El ascenso de Endymion (12 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Entonces el nuevo pontífice salió al balcón y los jadeos se convirtieron en jubilosos hurras.

Era el papa Julio, el rostro de siempre, la frente alta, los ojos tristes. El padre Lenar Hoyt, el salvador de la Iglesia, había sido elegido una vez más. Su Santidad bendijo a la multitud y esperó a que se hiciera silencio, pero la muchedumbre no dejaba de ovacionar. El rugido surgía de medio millón de gargantas y continuaba sin cesar.

¿Por qué Urbano XVI?,
se preguntó el padre capitán De Soya. Había leído y estudiado la historia de la Iglesia en sus años de jesuita. Repasó rápidamente lo que recordaba de los papas llamados Urbano. La mayoría eran olvidables. ¿Por qué...?

—Maldición —vociferó De Soya, aunque el juramento se perdió en el rugido continuo de los fieles que llenaban la Plaza de San Pedro—. Maldición.

Aun antes que la multitud callara para que el viejo y nuevo pontífice pudiera explicar la elección del nombre, anunciar lo que De Soya sabía que debía anunciarse, el padre capitán comprendió. Y al comprender sintió abatimiento.

Urbano II había sido papa del 1088 al 1099 de la era cristiana. En el sínodo que había convocado en Clermont, en noviembre de 1095, Urbano II convocó a la guerra santa guerra contra el Islam, para el rescate de Bizancio y para la liberación de los Santos Lugares cristianos en el Oriente musulmán. Así se había iniciado la Primera Cruzada, la primera de muchas campañas sangrientas.

La muchedumbre calló al fin. El papa Urbano XVI empezó a hablar, y su voz conocida pero renovada vibró en los oídos del medio millón de fieles que escuchaba en persona y en los millones que seguían la transmisión en vivo.

De Soya intentó alejarse. Se abrió paso a empujones, tratando de escapar de la plaza, que de pronto le causaba claustrofobia.

Fue en vano. La muchedumbre estaba embelesada y feliz y De Soya estaba atrapado en la multitud. Las palabras del nuevo pontífice también eran felices y apasionadas. El padre capitán desistió de su esfuerzo e inclinó la cabeza. Mientras la multitud ovacionaba y exclamaba
¡Deus le volt!
—«¡Dios lo quiere!»—, De Soya rompió a llorar.

Cruzada. Gloria. La solución definitiva del problema éxter. Muerte y devastación inimaginables. El padre capitán De Soya cerró los ojos, pero aún veía haces de partículas hendiendo la negrura del espacio, mundos enteros ardiendo, océanos vaporizados y continentes incinerados, bosques orbitales estallando en humo, cuerpos calcinados rodando en gravedad cero, frágiles criaturas aladas en llamas...

De Soya lloró mientras miles de millones ovacionaban.

4

Es mi experiencia que las despedidas nocturnas son las más deprimentes.

Las fuerzas armadas se especializaban en iniciar grandes travesías en medio de la noche. Cuando estuve en la Guardia Interna de Hyperion, parecía que todos los movimientos de tropas comenzaban antes de la madrugada. Empecé a asociar esa extraña mezcla de miedo y excitación, temor y expectativa, con la oscuridad anterior al alba, con el olor de esa hora. Aenea había dicho que yo partiría la noche de su discurso, pero llevó tiempo cargar el kayak, empacar mi equipo y cerrar mi tienda de trabajo, así que no despegamos hasta las dos de la mañana y casi amanecía cuando llegamos a destino.

Admito que me sentía molesto con el prepotente anuncio de la niña. Muchas personas buscaban el liderazgo y el consejo de Aenea durante los cuatro años que pasamos en Taliesin Oeste, pero yo no era una de ellas. Yo tenía treinta y dos años, Aenea dieciséis. Mi trabajo era cuidarla, protegerla y, llegado el caso, decirle qué hacer y cuándo hacerlo. Este cambio no me gustaba en absoluto.

