«Alcaudón», envió Scylla.
«Brillante deducción, genio», replicó Briareus.
«Silencio —ordenó Nemes—. Terminad con esos idiotas. Limpiaré las cosas aquí y aguardaré en la nave.»
La ciega cabeza de Gyges trataba de hablar, usando lo que le quedaba de lengua para articular sílabas sibilantes y glotales. Nemes se la acercó al oído.
—Sss-prfvr.
Por favor.
—Sss-ydm.
Ayúdame.
Nemes bajó la cabeza y estudió el cuerpo tendido en la orilla. Faltaban muchos órganos. Había metros de microfibra diseminados en los juncos y el lodo, algunos ondeando en la corriente. Había trozos de intestino gris y paks neuronales. Fragmentos de hueso centellearon en la luz mientras el sol emergía de la Doble Oscuridad. Ni la nave ni el autodoc del viejo arcángel podían ayudar a los que nacían en cubas. Y Gyges podía tardar meses estándar en autocurarse.
Nemes apoyó la cabeza mientras envolvía el cuerpo en sus propios microfilamentos, llenándolo de piedras. Se aseguró de que no hubiera embarcaciones a la vista y arrojó el cadáver decapitado a la corriente. Había visto que el río estaba lleno de carroñeros resistentes. Aún así, había partes de su hermano que no les resultarían apetecibles.
Alzó la cabeza de Gyges. La lengua aún cloqueaba. Metiendo el pulgar y el índice en las cuencas de los ojos, Nemes lanzó la cabeza, que se hundió rápidamente a lo lejos.
Nemes corrió hasta el arco teleyector, arrancó una lámina de acceso de la superficie herrumbrada, presuntamente impenetrable, y extrajo un filamento de su muñeca. Se enchufó.
«No entiendo —dijo Briareus en la banda común—. No fue a ninguna parte.»
«No a ninguna parte —respondió Nemes, enrollando el filamento—. Sólo a ninguna parte de la vieja Red. Ninguna parte donde el Núcleo haya construido un teleyector.»
«Imposible —dijo Scylla—. No hay teleyectores salvo los que ha construido el Núcleo.»
Nemes suspiró. Sus hermanos eran idiotas.
«Callaos y regresad a la nave —respondió—. Debemos informar sobre esto en persona. El consejero Albedo querrá bajar los datos personalmente.»
Cambió de fase y regresó a la nave trotando en ese aire espeso.
No me olvidé de que había un botón de pánico. El problema es simple: cuando hay verdadero pánico, uno no piensa en botones.
El kayak caía en un abismo de aire de miles de metros, sólo interrumpido por nubes que se elevaban hasta un lechoso techo de más nubes. Había soltado el remo y lo miraba rodar en caída libre. El kayak y yo caíamos a más velocidad que el remo por razones de aerodinámica y velocidad terminal que escapaban a mis poderes de cálculo en ese preciso momento. Grandes borbotones ovalados del agua del río que había dejado atrás caían delante y detrás de mí, separándose y formando esferas ovoides como las que yo había visto en gravedad cero, aunque luego el viento las deshilachaba. Era como si cayera en mi propia tormenta localizada. La pistola de dardos que había arrebatado al soldado dormido en el dormitorio de Dem Loa estaba apretada entre mi muslo y el borde de la cabina. Alzaba los brazos como un ave disponiéndose a volar. Apretaba los puños con espanto. Después de mi grito original, había cerrado las mandíbulas, triturándome las muelas. La caída no terminaba nunca.
Había visto el arco del teleyector arriba y detrás de mí, aunque «arco» ya no era la palabra apropiada: el enorme aparato que flotaba sin soporte era un anillo de metal, un toroide, una herrumbrada rosquilla. Por un fugaz segundo vi el cielo de Vitus-Gray-Balianus B a través del reluciente anillo, y luego la imagen se disipó y sólo vi nubes a través del aro en retroceso. Era la única cosa sustancial en ese paisaje de nubes y ya había caído más de mil metros. En un momento de pánico, vértigo y fantasía, me imaginé que si fuera un ave sólo tendría que volar hasta el anillo teleyector, posarme en su arco y esperar...
¿Esperar qué?
Aferré los flancos del kayak mientras rotaba, volviéndome casi de cabeza mientras caía en picada hacia abismos purpúreos.
Entonces me acordé del botón.
No lo toques por nada del mundo
, había dicho Aenea cuando empujábamos el kayak en Hannibal. Es decir:
No lo toques a menos que sea absolutamente necesario.
El kayak giraba de nuevo sobre su eje longitudinal, casi expulsándome. Mis posaderas ya no tocaban el cojín del fondo del casco. Estaba flotando dentro de la cabina, dentro de una constelación de agua, remo giratorio y kayak en descenso. Decidí que en este momento era «absolutamente necesario». Levanté la tapa de plástico y apreté el botón rojo con el pulgar.
