Era un ocaso increíble.
Recuerdo que parpadeé, abrumado por el juego de luces y sombras y el movimiento perturbador de esas hirvientes masas nubosas, dispuesto a descansar la vista y organizar mis pensamientos mientras caía la oscuridad. Y fue entonces cuando estallaron los relámpagos y la aurora.
En Hyperion no había aurora boreal, o al menos yo nunca la había visto. Pero sí había visto las luces boreales de Vieja Tierra en una península que antaño había sido la República Escandinava mientras recorría ese planeta en mi nave: eran titilantes y sobrecogedoras, y danzaban convulsivamente en el horizonte septentrional como la túnica transparente de un bailarín fantasma.
La aurora de este mundo no tenía esa sutileza. Franjas de luz y estrías macizas —sólidas como las teclas de un piano— empezaron a bailar en el cielo en la dirección que yo consideraba el sur. Telones de verde, oro, rojo y cobalto chispearon contra el oscuro mundo de aire que tenía debajo. Estos se alargaron, se ensancharon y crecieron hasta fusionarse con otros telones de electrones saltarines. Era como si el planeta recortara muñecas de papel en la luz fluctuante. Al cabo de minutos, cintas de color verticales, oblicuas y cuasihorizontales vibraban en cada sector del cielo. Las torres de nubes fueron visibles de nuevo, con pendones ondulantes que reflejaban la palpitación de miles de estas luces frías. Casi podía oír el susurro de las partículas solares que atravesaban las aterradoras líneas de fuerza magnética que ceñían este mundo gigantesco.
De hecho, oí crujidos, murmullos, chasquidos, detonaciones, largas cadenas de ruidos crepitantes. Giré en el bote y me apoyé en la borda para mirar abajo. El relámpago y el trueno habían comenzado.
Había visto muchas tormentas eléctricas en los brezales de mi infancia. En Vieja Tierra, Aenea, A. Bettik y yo solíamos sentarnos de noche frente al refugio para mirar las grandes tormentas eléctricas que sobrevolaban las montañas del norte. Nada me había preparado para esto.
Lo que yo había llamado profundidades era apenas un suelo oscuro a enorme distancia, una hirviente promesa de presiones terribles y calor aún más terrible. Pero ahora esas profundidades titilaban, palpitando con tormentas eléctricas que se movían de un horizonte visible al otro como una cadena de explosiones nucleares. Podía imaginar hemisferios enteros de ciudades destruidas en una de esas tonantes reacciones en cadena. Aferré un lado del kayak y me dije que las tormentas estaban a cientos de kilómetros.
Las centellas treparon por las torres de nimbos. Relámpagos de luz blanca competían con los temblores de luz de color de las auroras. El estruendo era subsónico, luego sónico, al principio sutilmente aterrador, luego nada sutil y aún más aterrador. El kayak y la paravela oscilaban en las súbitas sacudidas de ráfagas calientes. Aferré los lados con frenesí y rogué para estar en cualquier otro mundo que no fuera éste.
Luego las descargas eléctricas comenzaron a saltar de una torre de nubes a la otra.
El comlog y mi propio razonamiento habían evaluado la escala de este lugar: una atmósfera de decenas de kilómetros de profundidad, un horizonte tan lejano que podían caber veintenas de Tierras o Hyperiones entre el poniente y yo, pero los rayos terminaron de convencerme de que era un mundo hecho para dioses y titanes, no para la humanidad.
Las descargas eléctricas eran más anchas que el Mississippi y más largas que el Amazonas. Yo había visto esos ríos y veía estos rayos. Lo sabía.
Me agazapé en mi cabina como si eso pudiera ayudarme cuando una de esas centellas se estrellara contra mi kayak volante. Tenía erizado el vello de los brazos y comprendí que el hormigueo que sentía en el cuello y el cuero cabelludo era precisamente eso, el pelo de mi cabeza contorsionándose como un nido de víboras. El comlog emitía alarmas de sobrecarga. Quizá también me estuviera gritando, pero yo no podría haberlo oído con los cañonazos que sonaban a diez centímetros de mi oreja en esa turbulencia. La paravela ondeaba y tironeaba de las varillas mientras el aire caliente y las implosiones de vacío nos sacudían. En un punto, siguiendo la estela de una centella que me había cegado, el kayak subió por encima de la horizontal, a mayor altura que la paravela. Pensé que las varillas se partirían y el kayak y yo caeríamos amortajados en la paravela, que caeríamos durante minutos u horas hasta que la presión y el calor acallaran mis alaridos.
El kayak recobró su posición y siguió balanceándose como un péndulo enloquecido, pero debajo de la vela.
Además de la tormenta eléctrica, además de la creciente cadena de explosiones en cada torre de cúmulos, además de los rayos que ahora orlaban las torres como una telaraña de neuronas en un cerebro desquiciado, bolas relampagueantes comenzaron a desprenderse de las nubes para flotar en los espacios oscuros donde volaba mi kayak.
