El ascenso de Endymion (31 page)

Read El ascenso de Endymion Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
12.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esa idea inquietaba a Hoag Liebler. Le disgustaba morir, y no quería morir más de lo necesario. Además, no sería una ayuda para su carrera nobiliaria en Renacimiento Menor ser recordado como parte de una tripulación de traidores. Era posible que el cardenal Lourdusamy —o quien estuviera en la cima de la cadena alimenticia del espionaje— lo hiciera torturar, excomulgar y condenar a la muerte verdadera junto con el resto de la tripulación tan sólo para ocultar que el Vaticano había introducido un espía a bordo.

Ese pensamiento inquietaba a Hoag Liebler.

Se consoló pensando que ese acto de traición no sólo era improbable sino demencia!. No era como en los días de Vieja Tierra u otros mundos acuáticos sobre los que Liebler había leído, donde un buque de guerra oceánico se rebelaba y se dedicaba a la piratería, atacando naves mercantes y aterrorizando los puertos. Un arcángel robado no tenía adonde huir, ni dónde ocultarse, ni dónde reaprovisionarse. La flota de Pax lo haría pedazos.

A pesar de este razonamiento, Hoag Liebler aún se sentía inquieto Estaba en la cubierta de vuelo, a cuatro horas de su ascenso al punto de traslación al sistema Tau Ceti, cuando llegó un mensaje prioritario del
Uriel
, cinco destructores éxters clase nave-antorcha se habían ocultado en el toroide de partículas cargadas de la luna interior del gigante gaseoso exterior y ahora se dirigían a sus puntos de traslación, usando el sol tipo G como escudo entre ellos y el grupo GEDEÓN. El
Gabriel
y el
Rafael
debían desviarse de sus arcos de traslación para encontrar una trayectoria de disparo para sus restantes misiles hipercinéticos C-plus, destruir las naves-antorcha y reanudar su salida del sistema Lucifer. El
Uriel
estimaba que los dos arcángeles podrían ascender a la traslación unas ocho horas después que las otras cinco naves hubieran partido.

El padre capitán De Soya recibió el mensaje y ordenó un cambio de curso, y el capitán de fragata Liebler controló el tráfico de haz angosto mientras la madre capitana Stone hacía lo mismo a bordo del
Gabriel
.

La almirante no quiere dejar solo al Rafael, pensó el oficial ejecutivo. Mis jefes no son los únicos que desconfían de De Soya.

No era una persecución estimulante; pensándolo bien, ni siquiera era una persecución. Dada la dinámica gravitatoria de ese sistema, las viejas naves-antorcha Hawking de los éxters tardarían catorce horas en alcanzar velocidades relativistas antes del ascenso. Los dos arcángeles estarían en posición de disparar a las cuatro horas. Los éxters no tenían armas que pudieran cruzar el sistema para llegar a los arcángeles: el
Gabriel
y el
Rafael
aún disponían de armas suficientes para destruir las naves-antorcha varias veces. Si todo lo demás fracasaba, usarían los odiados rayos de muerte.

Liebler estaba al mando —el padre capitán había ido a su cubículo a dormir unas horas— cuando los dos arcángeles buscaron una posición de fuego. El resto de GEDEÓN se había trasladado. Liebler giraba en su silla de aceleración para llamar al capitán cuando el portal se abrió y entraron el padre capitán De Soya y varios otros. Por un instante Liebler olvidó sus sospechas... incluso olvidó que le habían pagado para sospechar. Además del capitán, estaba ese sargento de la Guardia Suiza, Gregorius, y dos de sus soldados. También estaban el oficial de sistemas de armamentos, capitán de fragata Carel Shan, el oficial de sistemas energéticos, teniente Pol Denish, el oficial de sistemas ambientales, capitán de fragata Bettz Argyle, y el ingeniero de sistemas de propulsión, teniente Elijah Hussein Meier.

