—Especialmente los ángeles, padre capitán —respondió la almirante Aldikacti—. Su Santidad el papa Urbano ha declarado una cruzada contra esas caricaturas inhumanas que los éxters están criando en la oscuridad. En su Encíclica de la Cruzada ha declarado que estas mutaciones demoníacas se deben eliminar del universo de Dios. No hay éxters civiles. ¿Tiene problemas para comprender esta directiva, padre capitán De Soya?
Los oficiales de la mesa contuvieron el aliento hasta que De Soya respondió.
—No, almirante Aldikacti. Comprendo la encíclica de Su Santidad.
La sesión continuó.
—Participarán los siguientes cruceros clase arcángel —dijo Sati—. La nave
Uriel
de Su Santidad como nave insignia, el
Rafael
, el
Miguel
, el
Gabriel
, el
Raquel
, el
Remiel
y el
Sariel
. Las naves usarán sus motores Gedeón para efectuar el salto instantáneo al próximo sistema y se tomarán dos días o más para desacelerar dentro del sistema, dando así tiempo para la resurrección de los tripulantes. Su Santidad nos ha concedido una dispensa para usar los nuevos nichos de resurrección de dos días, que ofrecen una probabilidad de resurrección del noventa y dos por ciento. Después de reagrupar nuestra fuerza de ataque, causaremos el mayor daño posible a todas las fuerzas e instalaciones éxters antes de trasladarnos al próximo sistema. Toda nave de Pax cuyas averías resulten imposibles de reparar será abandonada; la tripulación será transferida a otras naves de la fuerza, y el crucero destruido. No correremos ningún nesgo de que los éxters capturen la tecnología Gedeón, aunque les resultará inútil sin el Sacramento de la Resurrección. La misión debería durar unos tres meses estándar. ¿Alguna pregunta?
El padre capitán De Soya alzó la mano.
—Debo disculparme —dijo—. He estado aislado durante varios años estándar, pero noto que esta fuerza de ataque está constituida por naves clase arcángel con nombres de arcángeles cuyo nombre se cita en el Antiguo Testamento.
—Sí, padre capitán —urgió la almirante Aldikacti—. ¿Su pregunta?
—Sólo esto, almirante. Creo recordar que en la Biblia había sólo siete arcángeles designados por nombres. ¿Qué hay del resto de las naves clase arcángel que están terminadas?
Estallaron risas y De Soya notó que había reducido la tensión, tal como esperaba.
La almirante Aldikacti sonrió.
—Damos la bienvenida a nuestro capitán pródigo y le informamos que los teólogos del Vaticano han investigado el Libro de Enoc y el resto de los apócrifos para encontrar otros ángeles que puedan ser ascendidos a «arcángeles honorarios», y el Santo Oficio ha autorizado el uso de sus nombres en la flota. Nos parece apropiado que los primeros siete arcángeles clase planetaria que se han construido tengan el nombre de los que figuran en la Biblia y lleven su fuego sagrado al enemigo.
Las risas se convirtieron en murmullos aprobatorios y al fin en discreto aplauso entre los capitanes y ejecutivos.
No hubo más preguntas.
—Ah, otro detalle —dijo la almirante Aldikacti—, si veis esta nave...
El holo de una extraña nave estelar flotó sobre el centro de la mesa. Era pequeña por las pautas de la flota de Pax, y era aerodinámica como si estuviera construida para ingresar en la atmósfera; tenía aletas cerca de las toberas de fusión.
—¿Qué es? —preguntó la madre capitana Stone, todavía sonriendo con el buen humor que reinaba en la sala—. ¿Una broma éxter?
—No —dijo De Soya con voz monótona—, es tecnología de la era de la Red. Una nave estelar particular... perteneciente a un individuo.
Algunos oficiales ejecutivos rieron de nuevo. La almirante Aldikacti acalló las risas con un gesto.
—El padre capitán está en lo cierto. Es una antigua nave de tiempos de la Red, antaño perteneciente a un diplomático de la Hegemonía. —Sacudió la cabeza—. Entonces tenían fortunas para estas cosas De todos modos, tiene un motor Hawking modificado por técnicos éxters, puede estar bien armada y se debe considerar peligrosa.
—¿Qué hacemos si la encontramos? —preguntó la madre capitana Stone—. ¿Tomarla como trofeo?
—No —dijo la almirante Aldikacti—. Destruirla de inmediato. Vaporizarla. ¿Alguna pregunta?
No hubo ninguna. Los oficiales se retiraron a sus naves para prepararse para la traslación inicial. En el viaje de vuelta al
Rafael
, Hoag Liebler habló cordialmente con su nuevo capitán sobre el estado de la nave y la alta moral de los tripulantes, pensando:
Espero no tener que matar a este hombre
.
Ha sido mi experiencia que inmediatamente después de ciertas separaciones traumáticas —abandonar la familia para ir a la guerra, la muerte de un familiar, separarse de una persona amada sin certeza de reencuentro— hay una extraña calma, casi una sensación de alivio, como si hubiera ocurrido lo peor y no fuera preciso temer nada mas. Así sucedió en esa lluviosa mañana en que me despedí de Aenea en la Vieja Tierra.
