Vi la silueta de su capucha mientras Dem Loa asentía.
—Estarán vigilando, Raul Endymion. Y es peligroso. Pero casi anochecerá. Dentro de catorce minutos.
Miré mi comlog. Faltaban más de noventa minutos para el ocaso según lo que yo había observado los dos días anteriores. Y casi otra hora para el anochecer.
—Hay sólo seis kilómetros hasta el arco —susurró Ces Ambre desde el otro lado del kayak—. Las aldeas estarán llenas de festejantes.
Comprendí.
—¿La Doble Oscuridad? —susurré.
—Sí —dijo Dem Ria. Me palmeó la mano—. Ahora debemos callar. Nos mezclaremos con el tráfico del camino de sal.
—Demasiado peligroso —susurré por última vez mientras el crujiente eolociclo se internaba en el tráfico. Oí el chirrido de la cadena debajo del suelo y sentí que el viento inflaba la vela.
Demasiado peligroso
, me dije a mí mismo.
Si hubiera sabido lo que sucedía a pocos cientos de metros, habría comprendido hasta qué punto tenía razón.
Espié por una rendija mientras andábamos por el camino de sal. Esta carretera parecía una franja de sal dura como roca entre las aldeas de las orillas del canal y el desierto que se extendía hacia el norte.
—El Wahhabi de los Desechos —me susurró Dem Ria mientras ganábamos velocidad y nos dirigíamos al sur por el camino de sal. Otras carretas nos pasaban dirigiéndose al sur, las velas hinchadas, sus conductores pedaleando con fuerza. Otras carretas con lonas aún más brillantes iban hacia el norte, con las velas configuradas de otro modo, y sus conductores hacían equilibrio mientras los crujientes eolociclos se sostenían sobre dos ruedas y las otras dos giraban en el aire.
Recorrimos los seis kilómetros en diez minutos y salimos del camino de sal a una rampa pavimentada que atravesaba un caserío —piedra blanca en vez de adobe— y luego Alem y el otro hombre recogieron la vela y pedalearon lentamente por la calle adoquinada que había entre las casas y el canal. Altos y velludos helechos crecían en las orillas entre elegantes muelles, miradores y embarcaderos con ornamentadas casas flotantes. La ciudad parecía terminar allí, donde el canal se ensanchaba en un cauce más semejante a un río. Vi un enorme arco teleyector cientos de metros corriente abajo. Más allá del arco oxidado sólo se veía un helechal sobre los márgenes y un desierto al este y al oeste. Alem llevó el eolociclo hasta una rampa de carga y se detuvo a la sombra de unos helechos altos.
Miré mi comlog. Faltaban menos de dos minutos para la Doble Oscuridad.
Sentimos un torrente de aire caliente y una sombra pasó sobre nosotros. Nos agazapamos mientras el deslizador negro de Pax sobrevolaba el río a menos de cien metros de altura; su aerodinámica silueta con forma de ocho se ladeó mientras revoloteaba sobre las naves que se dirigían al norte y al sur a través del arco. El tráfico fluvial era intenso en esta zona: esbeltos botes de carrera con remeros, relucientes lanchas de motor que dejaban estelas brillantes, veleros que iban desde barcas monoplaza hasta juncos de velas cuadradas, canoas y chinchorros, majestuosas casas flotantes navegando contra la corriente, un puñado de silenciosos hovercrafts eléctricos con sus aureolas de espuma, algunas balsas que me recordaron mi viaje con Aenea y A. Bettik.
El deslizador sobrevoló estas embarcaciones, se dirigió al sur pasando sobre el arco teleyector, viró hacia el norte y desapareció en la dirección de Childe Lamond.
—Ven —dijo Alem Mikail, plegando la lona sobre nosotros y tirando del kayak—. Debemos darnos prisa.
De pronto sopló una ráfaga de aire tórrido seguida por una brisa más fresca que arrancó polvo de la orilla; los helechos susurraron y se mecieron sobre nosotros, y el cielo se volvió rojo y luego negro. Despuntaron estrellas. Al mirar arriba vi una corona perlada alrededor de una de las lunas, y a menor altura el disco ardiente del segundo satélite.
Desde el norte del río, siguiendo la dirección de esa ciudad lineal que incluía Childe Lamond, vino el sonido más cautivador y plañidero que había oído jamás: un largo gemido, seguido por una nota sostenida que se ahondaba hasta caer en lo subsónico. Comprendí que había oído el sonido de miles de cuernos acompañados por un coro de miles de voces humanas.
La oscuridad se intensificaba. Las estrellas resplandecían. El disco de la luna inferior era como una cúpula iluminada que amenazara con caer sobre el mundo ensombrecido. De pronto todas las embarcaciones tocaron sirenas y cuernos, un aullido cacofónico que contrastaba con la armonía descendente del coro inicial, y luego comenzaron a disparar bengalas y fuegos de artificio: estrellas multicolores, rugientes ruedas de Santa Catalina, bengalas rojas con forma de paracaídas, trenzas de fuego amarillo, azul, verde, rojo y blanco —¿la Hélice del Espectro?— y un sinfín de bombas aéreas. El ruido y la luz eran abrumadores.