—Qué demonios... —tartamudeó el oficial ejecutivo Liebler. El sargento de la Guardia Suiza le apuntaba con un paralizador neuronal.

Hoag Liebler había llevado una pistola de dardos escondida en la bota durante semanas, pero en ese momento la olvidó por completo.

Nunca le habían apuntado con un arma, ni siquiera con un paralizador, y el efecto le dio ganas de orinarse encima. Se concentró en no hacerlo. Eso le dejó poco margen para concentrarse en lo demás.

Una soldado se le acercó y le sacó la pistola de la bota. Liebler la miró como si nunca la hubiera visto.

—Hoag —dijo el padre capitán De Soya—, lamento esto. Hicimos una votación y decidimos que no había tiempo para tratar de convencerle. Tendrá que apartarse del camino por un rato.

Recordando los diálogos que había oído en los holodramas, Liebler empezó a despotricar.

—Nunca se saldrá con la suya. El
Gabriel
lo destruirá. Todos seréis torturados y colgados. Os arrancarán el cruciforme del...

El paralizador del sargento zumbó. Hoag Liebler habría caído de bruces en cubierta si la soldado no lo hubiera cogido para bajarlo delicadamente.

El padre capitán De Soya ocupó su sitio en la silla de mando.

—Cambio de curso —le ordenó al teniente Meier, a cargo del timón—. Fijar coordenadas de traslación. Aceleración de emergencia. Preparativos de combate. —El padre capitán miró a Liebler—. Llevadlo a su nicho de resurrección.

Los soldados se llevaron al hombre dormido.

Aun antes que el padre capitán De Soya ordenara fijar el campo de contención en cero g para la batalla, había tenido esa breve pero estimulante sensación de vuelo que se tiene al saltar de un peñasco, antes que la gravedad refirme sus imperativos absolutos. La nave ahora gruñía bajo más de seiscientas gravedades de aceleración por fusión, casi el ciento ochenta por ciento de la aceleración normal. Cualquier interrupción en el campo de contención los mataría en un santiamén. Pero el punto de traslación estaba a menos de cuarenta minutos.

De Soya no sabía si estaba actuando correctamente. Traicionar a la Iglesia y a la flota de Pax era para él lo más terrible del mundo. Pero si de veras tenía un alma inmortal, no había opción.

Le parecía un milagro —o al menos un improbable golpe de suerte— que otros siete hubieran decidido acompañarlo en este desventurado motín. Ocho, incluido él mismo, en una tripulación de veintiocho. Los otros veinte dormían en sus nichos de resurrección después de ser paralizados. De Soya sabía que esos ocho podían manejar los sistemas y operaciones del
Rafael
en la mayoría de las circunstancias. Era una suerte o una bendición que varios oficiales de vuelo esenciales se hubieran unido. Al principio pensaba que sólo serían Gregorius, sus dos jóvenes soldados y él mismo.

La primera sugerencia de motín había venido de los tres guardias Suizos después de la «limpieza» del segundo asteroide de nacimiento del sistema de Lucifer. A pesar de sus juramentos a Pax, la Iglesia y la Guardia Suiza, la matanza de bebés se parecía demasiado al asesinato.

Los lanceros Dona Foo y Enos Delrino habían acudido al sargento, y luego habían acudido al confesionario con Gregorius. Originalmente habían pedido la absolución si decidían desertar en el sistema éxter.

De Soya les había pedido que analizaran un plan alternativo.

El teniente Meier, ingeniero de sistemas de propulsión, se había ido a confesar con las mismas preocupaciones. El exterminio de los bellos ángeles —que él había presenciado en el espacio táctico— lo había sacado de quicio y lo había instado a volver a sus religiones ancestrales, el judaísmo y el Islam. En cambio se había ido a confesar para admitir su debilidad espiritual. De Soya asombró a Meier al decirle que sus preocupaciones no estaban en conflicto con el genuino cristianismo.

