El ascenso de Endymion (64 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—Aun así... —comenzó el arzobispo Breque. Era un hombre callado, cerebral y cauto.

Wu parecía exhausta e irritada.

—Eminencia —replicó, dirigiéndose a Breque pero mirando a Mustafa—, podemos decidir el asunto si nos permite utilizar naves de descenso, deslizadores y VEMs en la atmósfera.

Breque pestañeó. El cardenal Mustafa negó con la cabeza.

—No —dijo—, tenemos órdenes de no mostrar una presencia militar hasta que el Vaticano autorice el paso final en la captura de la niña.

Wu sonrió con amargura.

—La batalla que se libró anoche encima de la atmósfera debe haber vuelto obsoleta esa orden. Nuestra presencia militar no pudo pasar inadvertida.

—En efecto —dijo el padre Le Blanc—. Nunca vi nada semejante.

—Excelencia —le dijo la almirante Wu a Mustafa—, la gente de este mundo no tiene armas energéticas, detectores Hawking, defensas orbitales ni detectores gravitónicos... diantre, ni siquiera tiene radares ni sistemas de comunicaciones. Podemos usar naves de descenso o cazas atmosféricos para buscar supervivientes sin que nadie se entere. Sería mucho menos visible que la batalla de anoche y...

—No —replicó el cardenal Mustafa, mirando su reloj—. La nave mensajera del Vaticano llegará en cualquier momento, con órdenes definitivas para el arresto del vector de contagio llamado Aenea. Nada debe complicar eso.

El padre Farrell se frotó las enjutas mejillas.

—El regente Tokra me llamó esta mañana por el canal de comunicaciones que le asignamos. Parece que su precioso y precoz Dalai Lama ha desaparecido.

Breque y LeBlanc se sorprendieron.

—No tiene importancia —dijo Mustafa, obviamente al corriente de la noticia—. Ahora nada tiene importancia salvo la aprobación final del arresto de Aenea. —Miró a la almirante Wu—. Y usted debe ordenar a la Guardia Suiza y los infantes que no dañen a esa joven.

Wu asintió de mala gana. Hacía meses que recibía las mismas instrucciones.

—¿Cuándo cree que llegarán las órdenes? —le preguntó al cardenal.

Rhadamanth Nemes y sus dos clones se pusieron de pie y caminaron hacia la puerta.

—El tiempo de espera ha concluido —dijo Nemes con una sonrisa maligna—. Os traeremos la cabeza de Aenea.

El cardenal Mustafa y los demás se levantaron de inmediato.

—¡Sentaos! —bramó el gran inquisidor—. No habéis recibido orden de moveros.

Nemes sonrió y se volvió hacia la puerta.

Todos los clérigos de la habitación estaban gritando. El arzobispo Jean Daniel Breque se persignó. La almirante Wu cogió la pistola de dardos.

Entonces todo se aceleró. El aire se borroneó. Nemes, Scylla y Briareus estaban a ocho metros, en la puerta, pero súbitamente desaparecieron y tres manchas de cromo titilante aparecieron entre las figuras rojinegras.

Scylla interceptó a la almirante Marget Wu antes de que pudiera levantar su pistola de dardos. Movió un brazo de cromo y la cabeza de Wu cayó en la mesa bruñida. El cuerpo decapitado permaneció en pie unos segundos, unos impulsos nerviosos ordenaron a los dedos de la mano derecha que se cerraran y la pistola se disparó, despedazando las patas de la mesa y astillando el suelo de piedra.

El padre LeBlanc brincó entre Briareus y el arzobispo Breque. La borrosa forma plateada destripó a LeBlanc. Breque perdió las gafas y corrió a la habitación contigua. Briareus desapareció, dejando sólo una implosión de aire. Hubo un breve grito en la otra habitación.

El cardenal Mustafa retrocedió frente a Rhadamanth Nemes. Ella avanzaba un paso por cada uno que él retrocedía. El nimbo borroso que la aureolaba había desaparecido, pero Nemes no parecía más humana ni menos amenazadora.