Observé una de esas vibrantes esferas que flotaba cien metros debajo de mí: tenía el tamaño de un pequeño asteroide redondo, una luna eléctrica. El estrépito era indescriptible. Recordé un incendio forestal en los marjales de Aquila, el tornado que habíamos afrontado en los brezales cuando yo tenía cinco años, la detonación de las granadas de plasma contra el gran glaciar azul de la Garra. Ninguna combinación de estos recuerdos podía compararse con la violencia energética que sacudía el kayak como un terremoto de luz azul y dorada.
La tormenta duró más de ocho horas. La oscuridad duró otras ocho. Sobreviví a las primeras. Dormí durante las segundas. Cuando desperté, conmocionado y sediento, lleno de sueños de luz y de ruido, medio ensordecido, con ganas de orinar y temiendo caerme de la cabina mientras me arrodillaba para hacerlo, vi que la luz de la mañana pintaba el lado opuesto de las columnas de nubes que habían reemplazado las columnas del templo de la noche anterior. El amanecer era más simple que el ocaso: el resplandor blanco y dorado se derramaba desde el techo de cirros por los turbulentos flancos de los cúmulos y los nimbos, hasta la capa donde yo temblaba de frío. Tenía la piel, la ropa y el cabello mojados. Durante la locura de esa noche, había llovido intensamente.
Me arrodillé en el suelo acolchado, aferré el borde con la mano izquierda, estabilicé el kayak e hice mis necesidades. El hilillo dorado titiló en la luz de la mañana mientras caía en el infinito. Me dolía la espalda y recordé la pesadilla del cálculo renal. Eso parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás, en otra vida.
Bien,
pensé,
si está pasando otra piedrecita, hoy no la atraparé.
Me abotoné, acomodándome en la cabina, tratando de estirar las piernas doloridas sin caerme, pensando en la imposibilidad de encontrar otro anillo teleyector en ese cielo infinito después de los desvíos de esa noche —ni siquiera había seguido un curso del cual pudiera desviarme— cuando comprendí que no estaba solo.
Cosas vivientes emergían de las profundidades y flotaban alrededor de mí.
Al principio vi una sola criatura y no tenía escala para juzgar el tamaño de mi visitante. Podía tener unos centímetros de diámetro y estar a pocos metros de mi kayak flotante, o tener muchos kilómetros de diámetro y estar muy lejos. Luego el organismo nadó entre una distante columna de nubes y una más distante torre de cúmulos, y comprendí que su tamaño debía medirse en kilómetros. Cuando se aproximó, vi la miríada de formas más pequeñas que la acompañaban en el cielo de la mañana.
Antes de hablar de esas criaturas, debo decir que pocos episodios de la historia de la expansión de la humanidad en este brazo de la galaxia nos habían preparado para describir grandes organismos alienígenas. En los cientos de mundos explorados y colonizados durante y después de la Hégira, la mayor parte de la vida aborigen consistía en plantas y organismos simples, como los radiantes espejines de Hyperion. Los cazadores habían llevado al borde de la extinción las pocas formas animales grandes y evolucionadas, como el leviatán boca de lámpara de Mare Infinitus o los zeplins de Remolino. El resultado más común era un mundo con algunas formas de vida aborígenes y un sinfín de especies adaptadas por los humanos. La humanidad había terraformado esos mundos, llevando el ADN de bacterias, lombrices, peces, aves y animales terrestres, descongelando los embriones en las primeras naves semilleras, construyendo fábricas de procreación en las últimas expansiones. El resultado había sido muy similar al de Hyperion: plantas aborígenes como el árbol tesla, el chalma y el raraleña y algunos insectos supervivientes coexistiendo con trasplantes de Vieja Tierra y bioadaptaciones como el triálamo, los siempreazules, los robles, los patos, tiburones, colibríes y ciervos. No estábamos acostumbrados a los animales alienígenas.
Y estos animales eran decididamente alienígenas.
El más grande me recordaba el calamar de los bajíos cálidos del Gran Mar del Sur de Hyperion, otra especie adaptada de Vieja Tierra. Esta criatura era casi transparente, con órganos internos visibles, aunque admito que costaba diferenciar el exterior del interior mientras palpitaba cambiando de forma de segundo a segundo, como una nave estelar modificando sus contornos para la batalla. No tenía cabeza, ni siquiera una protuberancia chata y cefaloide, pero distinguí varios tentáculos, aunque frondas o filamentos sería una palabra más apropiada para definir esos apéndices oscilantes, retráctiles, extensibles y trémulos. Pero estos filamentos estaban no sólo dentro sino fuera del cuerpo transparente, y yo ignoraba si el desplazamiento de la criatura por el aire obedecía al movimiento natatorio de los filamentos o a los gases que el calamar gigante expulsaba al dilatarse y contraerse.
Por lo que recordaba de viejos libros y las explicaciones de Grandam, los zeplins de Remolino eran de apariencia mucho más simple: bolsas de gas con forma de dirigible, con su mezcla de hidrógeno y metano, almacenando y metabolizando el helio en toscos sacos impulsores, medusas gigantescas flotando en la atmósfera de hidrógeno, amoníaco y metano de Remolino. Por lo que recordaba, los zeplins comían un fitoplancton que flotaba en la atmósfera venenosa como maná. No había depredadores en Remolino, hasta que llegaron los humanos con sus batiscafos flotantes para cosechar los gases más raros.