Se abrieron paneles frente a la cabina, cerca de la proa y detrás de mí. Me agaché mientras surgían líneas y masas de tela. El kayak se enderezó y frenó con tal fuerza que casi me expulsó. Aferré tenazmente los flancos del bote de fibra de vidrio mientras se mecía salvajemente. La masa amorfa que tenía sobre la cabeza parecía estar formando algo más complicado que un paracaídas. Aun en medio del torrente de adrenalina y mi pánico, reconocí la tela: paño de memoria que A. Bettik y yo habíamos comprado en el mercado indio, cerca de Taliesin Oeste. El material piezoeléctrico de energía solar era casi transparente, ultraliviano, ultrafuerte, y podía recordar hasta una docena de configuraciones prehechas; habíamos pensado en comprar más y usarla para reemplazar la lona del estudio principal del arquitecto, pues la vieja cubierta se deterioraba y era preciso repararla y reemplazarla regularmente. Pero el señor Wright había querido conservar la vieja lona. Prefería esa luz lechosa. A. Bettik había llevado esa docena de metros de paño de memoria a su taller y yo no había pensado más en ello.
Hasta ahora.
Había dejado de caer. El kayak colgaba bajo una «paravela» sostenida por una docena de varillas que se elevaban desde posiciones estratégicas del casco. El bote y yo aún bajábamos, pero en un descenso gradual más que en una zambullida. Miré hacia arriba —el paño de memoria era traslúcido— pero el anillo teleyector estaba demasiado lejos y oculto por las nubes. Los vientos y las corrientes de aire me alejaban del teleyector.
Supongo que debía agradecer que mis amigos, la niña y el androide, previeran esta circunstancia y preparasen el kayak, pero mi primer pensamiento fue un agobiante:
¡Maldita sea!
Esto era demasiado. Caer en un mundo de nubes y aire, sin suelo, era demasiado. Si Aenea sabía que yo sería teleyectado aquí, ¿por qué no...?
Sin suelo
. Me apoyé en el borde del kayak y miré abajo. Tal vez el plan era que yo descendiera flotando hasta la invisible superficie.
No. Había kilómetros de aire vacío debajo de mí, y después capas rojas y negras, una oscuridad sólo atenuada por feroces relampagueos. Allá abajo la presión debía ser aplastante. Lo cual me llevaba a otra cosa: si era un mundo joviano —Remolino, Júpiter o cualquiera de los otros— ¿por qué estaba respirando oxígeno? Por lo que sabía, todos los gigantes gaseosos que había encontrado la humanidad estaban constituidos por gases irrespirables: metano, amoníaco, helio, monóxido de carbono, fosfino, cianuro de hidrógeno y otros elementos venenosos con pocos vestigios de agua. Nunca había oído hablar de un gigante gaseoso con una mezcla respirable de oxígeno y nitrógeno, pero estaba respirando. El aire era menos denso que en otros mundos por donde había viajado, y apestaba a amoníaco, pero sin duda era respirable. Y si no era un gigante gaseoso, ¿dónde diablos estaba?
Alcé la muñeca para hablar con el comlog.
—¿Dónde diablos estoy?
Por un instante creí que la cosa se había roto en Vitus-Gray-Balianus B. Luego habló con la voz arrogante de la nave:
«Desconocido, M. Endymion. Tengo algunos datos, pero son incompletos.»
—Dime.
Me bombardeó con datos: temperaturas Kelvin, presión atmosférica en milibares, densidad media estimada en gramos por centímetro cúbico, probable velocidad de escape en kilómetros por segundo y campo magnético percibido en gauss, más una larga lista de gases atmosféricos y proporciones de elementos.
—Velocidad de escape de cincuenta y cuatro coma dos kilómetros por segundo —dije—. Eso es típico de un gigante gaseoso, ¿verdad?
«Ciertamente —dijo la voz de la nave—. La base joviana es cincuenta y nueve coma cinco kilómetros por segundo.»
—Pero la atmósfera no es como la de un gigante gaseoso.
El estratocúmulo que tenía delante crecía como en un holodocumental proyectado a velocidad acelerada. La imponente nube debía elevarse diez kilómetros encima de mí, mientras su base se perdía en las honduras rojizas. En la base vibraban relámpagos. Del otro lado la luz solar parecía intensa y baja, una luz de atardecer.
«La atmósfera no se parece a nada que figure en mis registros —dijo el comlog—. El monóxido de carbono, el etano, el acetileno y otros hidrocarburos que violan los valores de equilibrio de Somev se pueden explicar fácilmente por la energía cinética molecular joviana, la descomposición del metano por obra de la radiación solar, y la presencia de monóxido de carbono es un resultado típico de la mezcla de metano y vapor de agua en capas profundas donde la temperatura supera los mil doscientos grados Kelvin, pero los niveles de oxígeno y nitrógeno...»
—¿Sí? —urgí.
«Indican vida», dijo el comlog.
Di media vuelta, escrutando las nubes y el cielo como si algo me acechara.
—¿Vida en la superficie? —dije.
«Dudoso. Si este mundo respeta las normas jovianas de Remolino, la presión de superficie rondaría los setenta millones de atmósferas de Vieja Tierra, con una temperatura de veinticinco mil grados Kelvin.»
