Pero aunque Stone detestara esa arma, tenía sentido que la usara ahora. El
Rafael
representaba una vasta inversión de recursos, y su primer objetivo sería impedir que la tripulación la robara sin dañar la nave. Su problema, sin embargo, era que matar a la tripulación con rayos de muerte quizá no impidiera que el
Rafael
se trasladara. Todo dependía del grado en que la tripulación hubiera preprogramado la operación. Era tradicional que un capitán efectuara la traslación manualmente —o al menos estuviera preparado para anular el ordenador de a bordo con un interruptor—, pero Stone no sabía si De Soya respetaría esa tradición.
—Por favor, déjame hablar con el capitán de fragata Liebler —dijo la madre capitana.
De Soya sonrió.
—Mi oficial ejecutivo está cumpliendo sus deberes. —Y pensó:
Conque Hoag era el espía. Esta es la confirmación que necesitábamos.
El
Gabriel
ya no podía alcanzarlos, ni siquiera acelerando a seiscientas gravedades más. El
Rafael
habría alcanzado los requerimientos de traslación antes de que la otra nave se aproximara. Para detenerlos, Stone tendría que matar a la tripulación e inmovilizar la nave utilizando el resto de su arsenal para sobrecargar los campos de contención externos del
Rafael
. Si se equivocaba —si De Soya estaba obedeciendo órdenes de último momento—, sería sometida a un consejo de guerra y expulsada de la flota. Si no hacía nada y De Soya estaba robando un arcángel de Pax, sería sometida a un consejo de guerra, expulsada, excomulgada y casi ciertamente ejecutada.
—Federico —murmuró—, por favor reduce el impulso para que nuestras velocidades coincidan. Aún puedes obedecer tus órdenes y ascender a tus coordenadas secretas. Sólo deseo abordar el
Rafael
y confirmar que todo está bien antes de tu traslación.
De Soya titubeó. No podía usar el pretexto de las órdenes para su precipitada partida a seiscientas gravedades, pues de un modo u otro la presunta misión tendría que esperar los dos días de resurrección de los tripulantes. Miró a los ojos de Stone mientras seguía la diminuta imagen del
Gabriel
sobre su columna de fuego blanco. Tal vez ella intentara sobrecargar los campos del
Rafael
con armas convencionales.
De Soya no deseaba devolver el fuego de misiles o de haces: un
Gabriel
vaporizado no era aceptable. Ahora era un traidor a la Iglesia y al Estado, pero no tenía intenciones de ser un asesino verdadero.
Tendría que ser el rayo de muerte.
—De acuerdo, Halen —respondió—. Le diré a Hoag que baje a doscientas gravedades para que puedas aproximarte. —Ladeó la cabeza como concentrándose en impartir órdenes.
Debió mover la mano. Stone también movió la suya, y la pistola invisible se elevó un poco mientras ella apretaba el gatillo.
En la fracción de segundo que precedió a la disgregación, el padre capitán De Soya vio las ocho chispas que salían del
Gabriel
: Stone no corría riesgos. Vaporizaría el
Rafael
antes que dejarlo escapar.
La imagen virtual de la madre capitana voló hacia atrás y se evaporó mientras el rayo de muerte penetraba su nave, cortando todos los contactos de comunicaciones mientras los humanos de a bordo perecían. Menos de un segundo después, el padre capitán De Soya se sintió arrojado del espacio de simulación mientras las neuronas de su cerebro se freían literalmente. Le brotó sangre de los ojos, la boca y los oídos, pero el padre capitán ya estaba tan muerto como todo ser consciente a bordo del
Rafael
, entre ellos el sargento Gregorius y sus dos subalternos en la cubierta C, Meier, Argyle, Denish y Shan en la cubierta de vuelo.
Dieciséis segundos después, los ocho misiles Hawking entraron en el espacio real y detonaron alrededor del silencioso
Rafael
.
Gyges observó en tiempo real el instante en que Raul Endymion se despedía de la gente de túnica roja y remaba hacia el arco teleyector. Un doble eclipse lunar oscurecía el mundo. Estallaban fuegos de artificio encima del río y miles de gargantas ululaban en la ciudad lineal. Gyges se dispuso a cruzar las aguas para arrancar al hombre de su kayak. Habían convenido en mantener a Raul Endymion con vida para interrogarlo en la nave estelar —el objetivo de la misión era encontrar el paradero de la niña Aenea—, pero nadie había dicho nada acerca de no dificultarle la resistencia o la fuga. Aun en cambio de fase, Gyges planeaba apresar a Endymion y cortarle los tendones de los antebrazos. Lo haría instantánea y quirúrgicamente, para que no hubiera peligro de que el humano se desangrara antes de ser depositado en la nave.
Gyges había corrido los seis kilómetros que lo separaban del teleyector en un santiamén, eludiendo peatones y eolociclos mientras pasaba frente a formas y figuras congeladas. Una vez en el arco, se ocultó entre unos sauces en la ribera del canal y volvió a tiempo lento. Su misión era custodiar la puerta trasera. Nemes lo llamaría cuando encontrara al espacial.