El kayak era pequeño y el Mississippi era grande. Al principio, en la oscuridad, remé con una atención intensa rayana en el miedo, forzando los ojos para distinguir ramas, bancos de arena y restos de naufragio en la furiosa corriente. El río era muy ancho, calculé que casi una milla —el Viejo Arquitecto usaba las antiguas unidades inglesas de longitud y distancia, pies, yardas, millas, y en Taliesin la mayoría habíamos terminado por imitarlo—, y los márgenes parecían inundados, con árboles muertos mostrando dónde las aguas se habían elevado cientos de metros sobre las orillas originales, empujando el río hacia acantilados altos en ambos lados.
Una hora después de despedirme de mi amiga, la luz llegó lentamente, primero mostrando la separación entre las nubes grises y las rocas negras a mi izquierda, luego arrojando una luz fría en la superficie del río.
Yo había tenido razón en temer la oscuridad: el río estaba erizado de ramas y bancos de arena; árboles grandes e hinchados con raíces que parecían cabezas de hidra pasaban junto a mí en las corrientes centrales, embistiendo todo a su paso con la fuerza de arietes gigantes. Escogí lo que parecía la corriente más benigna, remé con fuerza para alejarme de los restos flotantes y traté de disfrutar del amanecer.
Toda esa mañana remé hacia el sur, sin ver indicios de habitación humana en ninguna de ambas riberas salvo un atisbo de antiguos edificios, otrora blancos, sumergidos entre los árboles muertos y las aguas sucias de lo que antaño había sido la orilla oeste y ahora era un pantano al pie de los acantilados. Dos veces desembarqué en islas, una para hacer mis necesidades y otra para guardar la pequeña mochila que era mi único equipaje. En esta segunda parada —a media mañana, bajo el calor del sol— me senté en un tronco en la orilla arenosa y comí uno de los bocadillos de carne fría y mostaza que Aenea me había preparado durante la noche. Había llevado dos botellas de agua —una para el cinturón, la otra para la mochila— y bebí con moderación, sin saber si el agua del Mississippi era potable ni dónde podría abastecerme.
Era de tarde cuando vi la ciudad y el arco.
Un poco antes, un segundo río se había unido con el Mississippi a la derecha, ensanchando el canal. Yo estaba seguro de que debía ser el Missouri, y cuando consulté el comlog, la memoria de la nave confirmó mi corazonada. Poco después vi el arco.
Este portal teleyector parecía diferente de los que habíamos atravesado durante nuestro viaje a la Vieja Tierra: más grande, más viejo, más opaco, con más estrías de óxido. En un tiempo debía erguirse en la seca orilla oeste del río, pero ahora sobresalía de las aguas a cientos de metros de la costa. Restos esqueléticos de edificios inundados —«rascacielos» bajos de tiempos pre-Hégira, según mis nuevos conocimientos arquitectónicos— también se elevaban de las perezosas aguas.
«St. Louis —me informó el comlog de pulsera cuando interrogué a la IA de la nave—. Destruida antes de las Tribulaciones. Abandonada antes del Gran Error del '08.»
—¿Destruida? —pregunté, apuntando el kayak hacia el aro gigante y viendo que la orilla oeste trazaba un semicírculo perfecto, formando un lago de poca profundidad. Árboles antiguos bordeaban el cerrado arco de la costa. Un cráter, pensé, aunque sin diferenciar si era el cráter de un meteorito, de una bomba, de un rayo energético u otro hecho violento—. ¿Cómo?
«No hay información —dijo el brazalete—. Sin embargo, tengo unos datos que se correlacionan con el arco.»
—Es un portal teleyector, ¿verdad? —pregunté, luchando contra la corriente del lado oeste del canal principal para dirigir el kayak hacia el arco que daba hacia el este.
«Originalmente no —murmuró la voz—. El tamaño y la orientación del artefacto coinciden con la posición y las dimensiones del Gateway Arch, una rareza arquitectónica construida en la ciudad de St. Louis en tiempos del estado-nación Estados Unidos de América a mediados del siglo veinte de la era cristiana. Simbolizaba la expansión occidental de los pioneros hegemónicos protonacionalistas de origen europeo que migraron aquí en su esfuerzo para desplazar a los aborígenes anteriores a la Reserva.»
—Los indios —dije, jadeando mientras impulsaba el kayak a través de la corriente y me alineaba con el enorme arco. Había tenido un par de horas de intensa luz solar, pero ahora volvían el viento frío y las nubes grises. Las gotas de lluvia tamborileaban sobre la fibra de vidrio del kayak y hacían ondear las olas. La corriente llevó el kayak hacia el centro del arco, y dejé el remo un instante, cerciorándome de no tocar accidentalmente el misterioso botón rojo—. Así que este portal teleyector se construyó para honrar a la gente que mató a los indios —dije, apoyándome sobre los codos.