—Maldita seas, criatura impura —murmuró el cardenal—. Adelante, no tengo miedo de morir.

Nemes enarcó una ceja.

—Claro que no, excelencia, ¿pero cambiarías de opinión si te contara que arrojaremos estos cuerpos y esa cabeza —señaló a Marget Wu, cuyos ojos dejaron de pestañear— al mar de ácido, de modo que no habrá resurrección posible?

El cardenal Mustafa llegó a la pared y se detuvo. Nemes estaba a un par de pasos.

—¿Por qué hacéis esto? —preguntó con voz firme.

Nemes se encogió de hombros.

—Nuestras prioridades divergen por el momento —respondió—. ¿Estás preparado, gran inquisidor?

El cardenal Mustafa se persignó y musitó un apresurado acto de contrición.

Nemes sonrió de nuevo y avanzó. Sus brazos se convirtieron en imágenes plateadas y titilantes.

Mustafa la miró con asombro, pero Nemes no lo mató. Con rápidos movimientos, le rompió el brazo izquierdo, le astilló el brazo derecho, le quebró ambas piernas y lo cegó con dos dedos que se detuvieron a muy poca distancia de su cerebro.

Un inaudito rugido de dolor estremeció al cardenal. A través de ese rugido oyó la fría voz de Nemes.

—Sé que el automédico de la nave de descenso o del
Jibril
podrá curarte —dijo—. Los hemos llamado y llegarán dentro de pocos minutos. Cuando veas al papa y sus parásitos, diles que aquellos ante quienes respondo no quieren a la niña con vida. Nos disculpamos, pero su muerte es necesaria. Y diles que en el futuro se cuiden de no actuar sin el consentimiento de todos los elementos del Núcleo. Adiós, excelencia. Espero que el automédico del
Jibril
pueda darte nuevos ojos. Lo que estamos a punto de hacer será digno de verse.

Mustafa oyó pasos, el susurro de la puerta y luego silencio, salvo por unos terribles gritos de dolor. Tardó unos minutos en comprender que era él quien gritaba.

Cuando regresé al Templo Suspendido en el Aire, las primeras luces atravesaban la neblina pero la mañana seguía oscura, lluviosa y fría. Me había recobrado un poco de mi ofuscación y tuve mayor cuidado al recoger los cables fijos, y fue afortunado que lo hiciera. Varias veces los frenos del equipo resbalaron en la soga cubierta de hielo y me habría caído al abismo si los cables de seguridad no me hubieran detenido.

Aenea estaba despierta, vestida y preparada para partir cuando llegué. Se había puesto su abrigo térmico, su equipo de escalada y sus botas. A. Bettik y Lhomo Dondrub estaban vestidos del mismo modo, y ambos llevaban paquetes largos y pesados sobre los hombros. Irían con nosotros. Los demás —Theo, Rachel, la Dorje Phamo, el Dalai Lama, George Tsarong, Jigme Norbu— estaban allí para despedirse y parecían tristes y angustiados. Aenea parecía cansada; estaba seguro de que tampoco ella había dormido. Éramos un par de aventureros de aspecto lamentable. Lhomo se acercó para entregarme uno de los largos bultos. Era pesado, pero lo cargué sin preguntas ni quejas. Cogí el resto de mi equipo, respondí a las preguntas de Lhomo sobre la condición de las cuerdas hasta la línea de riscos —evidentemente todos creían que yo había tenido la generosidad de hacer un reconocimiento— y retrocedí para mirar a mi amiga y amada. Cuando ella me interrogó con los ojos, respondí con un movimiento de cabeza.
Todo está bien. Yo estoy bien. Estoy preparado para salir. Hablaremos de ello más tarde
. Theo lloraba. Comprendí que esta despedida era importante —quizá no volviéramos a vernos, aunque Aenea había asegurado a las dos mujeres que todos se reunirían antes del anochecer—, pero yo estaba demasiado aturdido y agotado para emocionarme. Me alejé del grupo para recobrar el aliento y concentrar mi atención. Quizá necesitara toda mi lucidez en las siguientes horas tan sólo para sobrevivir.
El problema de estar apasionadamente enamorado
, pensé
, es que te quita mucho sueño.