Durante los veinte minutos de espera, Gyges se comunicó con Scylla y Briareus por la banda común interna pero no oyó nada de Nemes. Esto era sorprendente. Todos habían pensado que ella encontraría al hombre en cuanto hubiera cambiado de fase. Gyges no estaba preocupado —no era capaz de preocuparse en el sentido real de la palabra— pero suponía que Nemes estaba buscando en arcos cada vez más anchos, usando tiempo real al cambiar de fase. Supuso que ella estaba en otra fase mientras los demás usaban la banda común. Además, aunque Nemes era una hermana de clonación, había sido la primera en salir de la cuba. Estaba menos acostumbrada que Scylla, Briareus y él a compartir la banda. A decir verdad, a Gyges no le habría importado si le hubieran ordenado sacar a Nemes de la roca de Bosquecillo de Dios para liquidarla en el acto.
El río estaba lleno de gente. Cada vez que un barco se aproximaba al arco teleyector desde el este o el oeste, Gyges cambiaba de fase y caminaba por la esponjosa superficie del río para investigarlo y mirar a los pasajeros. Tuvo que quitarles la túnica a algunos para asegurarse de que no fueran Endymion, el androide A. Bettik o la niña Aenea disfrazados. Los olía y tomaba biopsias minúsculas del ADN de la gente para asegurarse de que fueran nativos de Vitus-Gray-Balianus B. Todos lo eran.
Después de cada inspección, regresaba a la orilla y reanudaba la vigilancia. Hacía dieciocho minutos que había salido de la nave cuando un deslizador de Pax sobrevoló el teleyector. Habría sido fatigoso para Gyges tener que abordarlo en tiempo rápido, pero Scylla ya estaba a bordo con los soldados de Pax, así que le ahorró el esfuerzo.
«Esto es cansador», dijo ella por la banda común.
«Sí», convino Gyges.
«¿Dónde está Nemes?» Era Briareus, desde la ciudad. Los torpes soldados habían recibido su orden de registro por radio e iban de casa en casa.
«No he tenido noticias de ella», dijo Gyges.
Durante el eclipse y la ceremonia vio que un eolociclo se detenía y que Raul Endymion descendía de él. Gyges estaba seguro de que era Endymion. No sólo la apariencia visual concordaba a la perfección, sino que captó el aroma personal del que Nemes les había informado. Gyges podría haber cambiado de fase y caminado hasta ese cuadro congelado para tomar una biopsia de ADN, pero no fue necesario. Este era el hombre.
En vez de irradiar por la banda común para avisar a Nemes, Gyges aguardó otro minuto. Esta espera era placentera. Diluiría el placer, lo compartía. Además, razonó, sería mejor secuestrar a Endymion una vez que se separase de la familia de la Hélice que ahora se despedía de él.
Gyges observó mientras Raul Endymion empujaba el absurdo bote a la corriente del ancho canal. Comprendió que sería mejor capturar el kayak junto con Endymion: la gente de la Hélice esperaría que él desapareciera si sabía que intentaba escapar por el teleyector. Desde su punto de vista, habría un destello y Endymion se esfumaría. En realidad, Gyges aún estaría en cambio de fase, llevando al hombre y al kayak dentro de su escudo expandido. El kayak también sería útil para averiguar dónde se ocultaba Aenea: aromas planetarios, métodos de manufacturación.
En las riberas del norte, la gente festejaba y cantaba. El eclipse lunar estaba completo. Estallaron fuegos artificiales sobre el río, arrojando sombras barrocas sobre el oxidado arco teleyector. Endymion procuraba mantenerse en la corriente más fuerte mientras remaba hacia el teleyector.
Gyges se incorporó, se desperezó, se dispuso a cambiar de fase.
De pronto esa cosa de tres metros de altura estuvo a centímetros de él.
Imposible,
pensó Gyges
, yo habría detectado las distorsiones de cambio de fase.
Cohetes explosivos derramaron una luz sangrienta sobre el caparazón de cromo. Los dientes de metal y los pinchos de cromo distorsionaban las expansivas flores amarillas, blancas y rojas sobre planos de mercurio. Por un instante Gyges vio su reflejo, distorsionado y estupefacto, y cambió de fase.
El cambio duraba menos de un microsegundo, pero una de las cuatro manos afiladas de la criatura penetró en el campo antes de que terminara de formarse. Los dedos cortantes escarbaron la carne sintética buscando uno de los corazones de Gyges.
Gyges no prestó atención al ataque sino que atacó a su vez. Movió el brazo plateado en cambio de fase, una guillotina horizontal. Habría cortado aleación de cristales de carbono como si fuera cartón mojado, pero no cortó la forma alta que tenía delante. Estallaron chispas y truenos mientras su brazo rebotaba: el radio y el cubito de metal quedaron destrozados.
