Al cabo de unos minutos ya no pudimos resistir la poderosa corriente de ese río de aire. La corriente ascendente murió de pronto y quedamos a merced de la turbulencia.
—¡Vamos! —gritó Aenea, olvidando que el menor susurro era audible en mi parche auditivo.
A. Bettik abrió los ojos y me hizo una seña. Mi paravela salió de la corriente ascendente disparada hacia el este. Atravesábamos el aire a una velocidad tan increíble que podíamos oír el rugido. La vela amarilla de Aenea se lanzó hacia el este como una flecha de ballesta, seguida por la vela azul de A. Bettik. Yo luché con los controles, comprendí que no tenía fuerzas para cambiar el curso y me limité a aferrarme mientras el río de aire nos arrastraba. T'ai Shan relucía allá adelante, pero estábamos perdiendo altura y la montaña aún estaba muy lejos. Bajo el mar de nubes blancas se agitaban las verdosas nubes de fosgeno del mar de ácido, invisibles pero acechantes.
Las autoridades de Pax en el sistema T'ien Shan estaban confundidas.
Cuando el capitán Wolmak recibió esa extraña señal de alarma desde Shivling a bordo del
Jibril
, trató de comunicarse con el cardenal Mustafa y los demás pero no recibió respuesta. Poco después envió una nave de combate con una veintena de infantes, incluidos tres médicos.
Recibió un informe desconcertante. La sala de conferencias de la gompa era un estropicio. Había sangre y vísceras humanas por doquier, pero el único cuerpo era el del gran inquisidor, que estaba inválido y ciego. Verificaron el ADN del chorro arterial más grande y descubrieron que era del padre Farrell. Otros charcos de sangre pertenecían al arzobispo Breque y su asistente LeBlanc. Pero no había cuerpos ni cruciformes. Los médicos informaron que el cardenal Mustafa estaba en coma y en shock profundo, al borde de la muerte; lo estabilizaron con sus kits de campaña y pidieron órdenes. ¿Debían dejar que el gran inquisidor muriera y fuera resucitado, o llevarlo al autodoc de la nave de combate para tratar de salvarlo, sabiendo que tardaría varios días en recobrar la conciencia y describir el ataque?
Los médicos también podían llevarlo a soporte vital, usar drogas para sacarlo del coma e interrogarlo a los pocos minutos, mientras el paciente moribundo sufría un dolor atroz.
Wolmak les ordenó que esperaran y se comunicó con el almirante Lemprière, comandante del grupo de tareas. En las afueras del sistema T'ien Shan, a muchas UA de distancia, las cuarenta naves que habían batallado con el
Rafael
rescataban supervivientes de los arcángeles averiados y aguardaban la llegada del correo papal y la nave robot del TecnoNúcleo que pondría la población del planeta en animación suspendida. Ninguno de ambos había llegado. Lemprière estaba más cerca, a cuatro minutos-luz, y el haz angosto tardaría ese tiempo en ponerlo al corriente, pero Wolmak no veía otra opción. Envió el mensaje y esperó.
A bordo de la nave insignia
Raquel
, Lemprière se encontró en una situación delicada. Sólo tenía minutos para decidir lo de Mustafa. Si permitía la muerte del gran inquisidor, era probable que una resurrección de dos días tuviera éxito. El cardenal sufriría poco dolor, pero la causa del ataque —Alcaudón, aborígenes, discípulos del monstruo Aenea, éxters— seguiría siendo un misterio hasta entonces. Lemprière tardó diez segundos en decidir, pero el haz angosto demoraba cuatro minutos.
—Que los médicos lo estabilicen —le ordenó a Wolmak—. Que lo pongan en una máquina en la nave de descenso. Que lo despierten e interroguen. Cuando sepamos lo suficiente, que el autocirujano haga un diagnóstico. Si es más rápido resucitarlo, déjenlo morir.
—A la orden —dijo Wolmak cuatro minutos después, y comunicó el mensaje a los infantes.
Entretanto los infantes ampliaban su búsqueda, usando paks de reacción VEM para investigar los peñascos verticales del Falo de Shiva. Sondearon Rhan Rso, el Lago de las Nutrias, con radar profundo, sin encontrar nutrias ni el cuerpo de los sacerdotes faltantes. En el enclave había una guardia de honor de doce infantes, más el piloto de la nave de descenso, pero estos hombres y mujeres también faltaban. Encontraron sangre y vísceras y analizaron el ADN. Así explicaron la mayoría de las ausencias, pero no encontraron los cuerpos.
—¿Debemos extender la búsqueda al Palacio de Invierno? —preguntó el teniente a cargo del grupo. Las tropas tenían órdenes específicas de no molestar a los lugareños, sobre todo al Dalai Lama y su gente, antes de que la nave del TecnoNúcleo llegara para dormir a la población.