Salimos por la plataforma este, avanzamos al trote por el saliente helado, pasamos por las sogas que yo acababa de usar y llegamos a la fisura sin tropiezos. Los árboles bonsai y los campos talados parecían antiguos e irreales en la neblina, y las oscuras ramas goteaban sobre nuestras cabezas al surgir de la bruma. Los arroyos y cascadas parecían más ruidosos de lo que yo recordaba mientras el torrente se despeñaba desde la última cornisa hacia el vacío.

En los pliegues más orientales y altos de la fisura había cuerdas fijas más viejas y menos fiables, y Lhomo encabezó la marcha en ese tramo, seguido por Aenea, A. Bettik y yo. Noté que nuestro amigo androide trepaba con la rapidez y competencia de siempre, a pesar de su mano faltante. Una vez arriba, dejamos atrás el punto más lejano de mi excursión nocturna: la fisura actuaba como una barrera para viajar por el risco en el rumbo que yo había seguido. Ahora comenzaban las dificultades en serio, mientras cogíamos las angostas sendas del lado sur del peñasco: salientes gastados, protuberancias de roca, campos de hielo, cuestas de esquisto. Encima de nosotros el risco era una masa de nieve húmeda y hielo donde era imposible caminar. Andábamos en silencio, sin un susurro, sabiendo que el menor ruido podía desencadenar un alud que nos arrancaría del saliente en un segundo. Por último, cuando la marcha se hizo aún más difícil, nos sujetamos, pasando la cuerda por los ganchos y atando una cuerda doble a nuestros arneses, de modo que si alguien caía podríamos frenarlo, o bien todos caeríamos. Con la firme guía de Lhomo, que pisaba confiadamente huecos brumosos y grietas heladas que a mi me hubieran hecho dudar, creo que todos nos sentíamos mejor estando atados.

Yo aún no conocía nuestro destino. No sabía que el gran risco que nacía en K'un Lun se terminaría en pocos kilómetros, bajando de repente a las nubes ponzoñosas. Durante ciertas semanas de primavera, las marejadas y caprichos del océano y las nubes hacían descender los vapores venenosos y el risco resurgía, permitiendo que las caravanas, peregrinos, monjes, mercaderes y meros curiosos marcharan al este desde el Reino Medio hasta T'ai Shan, el Gran Pico del Reino Medio, y el punto habitable más inaccesible del planeta. Los monjes que vivían en T'ai Shan, se decía, nunca regresaban al Reino Medio ni al resto de las Montañas del Cielo. Durante incontables generaciones habían consagrado la vida a las misteriosas tumbas, gompas, ceremonias y templos de ese sagrado pico. Sí iniciábamos el descenso, con el mal tiempo, no sabríamos dónde terminaban las arremolinadas nubes monzónicas y dónde empezaban las arremolinadas nubes de vapor hasta que el aire venenoso nos matara.

No descendimos. Después de varias horas de marcha silenciosa, llegamos al precipicio del límite oriental del Reino Medio. La montaña de T'ai Shan no estaba visible, desde luego. Aunque el cielo se había despejado un poco, sólo veíamos la húmeda ladera que teníamos delante, la niebla ondulante y las nubes.

Aquí, en el linde oriental del mundo, había una cornisa ancha, y nos sentamos con gratitud mientras sacábamos alimentos fríos de las mochilas y bebíamos agua. Los diminutos cactos que alfombraban este empinado campo se hinchaban al alimentarse con la primera humedad de los meses del monzón.

Después de comer y beber, Lhomo y A. Bettik empezaron a abrir nuestros pesados paquetes. Aenea abrió su mochila, que parecía más pesada que las bolsas que llevábamos los hombres. No me sorprendió ver lo que había en esos paquetes: nailon, varillas y bastidores, aparejos. Aenea llevaba además los dos dermotrajes y respiradores que yo había bajado de la nave.