La mano afilada que estaba dentro de él arrancó tiras de intestino, kilómetros de microfibra óptica. Gyges advirtió que lo habían abierto del ombligo a la clavícula. No importaba. Aún podía funcionar.
Empuñó una cachiporra puntiaguda e intentó clavarla en los chispeantes ojos rojos. Era un golpe mortífero, pero las enormes mandíbulas se abrieron y se cerraron a mayor velocidad que un cambio de fase y de pronto el brazo derecho de Gyges terminó por encima de la muñeca.
Gyges se lanzó contra esa aparición, tratando de fusionar los campos, intentando asestar una dentellada. Dos manazas lo aferraron, y los dedos cortantes atravesaron el campo de fase y la carne para sujetarlo. El cráneo de cromo clavó agujas en el ojo derecho de Gyges, penetrando el lóbulo frontal derecho del cerebro.
Gyges gritó, no de dolor, aunque por primera vez en su corta vida sentía algo parecido, sino de pura rabia. Sus dientes castañeteaban como hojas de acero mientras buscaba la garganta de la criatura, pero ésta aún lo sostenía a distancia.
El monstruo desgarró los dos corazones de Gyges y los arrojó a gran distancia. Un nanosegundo después mordió la garganta de Gyges y le partió la médula espinal de aleación de carbono. La cabeza de Gyges se desprendió del cuerpo. Trató de pasar a control telemétrico del cuerpo, que aún combatía, mirando con su ojo restante a través de los chorros de sangre y fluidos y transmitiendo por la banda común, pero la criatura le había perforado el transmisor del cráneo y arrancado el receptor del bazo.
El mundo giró: primero la corona del sol aureolando la segunda luna, luego los cohetes, luego la superficie multicolor del río, de nuevo el cielo, luego oscuridad. El desorientado Gyges comprendió que habían arrojado su cabeza al río. Antes de sumergirse en la oscuridad, la última imagen que vio fue su cuerpo decapitado y espasmódico abrazado al caparazón de la criatura, empalado en pinchos y espinas. El Alcaudón cambió de fase con un destello y la cabeza de Gyges chocó contra el agua y se hundió en las oscuras olas.
Rhadamanth Nemes llegó cinco minutos después. Cambió de fase. La orilla del río estaba desierta salvo por el cadáver decapitado de su hermano. El eolociclo y la familia de túnica roja se habían ido. No había botes visibles en ese tramo del río. El sol despuntaba detrás de la segunda luna.
«Gyges está aquí», irradió por la banda común. Briareus y Scylla aún estaban con las tropas en la ciudad. Habían encontrado al soldado de Pax dormido y lo habían liberado de las esposas. Ninguno de los ciudadanos interrogados quería decir de quién era esa casa. Scylla estaba pidiendo al coronel Vinara que se olvidara del asunto.
Nemes sintió una molestia al dejar el campo de fase. Todas sus costillas —hueso y acero— estaban fracturadas o dobladas. Varios órganos internos estaban reducidos a pulpa. Su mano izquierda no funcionaba. Había permanecido inconsciente casi veinte minutos estándar. ¡Inconsciente! No había perdido la conciencia por un segundo en los cuatro años que había permanecido en la roca solidificada de Bosquecillo de Dios. Y todos estos daños se habían causado a través del impenetrable campo.
No importaba. Dejaría que su cuerpo se autorreparase durante los días de inactividad, después de abandonar ese maldito mundo. Nemes se arrodilló junto al cadáver de su hermano. Le habían decapitado y arrancado las vísceras, casi deshuesado. Aún había espasmos, y los dedos rotos procuraban aferrar a un enemigo ausente.
Nemes tembló, no porque sintiera compasión por Gyges ni revulsión ante las heridas —estaba evaluando profesionalmente el ataque del Alcaudón y en todo caso sentía admiración— sino por la frustración de haberse perdido este enfrentamiento. El ataque en el túnel había sido tan rápido que no había podido reaccionar. La había sorprendido en medio del cambio de fase, lo cual le había parecido imposible.
«Lo encontraré», irradió, y cambió de fase. El aire se volvió espeso y grumoso. Nemes bajó por la ribera, se abrió paso en la espesa resistencia del agua y caminó por el fondo del río, llamando por la banda común y sondeando con radar profundo.
Encontró la cabeza de Gyges un kilómetro río abajo. Aquí la corriente era fuerte. Los crustáceos de agua dulce ya habían devorado los labios y el ojo restante y escarbaban las cuencas de los ojos. Nemes los desprendió de un manotazo y volvió a la orilla con la cabeza.
El transmisor de banda común de Gyges estaba triturado y él había perdido las cuerdas vocales. Nemes extrajo un filamento de fibra óptica y se conectó directamente con el centro de memoria. Le habían aplastado el lado izquierdo del cráneo, que derramaba materia gris y trozos de gel de proceso de ADN.
No le hizo preguntas. Cambió de fase y descargó la memoria, enviándola a sus dos hermanos restantes mientras la recibía.