—Un minuto —dijo Wolmak. Vio que el monitor del almirante Lemprière estaba encendido. El disco de comunicaciones de su red de mando también parpadeaba, la oficial de inteligencia del
Jibril
llamando desde la burbuja sensora—. ¿Sí?
—Capitán, hemos controlado visualmente la zona del palacio. Algo espantoso ha sucedido allí.
—¿Qué? —rugió Wolmak. Los miembros de su tripulación solían ser más precisos.
—No llegamos a verlo, señor —dijo la oficial de inteligencia. Era una mujer joven pero lista, y Lemprière lo sabía—. Estábamos usando las cámaras ópticas para mirar la zona del enclave. Pero vea esto...
Wolmak miró la imagen del holofoso, sabiendo que se retransmitía al almirante. El lado este de Potala, el Palacio de Invierno, visto desde cientos de metros por encima del puente Kyu Chu.
La carretera del puente estaba retraída, pero en las escaleras y terrazas que había entre el palacio y el puente, y en algunos rebordes angostos, y en el abismo que separaba el palacio del monasterio Drepung, había cientos de cuerpos ensangrentados y desmembrados.
—Santo Dios —dijo el capitán Wolmak, persignándose.
—Hemos identificado la cabeza del regente Tokra Reting entre los cuerpos mutilados —dijo la oficial de inteligencia con voz imperturbable.
—¿La cabeza? —repitió Wolmak, comprendiendo que esa inepta observación sería enviada al almirante con el resto de la transmisión. En cuatro minutos el almirante Lemprière sabría que Wolmak hacía comentarios estúpidos. No importaba—. ¿Alguien más de importancia?
—Negativo, señor. Pero ahora están transmitiendo en varias frecuencias de radio.
Wolmak se extrañó. Hasta ahora el Palacio de Invierno había mantenido silencio de radio y de haz angosto.
—¿Qué están diciendo?
—Está en mandarín y tibetano post-Hégira, señor —dijo la oficial—. Sienten pánico, capitán. El Dalai Lama está ausente. También el jefe de seguridad del Lama niño. El general Surkhang Sewon Chempo, jefe de la guardia palaciega, ha muerto... Han confirmado que encontraron su cuerpo decapitado.
Wolmak miró el reloj. La emisión de haz angosto estaba a medio camino de su trayecto hasta la nave del almirante.
—¿Quién hizo esto, el Alcaudón?
—No lo sé, capitán. Como decía, las lentes y cámaras apuntaban a otro lado. Revisaremos los discos.
—Hágalo —dijo Wolmak. No podía esperar más. Se comunicó con el teniente de infantería—. Vaya al palacio, teniente. Averigüe qué diablos está ocurriendo. Enviaré cinco naves de descenso, VEMs de combate y un tóptero artillado. Busque señales del arzobispo Breque, el padre Farrell o el padre LeBlanc. Y del piloto y la guardia de honor, por supuesto.
—A la orden, señor.
El enlace de haz angosto se puso verde. El almirante estaba recibiendo la última transmisión. Demasiado tarde para esperar su orden. Wolmak se comunicó con las dos naves de Pax más próximas, naves-antorcha que estaban más allá de la luna exterior, y las puso en alerta de combate pidiendo que se unieran a la órbita del
Jibril
. Tal vez necesitara esa potencia de fuego. Wolmak ya había visto la obra del Alcaudón, y la idea de que esa criatura apareciera repentinamente en su nave le causaba escalofríos. Se comunicó con la capitana Samuels de la nave-antorcha
San Buenaventura.
—Carol —le dijo a la sorprendida imagen de la capitana—, entra en espacio táctico, por favor.
Wolmak se enchufó y apareció de pie sobre el reluciente y nuboso planeta de T'ien Shan. Samuels apareció junto a él en la estrellada oscuridad.
—Carol —dijo Wolmak—, algo está ocurriendo allá abajo. Creo que el Alcaudón anda suelto de nuevo. Si pierdes contacto con el
Jibril
, o empezarnos a gritar dislates...
—Lanzaré tres botes con infantes —dijo Samuels.
—Negativo. Freirás el
Jibril
. De inmediato.
La capitana Samuels parpadeó. También parpadeó la pantalla flotante que mostraba que la nave de Lemprière estaba transmitiendo. Wolmak salió del espacio táctico.
El mensaje era breve.
—He preparado la
Raquel
para un salto hacia el pozo de gravedad crítica de las inmediaciones de T'ien Shan —dijo el almirante Lemprière.
Wolmak iba a protestar a su superior, comprendió que su mensaje llegaría tres minutos después del salto Hawking y cerró la boca. Un salto dentro del sistema era tremendamente peligroso —una probabilidad contra cuatro de un desastre que acabara con toda la tripulación—, pero comprendía la necesidad del almirante de ir adonde la información era fresca y sus órdenes se pudieran ejecutar de inmediato.