—Deprisa —repitió Alem, sacando el kayak de la carreta. Salté para ayudarle, me quité la túnica y la arrojé al eolociclo. El minuto siguiente fue un frenesí de movimientos coordinados mientras Dem Ria, Dem Loa, Ces Ambre, Bin y yo ayudábamos a Alem y el otro hombre a llevar el kayak hasta la orilla del río y ponerlo a flote. Me interné en el agua tibia, metí la mochila y la pistola de dardos en la cabina, estabilicé el kayak y miré a las dos mujeres, los dos niños y los dos hombres de túnica ondeante.
—¿Qué pasará con vosotros? —pregunté. Me dolía la espalda por efecto del cálculo renal, pero más me dolía el nudo que se me había hecho en la garganta.
Dem Ria sacudió la cabeza.
—Nada malo nos pasará, Raul Endymion. Si las autoridades de Pax intentan causar problemas, desapareceremos en los túneles del Wahhabi de los Desechos hasta que sea tiempo de reunimos con el Espectro en otra parte. —Sonrió y se acomodó la túnica sobre el hombro—. Pero haznos una promesa, Raul Endymion.
—Lo que sea —dije—. Si puedo hacerlo, lo haré.
—Si es posible, pide a La Que Enseña que regrese contigo a Vitus-Gray-Balianus B y visite a la gente de la Hélice del Espectro de Amoiete. Trataremos de no convertirnos al cristianismo de Pax hasta que ella venga a hablar con nosotros.
Asentí, mirando el cráneo rapado de Bin Ria Dem Loa Alem, su capirote rojo ondeando en la brisa, sus mejillas consumidas por la quimioterapia, sus ojos donde el entusiasmo brillaba más que el reflejo de los fuegos de artificio.
—Sí —dije—. Si es posible, lo haré.
Todos me tocaron entonces. No me dieron la mano, sino que tocaron mi chaleco, mi brazo, mi rostro o mi espalda. Yo los toqué a mi vez, orienté la proa del kayak en la corriente y monté en la embarcación. El remo estaba donde lo había dejado. Me ceñí el nailon de la cabina como si me esperaran aguas blancas, apoyé la mano en la cubierta de plástico, sobre el botón rojo de «pánico» que Aenea me había mostrado, mientras ponía la pistola adentro —y si este episodio no me había causado pánico, no sabía qué podía lograrlo—, sostuve el remo en la mano izquierda y me despedí con la derecha. Las seis siluetas se fusionaron con las sombras de los helechos mientras el kayak se lanzaba hacia la corriente del medio.
El arco teleyector creció. Arriba, la primera luna se desplazaba más allá del disco del Sol, pero la segunda luna, la más grande, comenzó a cubrirlos a ambos con su mole. Los fuegos de artificio y las sirenas continuaban, incluso crecían en intensidad. Me aproximé al margen derecho al acercarme al teleyector, tratando de mantenerme entre las embarcaciones pequeñas que iban corriente abajo pero sin aproximarme a ninguna.
Si van a interceptarme,
pensé
, lo harán aquí
. Sin pensarlo, apoyé la pistola de dardos en el casco. La rápida corriente me arrastraba, así que apoyé el remo y esperé hasta llegar al teleyector. No habría otras embarcaciones bajo el teleyector cuando se activara. Encima de mí, el arco era una curva negra contra el cielo estrellado.
De pronto hubo una violenta conmoción en la orilla, menos de veinte metros a mi derecha.
Alcé la pistola y miré, sin comprender lo que veía y oía.
Dos explosiones semejantes a estruendos sónicos. Vibraciones de luz blanca.
¿Más fuegos de artificio?
No, estos relámpagos eran mucho más intensos.
¿Fuego de armas energéticas?
Demasiado brillantes, demasiado difusas. Se parecían más a pequeñas explosiones de plasma.
Entonces distinguí algo, más un destello que una auténtica visión: dos siluetas estrechadas en un abrazo violento, imágenes invertidas como en el negativo de una fotografía antigua, movimientos repentinos y bruscos, otro estruendo sónico, una centella blanca que me cegó aun antes de que la imagen se registrara en mi cerebro —pinchos, espinas, dos cabezas unidas, seis brazos frenéticos—, chispazos, una forma humana y algo más grande, chirridos de metal, gritos más estridentes que las sirenas que gemían río abajo. La onda de choque avanzó por el río, meció mi kayak y continuó por el agua como una cortina de espuma blanca.
Entonces llegué al arco teleyector: vi el fogonazo y sentí el vértigo de costumbre, una luz brillante me rodeó y me encandiló, y el kayak y yo iniciamos la caída.
Una auténtica caída. Girando en el vacío. El agua que había sido teleyectada debajo de mí cayó en una pequeña cascada, y entonces el kayak dejó de flotar, rodando al caer, y en mi pánico solté la pistola y aferré el casco, haciéndolo girar más frenéticamente en su caída. Parpadeé en medio del resplandor, tratando de mirar abajo mientras el kayak caía de punta. Cielo azul arriba. Nubes alrededor. Enormes estratocúmulos, miles de metros hacia arriba y miles de metros hacia abajo. Cirros, muchos kilómetros encima de mí; nubarrones negros, muchos kilómetros debajo. Sólo había cielo y yo caía en él. Debajo de mí, la pequeña cascada de agua de río se había disuelto en gigantescas lágrimas de humedad, como si alguien hubiera cogido cien cubos de agua y los hubiera arrojado a un abismo sin fondo.