—¿A qué altura estamos?
«Incierto —dijo el instrumento—, pero con la actual presión atmosférica de cero coma siete seis Vieja Tierra, en un mundo joviano estándar estimaría que estarnos por encima de la troposfera y la tropopausa, en los límites inferiores de la estratosfera.»
—¿A esa altura no haría más frío? Es casi el espacio exterior.
«No en un gigante gaseoso —dijo el comlog con su insufrible voz de catedrático—. El efecto invernadero crea una capa de inversión térmica, llevando capas de la estratosfera a temperaturas casi óptimas para los humanos. Aunque una diferencia de miles de metros puede mostrar pronunciados incrementos o descensos de temperatura.»
—Miles de metros —murmuré—. ¿Cuánto aire hay encima y debajo de nosotros?
«Desconocido —repitió el comlog—, pero la extrapolación sugiere que el radio ecuatorial desde el centro de este mundo hasta su atmósfera superior sería de unos setenta mil kilómetros con esta capa de oxígeno, nitrógeno y dióxido de carbono extendiéndose de tres a ocho mil kilómetros, unos dos tercios de la distancia desde el centro hipotético del planeta.»
—De tres a ocho mil kilómetros —repetí estúpidamente—. Cincuenta mil kilómetros encima de la superficie...
«Aproximadamente, aunque se debe notar que con presiones similares a las del núcleo, el hidrógeno molecular se convierte en metal...»
—De acuerdo. Suficiente por ahora. —Sentía ganas de vomitar.
«Debo señalar la anomalía de que la interesante coloración del estratocúmulo cercano sugiere la presencia de monosulfato o polisulfatos de amoníaco, aunque a altitudes apotroposféricas uno asumiría sólo la presencia de cirros de amoníaco, sin que se formaran nubes de agua líquida hasta profundidades de diez atmósferas estándar, dado que...»
—Suficiente —dije.
«Sólo señalo esto por la interesante paradoja atmosférica relacionada con...»
—Cállate —dije.
Refrescó al caer el sol. El ocaso es algo que recordaré hasta que muera.
En lo alto, retazos de lo que podría haber sido un cielo azul alcanzaron el tono lapislázuli de Hyperion y luego se pusieron violáceos. Las nubes que me rodeaban cobraron brillo mientras el cielo se oscurecía. Digo nubes, pero la palabra genérica es ridículamente incapaz de comunicar la majestuosa imponencia de lo que yo observaba.
Me crié entre pastores nómadas en los desnudos brezales que median entre el Gran Mar del Sur y la Meseta del Piñón: conozco las nubes.
En lo alto, cirros emplumados y ondulantes cirrocúmulos recibieron la luz del ocaso en una turbulencia de rosados tenues, fulgores rojizos y manchas violáceas sobre fondo dorado. Parecía un templo de techo alto y rosáceo sostenido por miles de columnas irregulares. Las columnas eran inmensas montañas de cúmulos y nimbos, y sus bases con forma de yunque desaparecían en penumbrosas honduras, miles de kilómetros bajo mi kayak flotante, mientras sus cimas redondeadas ondeaban en nimbados cirroestratos, miles de kilómetros encima de mí. Cada columna recibía los rayos de sol que atravesaban las nubes miles de kilómetros al oeste, y la luz las encendía como si fueran de material inflamable.
«Monosulfatos o polisulfatos», había dicho el comlog. Bien, al margen de la constitución de esos cúmulos pardos en la difusa luz diurna, el poniente los hacía arder con luz rojiza y radiantes estrías bermejas. Trazos sangrientos pendían de las masas nubosas como pendones carmesíes, y fibras rosadas unían el techo de cirros como músculos bajo la carne de un cuerpo viviente, cúmulos sinuosos tan blancos que me encandilaban, áureos cirroformes derramándose de las hirvientes torres de nimbos como cabellos rubios aureolando rostros pálidos. La luz cobró tal riqueza y profundidad que me arrancó lagrimas de los ojos, y luego se volvió aún más brillante. Vigas casi horizontales de luz divina atravesaron las columnas, iluminando algunas, ensombreciendo otras, traspasando nubes de hielo y franjas de lluvia vertical, derramando cientos de arcos iris simples y miles de arcos iris múltiples. Las sombras treparon desde las negras profundidades, cubriendo los espasmódicos cúmulos y nimbos, llegando al fin a los altos y vibrantes cirros, pero al principio no proyectaron tinieblas sino una infinita paleta de matices: oro reluciente virando hacia el bronce, blanco puro tornándose crema y sepia, carmesí pasando del brillo de la sangre derramada al color herrumbre de la sangre seca hasta desvanecerse en un pardo otoñal. El casco del kayak perdió su lustre y la paravela dejó de recibir la luz mientras este terminador vertical pasaba encima de mí. Estas sombras subieron lentamente. Debieron andar por lo menos treinta minutos, aunque yo estaba demasiado absorto en observarlas para mirar mi comlog. Cuando llegaron al techo de cirros, fue como si alguien hubiera extinguido todas las luces del templo.