En los días siguientes, el capitán de fragata Bettz Argyle, oficial de sistemas ambientales, y el teniente Pol Denish, oficial de sistemas energéticos, fueron al confesionario instigados por sus conciencias. Denish estaba entre los más difíciles de convencer, pero las largas y susurradas conversaciones con su compañero de cubículo, el teniente Meier, lo persuadieron.

El capitán de fragata Carel Shan, oficial de sistemas de armamentos, fue el último en unirse: ya no podía autorizar ataques con rayos de muerte. No había dormido en tres semanas.

Durante su último día en el sistema de Lucifer, De Soya comprendió que los demás oficiales no desertarían. Consideraban que su labor era desagradable pero necesaria. Cuando la situación apremiara, la mayoría de los oficiales de vuelo y los tres guardias suizos restantes harían causa común con Hoag Liebler. De Soya y el sargento Gregorius decidieron no darles esa oportunidad.

—El
Gabriel
llama, padre capitán —dijo el teniente Denish. El oficial estaba enchufado al panel de comunicaciones, así como a su consola de sistemas energéticos.

De Soya asintió.

—Que todos se aseguren de que sus nichos estén activos.

Sabía que era una orden innecesaria. Cada tripulante ocupaba su puesto de combate o de traslación C-plus en su diván de aceleración, que a la vez funcionaba como nicho de resurrección automática.

Antes de pasar al espacio táctico, De Soya chequeó su trayectoria en la pantalla. Se estaban alejando del
Gabriel
, aunque el otro arcángel había alcanzando trescientas gravedades de aceleración y había alterado el curso para estar paralelo al
Rafael
. En el sistema solar de Lucifer, las cinco naves-antorcha éxters aún se arrastraban hacia sus puntos de traslación. De Soya les deseó suerte, sabiendo que la única razón por la cual esas naves aún existían era la momentánea distracción que el desconcertante curso del
Rafael
había causado al
Gabriel
. Se conectó en simulación táctica.

Al instante fue un gigante erguido en el espacio. Los seis mundos, las incontables lunas y los llameantes bosques orbitales de Lucifer se extendían al nivel de su cintura. Más allá del ardiente sol, las seis motas éxters se mecían sobre diminutas estelas de fusión. La estela del
Gabriel
era mucho más larga, y la del
Rafael
más larga aún, y su brillo rivalizaba con la estrella central. La madre capitana Stone esperaba a unos pasos.

—Federico —dijo—, ¿qué estás haciendo?

De Soya había pensado en no responder a la llamada del
Gabriel
. Si con eso hubiera ganado unos minutos más, habría guardado silencio. Pero conocía a Stone. Ella no vacilaría. Miró su curso en otro canal táctico. Treinta y seis minutos para el punto de traslación.

«¡Capitán! ¡Detectamos lanzamiento de cuatro misiles! ¡Traslación... ya!» Era el capitán de fragata Shan, oficial de sistemas de armamentos, en la línea confidencial.

De Soya estaba seguro de no haber demostrado su sobresalto frente a la madre capitana Stone, en el espacio táctico. En su propia línea confidencial, subvocalizó: «Está bien, Carel. Los puedo ver en táctico. Se dirigen a las naves éxters.»

—Acabas de atacar a los éxters —le dijo a Stone en el espacio táctico.

—Desde luego —respondió adustamente Stone—. ¿Y tú por qué no lo has hecho, Federico?

En vez de responder, De Soya se acercó al sol central y observó los misiles que emergían del espacio Hawking frente a las seis naves-antorcha éxters. Detonaron pocos segundos después: dos de fusión, seguidos por dos de plasma. Todos los éxters tenían sus campos defensivos al máximo —un fulgor naranja en la simulación táctica—, pero los estallidos a quemarropa los sobrecargaron. Las imágenes pasaron del naranja al rojo al blanco, y tres de las naves dejaron de existir como objetos materiales. Dos se convirtieron en fragmentos desperdigados que rodaban hacia los puntos de traslación. Una nave-antorcha quedó intacta, pero su campo de contención se disipó y su estela de fusión se extinguió. Si alguien había sobrevivido a los efectos de la explosión, ahora moría bajo la granizada de radiación que asolaba la nave.