Suponía que A. Bettik volaría con nosotros al lugar desde donde yo partiría, pero Aenea dijo que el androide se quedaría en el complejo, así que desperdicié otros veinte minutos para encontrarlo y decirle adiós.

—M. Aenea dice que nos reuniremos de nuevo, en su momento —dijo el hombre azul—, así que confío en que así será, M. Endymion.

—Raul —corregí por enésima vez—. Llámame Raul.

—Por cierto —dijo A. Bettik con esa sonrisa socarrona.

—Joder —exclamé con elocuencia, y le tendí la mano. A. Bettik la estrechó. Quise abrazar a nuestro compañero de viaje, pero sabía que lo pondría en una situación embarazosa. Los androides no estaban programados para ser rígidos y sumisos (a fin de cuentas eran seres orgánicos, no máquinas), pero, entre la instrucción ARN y la larga práctica, eran incorregiblemente formales. Al menos éste lo era.

Y luego partimos, Aenea y yo, sacando la nave del hangar para internarnos en la noche del desierto y despegando con el menor ruido posible. Me había despedido de todos los aprendices y obreros de la Hermandad que había encontrado, pero era muy tarde y la gente estaba desperdigada en sus cubículos, tiendas y refugios. Esperaba encontrarme de nuevo con algunos de ellos, sobre todo los obreros con quienes había trabajado cuatro años, pero no creía que así fuera.

La nave podría haber volado sola a nuestro destino, siguiendo las coordenadas que Aenea le había dado, pero dejé los controles en semimanual para fingir que tenía alguna ocupación durante el vuelo. Por las coordenadas sabía que viajaríamos unos mil quinientos kilómetros. A orillas del Mississippi, había dicho Aenea. La nave podía haber recorrido esa distancia en diez minutos de vuelo suborbital, pero decidimos conservar su menguante energía y reservas de combustible. Una vez que extendimos las alas al máximo, nos mantuvimos en velocidad subsónica, a una altitud de diez mil metros, y evitamos modificarla de nuevo hasta el aterrizaje. Ordenamos a la personalidad de la nave del cónsul —que yo había copiado de mi comlog al núcleo IA de la nave de descenso— que se callara a menos que tuviera algo importante que decirnos, y nos reclinamos en el rojo fulgor de los instrumentos para charlar y observar el oscuro continente que pasaba debajo de nosotros.

—Pequeña —dije—, ¿a qué viene esta repentina prisa?

Aenea hizo ese gesto tímido y displicente que yo le había visto por primera vez cinco años antes.

—Me parecía importante poner las cosas en marcha —respondió con una voz despojada de esa vitalidad que le había ganado el liderazgo de la Hermandad. Tal vez yo fuera la única persona viviente que podía identificar ese tono, pero parecía a punto de llorar.

—No puede ser tan importante. Obligarme a partir en medio de la noche...

Aenea sacudió la cabeza y miró la oscura pantalla. Comprendí que estaba llorando. Cuando al fin se volvió hacia mí, el fulgor de los instrumentos daba un lustre rojo a sus ojos.

—Si no partes esta noche, perderé las agallas y te pediré que no te vayas. Si no te vas, perderé de nuevo las agallas y me quedaré en la Tierra, no regresaré nunca.

Quise cogerle la mano, pero dejé mis zarpas sobre el omnicontrolador.

—Oye —dije—, podemos regresar juntos. No tiene sentido que yo vaya en una dirección y tú en otra.

—Sí lo tiene —murmuró Aenea, en voz tan baja que tuve que inclinarme para oírla.

—A. Bettik podría ir a buscar la nave. Tú y yo podemos quedarnos en la Tierra hasta que estemos preparados para regresar...

Aenea negó con la cabeza.

—Nunca estaré preparada para regresar, Raul. La idea me mata de miedo.

