos doloridos y cautelosos.
—Con el lanzamiento de la encíclica —dijo Su Santidad— se percibe más claramente el papel que prevemos para el Santo Oficio, para nuestro servicio diplomático y para entidades e instituciones tan desaprovechadas como el Opus Dei, la Comisión Pontificia de Justicia y Paz y el Cor Unum.
El gran inquisidor trató de ocultar su sorpresa. ¿Cor Unum? La Comisión Pontificia, oficialmente conocida como Pontificum Consilium «Cor Unum» de Humana et Christiana Progressione Fovenda, había sido apenas un comité impotente durante siglos. Mustafa tenía que pensar para recordar a su presidente... la cardenal Du Noyer, creía. Una burócrata menor. Una anciana que nunca había figurado en la política del Vaticano. ¿Qué demonios sucede aquí?
—Es una época interesante —comentó el cardenal Lourdusamy.
—Ya lo creo —concedió el gran inquisidor, recordando la vieja maldición china a ese efecto.
El papa echó a andar de nuevo y los cuatro se dieron prisa para alcanzarlo. Una brisa atravesó el campo de contención e hizo ondular los capullos dorados de un roblesanto esculpido.
—Nuestra nueva encíclica se encargará también del creciente problema de la usura en nuestro tiempo —dijo Su Santidad.
El gran inquisidor casi se paró en seco. Tuvo que dar un rápido paso para seguir andando, pero le costó mantener una expresión neutra. Casi podía sentir la conmoción del padre Farrell.
¿Usura?, pensó. La iglesia ha sido estricta al regular el comercio de PAX y Pax Mercantilus durante tres siglos, pues no deseaba un retorno a los días del capitalismo puro, pero la mano del control ha sido leve. ¿Ésta es una maniobra para someter toda la vida política y económica al control de la Iglesia ¿Julio... Urbano... está dispuesto a abolir la autonomía civil de Pax y la libertad de comercio de Mercantilus en estos tiempos tardíos? ¿Y cuál es la posición de las fuerzas armadas en todo esto?
Su Santidad se detuvo junto a un hermoso arbusto de capullos blancos y hojas azules y brillantes.
—Nuestra genciana iliria florece bien aquí —murmuró—. Fue un presente del arzobispo Poske, de Galabia Pescassus.
Usura,
pensó el confundido inquisidor
. Pena de excomunión, pérdida del cruciforme por violación de estrictos controles del comercio y las ganancias. Intervención directa del Vaticano. Madre de Dios.
—Pero no es por eso que os invitamos aquí —dijo el papa Urbano XVI—. Simón Augustino, ¿serías tan amable de explicar al cardenal Mustafa el dato inquietante que recibiste ayer?
Saben que tenemos bioespías
, pensó Mustafa, aterrado. El corazón le latía con fuerza
. Saben que tenemos agentes, y que el Santo Oficio intenta establecer contacto directo con el Núcleo, que hemos sondeado a los cardenales antes de la elección... todo.
Mantuvo la expresión apropiada, alerta, interesada, alarmada sólo en un sentido profesional ante el uso de la palabra «inquietante» por parte del Santo Padre.
El corpulento cardenal Lourdusamy pareció aumentar de tamaño. Sus tonantes palabras parecían surgir del pecho o del vientre más que de la boca. En contraste, monseñor Oddi le recordaba a Mustafa los espantajos de los campos de su juventud, en el mundo agrícola de Renacimiento Menor.
—El Alcaudón ha reaparecido —dijo el cardenal.
¿El Alcaudón? ¿Qué tiene que ver eso con...?
El perspicaz Mustafa estaba desorientado y no lograba aprehender todos los matices y revelaciones. Aún sospechaba una trampa. Comprendiendo que el secretario de Estado había hecho una pausa y esperaba una respuesta, el gran inquisidor murmuró:
—¿Pueden las autoridades militares de Hyperion ocuparse de él, Simón Augustino?
—Ese demonio no ha reaparecido en Hyperion, Domenico —aclaro Lourdusamy, moviendo la papada.
Mustafa manifestó la sorpresa adecuada
. Por el interrogatorio del cabo Kee sé que el monstruo apareció en Bosquecillo de Dios hace cuatro años estándar, supuestamente en un intento de frustrar el asesinato de la niña llamada Aenea. Para obtener esa información, tuve que organizar la falsa muerte y el secuestro de Kee después de su reasignación a la flota. ¿Ellos lo saben? ¿Y por qué contármelo ahora?
El gran inquisidor aún esperaba que la espada metafórica cayera sobre su cuello muy real.
—Hace ocho días estándar —continuó Lourdusamy— una criatura monstruosa que sólo podía ser el Alcaudón apareció en Marte. La lista de muertes... muertes verdaderas, pues la criatura arranca el cruciforme del cuerpo de sus víctimas... ha sido muy elevada.
—Marte —repitió estúpidamente el cardenal Mustafa. Miró al Santo Padre buscando una explicación, una guía, incluso la condena que temía, pero el pontífice examinaba los pimpollos de un rosal. El padre Farrell avanzó un paso, pero el gran inquisidor detuvo a su asistente—. ¿Marte? —repitió. Hacía décadas que no se sentía tan tonto y mal informado, quizá siglos.
Lourdusamy sonrió.
—Sí... uno de los mundos terraformados del sistema de Vieja Tierra. FUERZA tenía allí su centro de mando antes de la Caída, pero ese mundo es de poca utilidad o importancia dentro de Pax. Demasiado alejado. No hay motivos para que tú lo supieras, Domenico.
—Sé donde está Marte —dijo el gran inquisidor, con voz un poco más chillona de lo que se proponía—. Pero no entiendo cómo el Alcaudón puede estar allí.
¿Y qué demonios tiene que ver conmigo?
Lourdusamy asintió.
—Es verdad que, por lo que sabemos, el demonio Alcaudón nunca salió del mundo de Hyperion. Pero no hay dudas. Esta ola de terror en Marte... La gobernadora ha declarado un estado de emergencia y el arzobispo Robeson ha solicitado personalmente la ayuda de Su Santidad.
El gran inquisidor se frotó el cuello y asintió con la cabeza preocupadamente.
—La flota de Pax...
—Ya se han despachado elementos de la flota que se hallaban en el Viejo Vecindario, desde luego —dijo el secretario de Estado.
El supremo pontífice apoyaba la mano en la rama nudosa y diminuta de un árbol bonsai, como si le diera la bendición. No parecía estar escuchando.