—¿Qué estás haciendo, Federico? —repitió la madre capitana Stone.

De Soya sabía que el nombre de pila de Stone era Halen, pero optó por no hacer personal esta parte de la conversación.

—Cumplo órdenes, madre capitana.

La duda de Stone era visible aun en simulación táctica.

—¿De qué hablas, padre capitán? —Ambos sabían que la conversación se grababa. Quien sobreviviera los próximos minutos tendría una constancia del diálogo.

De Soya mantuvo la voz firme.

—La nave insignia de la almirante Aldikacti transmitió un cambio de órdenes diez minutos antes de su traslación. Estamos cumpliendo esas órdenes.

Stone permaneció impasible, pero De Soya sabía que estaba sub-vocalizando, pidiendo a su oficial ejecutivo que confirmara si había habido una transmisión de haz angosto entre el
Uriel
y el
Rafael
. La transmisión existía, pero su contenido era trivial: actualización de coordenadas de reunión en el sistema Tau Ceti.

—¿Cuáles fueron esas órdenes, padre capitán De Soya?

—Eran confidenciales, madre capitana Stone. No conciernen al
Gabriel
. —En el circuito confidencial, le ordenó a Shan: «Fija las coordenadas de rayo de muerte y dame el dispositivo de activación, tal como convinimos.» Un segundo después sintió el peso simulado de un arma energética en la mano derecha. El arma era invisible para Stone, pero totalmente palpable para De Soya. Trató de aparentar naturalidad mientras cerraba el dedo sobre el gatillo invisible. Por la posición del brazo de la madre capitana, De Soya comprendió que también ella empuñaba un arma virtual. Estaban a tres metros de distancia en el espacio táctico. Entre ellos, las estelas de fusión del
Rafael
y el
Gabriel
trepaban hacia sus pechos desde el plano de la eclíptica.

—Padre capitán De Soya, tu nuevo punto de traslación no te llevará al sistema Tau Ceti, como se ordenó.

—Esas órdenes fueron anuladas, madre capitana. —De Soya observaba los ojos de su ex primer oficial. Halen sabía ocultar sus emociones e intenciones. Más de una vez le había ganado al póquer en su vieja nave-antorcha, el
Baltasar
.

—¿Cuál es tu nuevo destino, padre capitán?

Treinta y tres minutos para traslación.

—Clasificado, madre capitana. Puedo decirte esto: el
Rafael
se reunirá con el grupo de ataque en Tau Ceti cuando haya concluido su misión.

Stone se frotó la mejilla con la mano izquierda. De Soya observó el dedo curvo de su mano derecha. No tendría que alzar la pistola invisible para disparar el rayo de muerte, pero el instinto humano instaba a apuntar el arma contra el oponente.

De Soya odiaba los rayos de muerte y sabía que Stone también. Eran armas cobardes, prohibidas por la flota de Pax y la Iglesia hasta esta expedición punitiva. A diferencia de las varas de muerte de la Hegemonía, que arrojaban un haz de disgregación neuronal, el haz de muerte no suponía una proyección coherente. Esencialmente, los potentes acumuladores Gedeón extendían una distorsión C-plus del espacio tiempo dentro de un cono finito. El resultado era una sutil torsión de la matriz espacio temporal —similar a una traslación fallida con motores Hawking— pero más que suficiente para destruir la delicada danza energética que era un cerebro humano.

Other books

The Clock Winder by Anne Tyler
The Ka of Gifford Hillary by Dennis Wheatley
Midnight Movie: A Novel by Alan Goldsher, Tobe Hooper
Restrain (Siren Book 3) by Katie de Long
The Green Man by Kate Sedley
Jaylin's World by Brenda Hampton
Mob Rules by Cameron Haley