Pensé en la frenética persecución que nos había llevado por el espacio de Pax desde Hyperion, eludiendo naves estelares, naves-antorcha, cazas, infantes, guardias suizos y Dios sabía qué más, incluida esa criatura infernal que casi nos había matado en Bosquecillo de Dios.

—Siento lo mismo, pequeña. Tal vez debamos quedarnos en la Tierra. Aquí no pueden alcanzarnos.

Aenea me miró y reconocí la expresión: no era empecinamiento sino el afán de cerrar una discusión sobre un tema que estaba resuelto.

—De acuerdo —dije—, pero todavía no me has dicho por qué A. Bettik no podía llevarse el kayak e ir a buscar la nave mientras yo me teleyectaba contigo.

—Te lo he dicho pero no querías escucharme. —Aenea se movió a un lado en el gran asiento—. Raul, si te marchas y convenimos en reunimos en cierto momento en cierto lugar del espacio de Pax, yo tengo que ir por el teleyector y hacer lo que debo. Y se trata de algo que debo hacer sola.

—Aenea...

—¿Sí?

—Eso es realmente estúpido. ¿Te das cuenta?

La niña de dieciséis años no dijo nada. Abajo y a la izquierda, en el oeste de Kansas, se hizo visible un círculo de fogatas. Miré las luces en medio de esa oscuridad.

—¿Sabes qué experimento están realizando aquí tus amigos alienígenas?

—No —dijo Aenea—. Y no son mis amigos alienígenas.

—¿Qué cosa no son? ¿Alienígenas o amigos?

—Ninguna de ambas cosas —dijo Aenea. Comprendí que era la frase más específica que ella había dicho sobre las poderosas inteligencias que habían secuestrado la Vieja Tierra. A veces también me parecía que nos habían secuestrado a nosotros, azuzándonos a través de los teleyectores como ganado.

—¿Puedes decirme algo más sobre estos no amigos no alienígenas? A fin de cuentas, algo podría salir mal... Tal vez yo no llegue a nuestra cita. Me gustaría saber el secreto de nuestros anfitriones antes de irme.

Lamenté mis palabras apenas las dije. Aenea retrocedió como si la hubiera abofeteado.

—Lo lamento, pequeña —dije. Esta vez le cogí la mano—. No quise decir eso. Sólo estoy enfadado.

Aenea asintió y nuevamente vi lágrimas en sus ojos.

—En la Hermandad todos estaban seguros de que los alienígenas eran criaturas benévolas, semejantes a dioses —comenté, sin poder contenerme—. La gente hablaba de «leones y tigres y osos» pero en realidad pensaba en «Jesús y Yahvé y ET», el extraterrestre de esa película bidimensional que nos mostró el señor Wright. Todos estaban seguros de que cuando llegara el momento de disolver la Hermandad, aparecerían los alienígenas y nos llevarían de vuelta a Pax en una gran nave madre. Sin peligro. Sin alharaca. Sin escándalo.

Aenea sonrió, pero aún tenía los ojos húmedos.

—Los humanos han esperado que Jesús, Yahvé y ET les salvaran el pellejo desde que se lo cubrían con pieles de osos y salieron de las cavernas —dijo—. Tendrán que seguir esperando. Es nuestro problema, nuestra lucha, y tenemos que afrontarla nosotros mismos.

—¿Quiénes somos nosotros mismos? ¿Tú, yo y A. Bettik contra ochocientos mil millones de fieles renacidos? —murmuré.

Aenea hizo de nuevo ese grácil gesto.

—Sí —dijo—. Por ahora.

Cuando llegamos no sólo estaba oscuro, sino que caía una lluvia torrencial, fría como granizo. El Mississippi era un gran río, uno de los más grandes de la Tierra, y la nave lo sobrevoló antes de aterrizar en un pequeño poblado del margen oeste. Vi todo esto en la pantalla con realce de imagen: por la ventana sólo se veía negrura y lluvia.