Suspiré y miré hacia el este.

—Conque intentaremos llegar a Tai Shan —dije.

—Sí —dijo Aenea, y empezó a quitarse la ropa.

A. Bettik y Lhomo miraron hacia otra parte, pero sentí que mi corazón latía de furia ante la idea de que otros hombres vieran desnuda a mi amante. Me controlé, extendí el otro dermotraje y empecé a desnudarme, guardando la ropa en la mochila. El aire estaba frío y la niebla se me pegaba a la piel.

Lhomo y A. Bettik ensamblaron las paravelas mientras Aenea y yo nos vestíamos. Los dermotrajes eran literalmente una segunda piel, pero el arnés y los aparejos de los respiradores nos daban cierto margen para el pudor. La capucha me cubría la cabeza como una escafandra de buzo, aplastándome las orejas. Los filtros permitían la transmisión de sonido y recogerían las emisiones cuando estuviéramos fuera del aire real.

Lhomo y A. Bettik ensamblaron cuatro paravelas. Como respondiendo a mi pregunta tácita, Lhomo explicó:

—Yo sólo puedo mostraros las corrientes ascendentes y procurar que lleguéis a la corriente superior. No puedo sobrevivir a esa altitud. Y no quiero ir a T'ai Shan cuando hay tan pocas probabilidades de regresar.

Aenea le tocó el brazo.

—Agradecemos mucho que nos guíes hasta la corriente.

El audaz volador se sonrojó.

—¿Qué hay de A. Bettik? —pregunté. Entonces comprendí que hablaba de nuestro amigo como si no estuviera allí, y me volví hacia el androide—. ¿Qué hay de ti? No hay dermotraje ni respirador.

A. Bettik sonrió. Siempre había pensado que sus raras sonrisas eran la expresión más sabia que había visto en un semblante humano, aunque el hombre de tez azul no fuera técnicamente humano.

—Olvidas, M. Endymion, que fui diseñado para sufrir más abusos que un cuerpo humano normal.

—Pero la distancia... —dije. T'ai Shan estaba más de cien kilómetros al este. Aunque alcanzáramos la corriente favorable, tendríamos casi una hora de aire enrarecido e irrespirable.

A. Bettik sujetó los últimos aparejos a su paravela, un bonito objeto con una gran ala delta de casi diez metros de envergadura.

—Si tenemos la suerte de cubrir esa distancia, sobreviviré.

Asentí y me dispuse a sujetarme a los aparejos de mi propia cometa, sin hacer más preguntas, sin mirar a Aenea, sin inquirir por qué los cuatro arriesgábamos la vida de esta manera. De repente mi amiga se acercó.

—Gracias, Raul —dijo en voz alta, para que todos oyeran—. Haces estas cosas por mí, por amor y amistad. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.

Hice un gesto, de pronto incapaz de hablar, avergonzado de que me lo agradeciera a mí cuando los otros dos también estaban dispuestos a saltar al vacío por ella. Pero Aenea no había terminado.

—Te amo, Raul —dijo, poniéndose de puntillas para besarme en los labios. Retrocedió y me miró con sus insondables ojos oscuros—. Te amo, Raul Endymion. Siempre te he amado, siempre te amaré.

Me sentí desconcertado y abrumado mientras nos calzábamos las paravelas en el linde de la nada. Lhomo fue el último en sujetarse. Revisó los aparejos de los demás, examinando cada perno, hebilla y grapa. Una vez satisfecho, saludó respetuosamente a A. Bettik, se calzó su ala roja con una velocidad nacida de la práctica y la disciplina y se acercó al borde del peñasco. Ni siquiera los cactos crecían en este último metro, como si el abismo los intimidara. A mí me intimidaba. El borde rocoso estaba resbaladizo por la lluvia. La niebla se había cerrado de nuevo.

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