Al aproximarse el calamar, vi la complejidad de sus entrañas: pálidos y palpitantes órganos, serpentinas semejantes a intestinos, filamentos que podían servir para la alimentación y tubos que podían ser para la reproducción o la excreción, apéndices que podían ser órganos sexuales, o tal vez ojos. Sin cesar se contraía, plegaba sus filamentos rizados y se impulsaba hacia delante, los tentáculos plenamente extendidos, como un calamar nadando en aguas claras. Tenía quinientos o seiscientos metros de longitud.
Me fijé en los demás organismos. Alrededor del calamar se apiñaban miles de criaturas doradas con forma de disco, algunas del tamaño de mi mano y otras más grandes que las mantas de río que arrastraban las barcazas en los ríos de Hyperion. Estas criaturas también eran transparentes, aunque sus entrañas estaban veladas por un fulgor verdoso, tal vez un gas inerte que el campo bioeléctrico del animal tornaba luminiscente. Estas criaturas rodeaban al calamar, y por momentos eran engullidas o absorbidas por uno u otro orificio, y luego reaparecían en el exterior. No juraría que vi al calamar comiendo los discos, pero en un momento creí ver una nube de esas cosas verdes y refulgentes moviéndose en el interior de las tripas del calamar como plaquetas fantasmales en una vena clara.
El monstruo se acercó con su nube de acompañantes, elevándose hasta que la luz del sol le atravesó el cuerpo. Corregí el cálculo de su tamaño: debía tener por lo menos un kilómetro de longitud y un tercio de esa distancia en anchura cuando se expandía. Los discos vivientes flotaban a ambos lados de mí. Vi que giraban además de ondular como mantas.
Extraje la pistola de dardos y le quité el seguro. Si el monstruo atacaba, le vaciaría medio cargador en el flanco, esperando que fuera tan delgado como transparente. Tal vez pudiera vaciarlo, dejarlo sin los gases que le permitían flotar en esta franja atmosférica de oxígeno.
En ese momento extendió sus filamentos de hidra en todas las direcciones, algunos a metros de mi paravela, y comprendí que no podría matar ni hundir al monstruo sin que destruyera mi vela con el movimiento de un tentáculo. Esperé, temiendo que en cualquier momento sus fauces me tragaran, si tenía fauces.
Nada sucedió. Mi kayak seguía un rumbo que yo consideraba «oeste», subiendo y bajando en las corrientes de aire. Las majestuosas nubes se erguían sobre mí, y el calamar y sus compañeros —que por algún motivo yo consideraba parásitos— se mantenían cientos de metros al «norte» y cientos de metros encima de mí. Me pregunté si la criatura me seguía por curiosidad o por hambre, si esas plaquetas verdes podrían atacarme en cualquier momento.
Dejé la inservible pistola de dardos en mi regazo, comí las últimas galletas y bebí agua. Me quedaba agua para menos de un día. Me maldije por no haber recogido agua de lluvia durante la terrible tormenta de la noche, aunque ignoraba si el agua de ese mundo era potable.
La larga mañana se convirtió en una larga tarde. Varias veces la paravela me llevó hacia una torre nubosa y erguí el rostro en la niebla, lamiendo gotas de mis labios y mi barbilla. El agua sabía a agua. Cada vez que emergía de la niebla, esperaba que el calamar se hubiera marchado, pero permanecía en su sitio, a la derecha y encima de mí. Una vez, después que ese halo que era el sol pasó el cénit, el kayak atravesó un retazo de nubes ascendentes, y la vela casi se plegó en la violenta corriente. Pero se estabilizó y esa vez, al salir de la nube, había ascendido unos kilómetros. El aire era más frío y menos denso. El calamar me había seguido.
Tal vez aún no tenga hambre. Tal vez se alimente después del anochecer
. Éstos eran mis alentadores pensamientos.
Seguí escrutando el cielo en busca de otro anillo teleyector, pero no veía ninguno. Parecía descabellado esperar que encontraría uno. Las corrientes de aire me impulsaban hacia el oeste, pero los caprichos del viento me empujaban al norte o al sur. ¿Cómo podía encontrar el ojo de esa aguja después de tantas horas de flotar a la deriva? No parecía probable. Pero aun así escrutaba el cielo.
A media tarde vi otras criaturas abajo y al sur. Más calamares se movían en la base de una inmensa torre de nubes, y el sol destacaba sus cuerpos claros contra la negrura de las hirvientes profundidades. Debía haber centenares de esas criaturas palpitantes en la base de la nube. Estaba demasiado lejos para distinguir los parásitos, pero una luz difusa —como polvo flotante— sugería la presencia de miles o millones. Me pregunté si estos monstruos residirían habitualmente en los niveles atmosféricos inferiores y si el que me seguía se había aventurado hasta aquí por curiosidad.