Sobrevolamos una colina alta cubierta de árboles desnudos, pasamos una carretera desierta que cruzaba el Mississippi en un puente angosto y aterrizamos en una zona abierta y pavimentada a cincuenta metros del río. La ciudad ocupaba un valle entre colinas boscosas y en la pantalla pude distinguir pequeños edificios de madera, almacenes de ladrillos y algunas estructuras más altas cerca del río, tal vez silos para grano. Esas estructuras eran comunes en los siglos diecinueve, veinte y veintiuno en esta parte de la Vieja Tierra. Yo ignoraba por qué esta ciudad se había librado de los terremotos e incendios de las Tribulaciones, o por qué los leones y tigres y osos la habían reconstruido, si así era. No había gente en las calles angostas ni signaturas térmicas en las bandas infrarrojas —ni criaturas vivientes ni vehículos terrestres con sus recalentados sistemas de combustión interna—, pero eran las cuatro y media de la mañana en una noche fría y tormentosa. Nadie que estuviera en su sano juicio saldría con ese tiempo espantoso.

Nos pusimos ponchos, alcé mi mochila.

—Adiós, nave. No hagas nada que yo no haría —dije, y bajamos por la escalerilla bajo la lluvia.

Aenea me ayudó a sacar el kayak del depósito de la nave y caminamos hacia el río por la calle mojada. En nuestra aventura fluvial anterior, yo llevaba gafas de visión nocturna, diversas armas y una balsa llena de trastos.

Esta noche tenía el miniláser, que era nuestro único recuerdo del viaje a la Tierra —sintonizado en su potencia más débil y ahorrativa, iluminaba dos metros de calle—, un cuchillo de caza navajo en la mochila y algunos bocadillos y frutas secas. Vaya si estaba preparado para atacar a Pax.

—¿Qué es este lugar? —pregunté.

—Hannibal —dijo Aenea, sosteniendo con esfuerzo el resbaloso kayak.

Me puse el miniláser entre los dientes, aferrando con ambas manos la proa de ese estúpido bote. Cuando llegamos al punto donde la calle se transformaba en una rampa que descendía al negro torrente del Mississippi, bajé el kayak, cogí la linterna y dije:

—St. Petersburg.

Me había pasado cientos de horas leyendo la nutrida biblioteca de libros impresos de la Hermandad.

Aenea asintió en el haz de la linterna.

—Esto es una locura —dije, alumbrando la calle desierta, la pared de los almacenes de ladrillo, el río oscuro. El caudal de agua oscura era escalofriante. La idea de zarpar era descabellada.

—Sí —dijo Aenea—. Una locura. —La lluvia fría le agitaba la capucha del poncho.

Rodeé el kayak y le cogí el brazo.

—Tú ves el futuro —dije—. ¿Cuándo nos veremos de nuevo?

Aenea tenía la cabeza gacha. Yo apenas distinguía un destello de sus mejillas pálidas en la luz refleja. El brazo que yo cogía bien podía haber sido la rama de un árbol muerto, pues no aparentaba tener vida. Ella murmuró algo que yo no oí en medio del ruido de la lluvia y del río.

—¿Qué?

—Dije que no veo el futuro. Recuerdo algunas partes.

—¿Cuál es la diferencia?

Aenea suspiró y se acercó. Hacía tanto frío que el aliento de ambos se mezcló literalmente en el aire. Sentí el torrente de adrenalina: angustia, miedo, expectativa.

—La diferencia —dijo— es que ver es una forma de claridad. Recordar es... otra cosa.

Sacudí la cabeza. La lluvia me empapó los ojos.

—No comprendo.

—Raul, ¿recuerdas la fiesta de cumpleaños de Bets Kimbal? ¿Cuando Jave tocó el piano y Kikki se embriagó como una cuba?

—Sí —dije, irritado con esta conversación en medio de la noche, en medio de la tormenta, en medio de nuestra despedida.

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