El kayak giró y amenazó con volcarse. Me eché hacia delante y estuve a punto de caer, y sólo mis piernas cruzadas y la funda de nailon me retuvieron.
Aferré el borde de la cabina. El aire frío me azotaba y rugía mientras el kayak y yo acelerábamos, lanzándonos a velocidad terminal. Miles y miles de metros de aire vacío se extendían hasta las relampagueantes nubes de abajo. El remo se zafó del tolete y voló en caída libre.
Hice lo único que podía hacer en esas circunstancias. Abrí la boca y grité.
Kenzo Isozaki podía decir con franqueza que nunca había tenido miedo en su vida. Criado como samurai de negocios en las islas de helechos de Fuji, había aprendido desde la infancia a desdeñar el miedo y despreciar a quien lo sentía. Se permitía la cautela —para él se había convertido en indispensable herramienta empresarial— pero el miedo era ajeno a su naturaleza y su estructurada personalidad.
Hasta este momento.
M. Isozaki retrocedió cuando se abrió la puerta interna de la cámara de presión. Aquello que aguardaba en el interior había estado un minuto antes en la superficie de un asteroide sin aire. Y no usaba traje espacial.
Isozaki había optado por no llevar un arma en el saltador; él y la nave estaban inermes. En ese momento, mientras los cristales de hielo ondeaban como niebla en la puerta de la cámara y entraba una figura humanoide, Kenzo Isozaki se preguntó si había sido una elección prudente.
La figura humanoide era humana, al menos en apariencia. Tez bronceada, cabello gris, un traje gris de buen corte, ojos grises bajo pestañas bordeadas de escarcha, una sonrisa blanca.
—M. Isozaki —dijo el consejero Albedo.
Isozaki se inclinó. Había controlado sus palpitaciones y su respiración, y procuró mantener la voz serena y uniforme.
—Es amable de su parte responder a mi invitación.
Albedo se cruzó de brazos. Aún sonreía, pero Isozaki no se dejaba engañar. Los mares que rodeaban las islas de helechos de Fuji estaban llenos de tiburones, procedentes de las recetas ADN y los embriones congelados de las primeras naves semilleras Bussard.
—¿Invitación? —preguntó el consejero Albedo con voz espesa—. ¿O convocatoria?
Isozaki mantuvo la cabeza levemente inclinada, las manos a los costados.
—Nunca una convocatoria, M...
—Creo que usted sabe mi nombre —dijo Albedo.
—Los rumores dicen que usted es el mismo consejero Albedo que asesoró a Meina Gladstone hace casi tres siglos, señor —dijo el máximo ejecutivo de Pax Mercantilus.
—Entonces yo era más holograma que sustancia —dijo Albedo, abriendo los brazos—. Pero la personalidad es la misma. Y no es preciso que me llame señor.
Isozaki se inclinó levemente.
El consejero Albedo avanzó unos pasos. Acarició las consolas, el diván del piloto y el tanque de alta gravedad vacío.
—Una nave modesta para una persona tan poderosa, M. Isozaki.
—Creí que sería mejor practicar la discreción, consejero. ¿Puedo llamarle así?
En vez de responder, Albedo se acercó agresivamente al ejecutivo. Isozaki no se inmutó.
—¿Le parece discreto lanzar un telotaxis viral IA en la tosca esfera de datos de Pacem para que busque nódulos del TecnoNúcleo? —La voz de Albedo llenó la cabina.
Kenzo Isozaki alzó los ojos para afrontar la mirada gris del hombre más alto.
—Sí, consejero. Si el Núcleo aún existía, era imperativo que yo... que Mercantilus... estableciera un contacto personal. El telotaxis estaba programado para autodestruirse si lo detectaban los programas antivirales de Pax, y para inocular sólo si recibía una inequívoca respuesta del Núcleo.
El consejero Albedo se echó a reír.
—Su telotaxis IA era tan sutil como excremento flotando en la ponchera, Isozaki-san.
El ejecutivo de Mercantilus parpadeó de sorpresa ante esa grosería.
Albedo se sentó en el diván de aceleración, se desperezó.
—Siéntese, amigo. Se tomó mucho trabajo para encontrarnos. Se arriesgó a la tortura, la excomunión, la ejecución verdadera y la pérdida de sus privilegios de aparcamiento en el Vaticano. Si quiere hablar, hable.
El desconcertado Isozaki buscó otra superficie donde sentarse. Escogió un sector despejado de la pantalla de trayectorias. Le disgustaba la gravedad cero, así que el tosco campo de contención interno mantenía un diferencial que simulaba una gravedad, pero el efecto era tan incongruente que mantenía a Isozaki al borde del vértigo. Trató de organizar sus pensamientos.