«El Gateway Arch original no tenía función teleyectora», aclaró la voz de la nave.
—¿Sobrevivió al desastre que causó esto? —pregunté, señalando el cráter y los edificios inundados.
«Ninguna información», dijo el comlog.
—¿Y no sabes si es un teleyector? —pregunté, jadeando de nuevo mientras remaba con fuerza. Ahora el arco se erguía sobre nosotros, con cien metros de altura en su ápice. La luz invernal rebotaba en sus flancos oxidados.
«No —dijo la memoria de la nave—. No existen registros de ningún teleyector en la Vieja Tierra.»
Claro que no existía ese registro. La Vieja Tierra había caído en el agujero negro del Gran Error —o había sido secuestrada por los leones y tigres y osos— por lo menos un siglo y medio antes de que el TecnoNúcleo diera a la Hegemonía la tecnología del teleyector. Sin embargo, existía un arco teleyector pequeño pero funcional sobre ese río —riacho, en realidad— del oeste de Pennsylvania donde Aenea y yo habíamos entrado desde Bosquecillo de Dios cuatro años antes. Y yo había visto otros en mis viajes.
—Bien —dije, más para mí mismo que para la obtusa IA del comlog—, si no es éste, seguiremos río abajo. Aenea tenía una razón para botarnos donde lo hizo.
Yo no estaba tan seguro. Debajo de este arco no se veía ningún parpadeo ondulante, ningún atisbo de luz solar ni estelar. Sólo el cielo oscuro y la negra franja boscosa de la costa, más allá del lago.
Me recliné para mirar el arco, y noté con asombro que faltaban paneles y asomaban costillas de acero. El kayak ya estaba debajo y no había transición, ningún cambio súbito de luz y gravedad acompañado de aromas alienígenas. Esa cosa era sólo un derruido adefesio arquitectónico que por casualidad se parecía a un...
Todo cambió.
En un momento el kayak y yo nos mecíamos en el ventoso Mississippi, dirigiéndonos hacia el lago que había sido la ciudad de St. Louis, y al siguiente era de noche y el bote de fibra de vidrio y yo nos deslizábamos por un canal angosto entre edificios iluminados, bajo una claraboya oscura que se erguía a medio kilómetro de mi cabeza.
—Cristo —susurré.
«Antigua figura mesiánica —dijo el comlog—. Las religiones basadas en sus presuntas enseñanzas incluyen el cristianismo, el cristianismo zen, el antiguo y moderno catolicismo y sectas protestantes tales como...»
—Cállate —dije—. Modalidad de niño obediente. —Este mando hacía que el comlog sólo pudiera hablar cuando le hablaban.
Había otras personas remando en este canal, si eso era. Veintenas de botes, veleros y kayaks se desplazaban río arriba y río abajo. En las cercanías, en veredas y explanadas, en aerovías que se elevaban sobre las luminosas aguas, cientos más caminaban en parejas y grupos. Individuos corpulentos vestidos con ropas brillantes trotaban a solas.
Sentí el peso de la gravedad en los brazos cuando intenté alzar el remo —media gravedad terrícola más, fue mi primera impresión— y lentamente elevé el rostro hacia esos cientos o miles de ventanas y torres iluminadas, aceras y balcones y pistas de aterrizaje, trenes cromados zumbando en tubos transparentes, VEMs surcando el aire, plataformas de levitación y ferries aéreos transportando gente. Entonces comprendí.
Lusus. Tenía que ser Lusus.
Había conocido lusianos: cazadores ricos que iban a Hyperion a cazar patos, apostadores más ricos en los casinos de Nueve Colas donde yo había trabajado como cuidador, incluso algunos expatriados de nuestra Guardia Interna, delincuentes que sin duda huían de la justicia de Pax. Todos tenían el semblante hosco de esos corredores bajos, robustos y musculosos que trotaban en las veredas y explanadas, como primitivas pero potentes máquinas de vapor.
Nadie me prestaba atención. Esto me sorprendió: desde la perspectiva de ellos, yo debía haber salido de la nada, materializándome bajo el portal teleyector.
Miré atrás y comprendí por qué mi aparición había pasado inadvertida. El portal teleyector era viejo, desde luego, parte de la caída Hegemonía y del ex río Tetis, y el arco estaba construido dentro de las murallas de la Colmena, cubierto por plataformas y veredas, así que el tramo de canal o río que pasaba debajo estaba sumido en sombras profundas. Cuando miré atrás, una lancha pequeña salió de esas sombras, recibió el fulgor de las luces de sodio y pareció salir de la nada como yo un instante antes.
Vestido con mi suéter y chaqueta, enfundado en el nailon de mi kayak, tal vez se me veía tan robusto como los lusianos que estaban a arribos lados. Un hombre y una mujer con esquíes de chorro saludaron al pasar junto a mí.
Devolví el saludo.
—Cristo —repetí, más un rezo que una blasfemia. Esta vez el comlog no hizo comentarios.