Santo Jesús, pensó Wolmack, el gran inquisidor lisiado, el arzobispo y los demás desaparecidos, el palacio del Dalai Lama como un hormiguero pateado. Maldito sea ese Alcaudón. ¿Dónde está la nave correo del papa con su orden? ¿Dónde está la nave del Núcleo que nos prometieron? ¿Cómo pueden las cosas empeorar más?
—Capitán —dijo el jefe médico de la fuerza expedicionaria, desde la enfermería de su nave.
—Adelante.
—El cardenal Mustafa está consciente, señor... ciego, desde luego, y terriblemente dolorido, pero...
—Comuníqueme —gritó Wolmak.
Una mueca terrible llenó la holosfera. El capitán Wolmak notó la reacción de espanto de otra gente del puente.
El rostro del gran inquisidor aún estaba ensangrentado. Gritaba mostrando dientes rojos. Sus cuencas oculares estaban rasgadas y vacías, con jirones de tejido rasgado e hilillos de sangre.
Al principio el capitán Wolmak no entendió lo que decía, pero al fin comprendió el grito del cardenal.
—¡Nemes! ¡Nemes! ¡Nemes!
Los clones Nemes, Scylla y Briareus continúan rumbo al este. Los tres permanecen en cambio de fase, sin reparar en las abrumadora cantidad de energía que consumen. La energía llega de otra parte. No es su preocupación. Toda su existencia ha conducido a este momento.
Después del atemporal interludio de matanza bajo la puerta de Pargo Kaling, trepan a la torre y aferran los grandes cables de metal que sostienen el puente colgante. Atraviesan el mercado de Drepung, tres siluetas móviles desplazándose en un aire ambarino, dejando atrás siluetas humanas congeladas. En el mercado de Phari, los miles de estatuas humanas que compran, miran, ríen, discuten y se codean hacen sonreír a Nemes. Podría decapitarlos a todos en un santiamén. Pero ella tiene un objetivo.
En el empalme de la cablevía del risco Phari, los tres pasan a tiempo real, pues de lo contrario la fricción con el cable sería un problema.
«Scylla, la Vía Alta —transmite Nemes por la banda común—. Briareus, el puente medio. Yo cogeré la cablevía.»
Sus hermanos asienten y desaparecen con una vibración. El maestro cablero trata de impedir que Nemes se adelante a veintenas de pasajeros que aguardan en fila. Es una hora punta.
Rhadamanth Nemes arroja al maestro cablero de la plataforma. Una docena de hombres y mujeres airados se le acercan gritando, resueltos a vengarse. Nemes salta de la plataforma y coge el cable. No tiene polea, freno ni arnés. Cambia de fase sólo las palmas de sus manos inhumanas y se arroja hacia el risco K'un Lun. La airada muchedumbre se engancha al cable y la persigue, una docena, dos, más. Mucha gente le tenía simpatía al maestro cablero.
Nemes tarda la mitad del tiempo habitual en franquear el gran abismo que separa Phari de K'un Lun. Frena torpemente y se estrella contra la roca, cambiando de fase en el último momento. Saliendo de la cavidad que abrió en la roca del borde, camina hacia el cable.
Las poleas chirrían mientras sus perseguidores se deslizan por el cable. Hay más en el horizonte, abalorios negros en un cordel delgado. Nemes sonríe, cambia ambas manos de fase, las alza y corta el cable.
Le sorprende que sean pocos los hombres y mujeres condenados que gritan al desprenderse del cable y caer hacia la muerte.
Nemes trota hacia las cuerdas fijas, trepa y las corta todas: cuerdas de ascenso, de enganche, de seguridad, todo. Cinco miembros armados del distrito policial K'un Lun de Hsi wang-mu se le enfrentan en el risco, al sur del deslizadero. Cambia de fase sólo el brazo izquierdo y los arroja al vacío.
Mirando al noroeste, Nemes ajusta su visión infrarroja y telescópica y escruta el puente de bambú que conecta los promontorios de la Vía Alta entre los riscos de Phari y K'un Lun. El puente cae con un culebreo de varillas, lianas y cables, y su extremo inferior roza las nubes de fosgeno.
«Listo», transmite Briareus.
«¿Cuánta gente había encima cuando cayó?», pregunta Nemes.
«Mucha.» Briareus se desconecta.
Un segundo después llama Scylla. «Cayó el puente norte. Destruyo la Vía Alta mientras avanzo.»
«Bien —responde Nemes—. Te veré en Jo-kung.»
Los tres pasan a tiempo real mientras atraviesan la fisura de Jo-kung. Llueve levemente, y las nubes son densas como niebla estival. Nemes tiene el cabello pegado a la frente y nota que Scylla y Briareus tienen el mismo aspecto. La muchedumbre les cede el paso. La carretera que conduce al Templo Suspendido en el Aire está vacía.
Nemes encabeza la marcha cuando se acercan al último puente colgante, al pie de la escalera del templo. Éste tuvo que ser el primer artefacto reparado por Aenea, un tramo de veinte metros sobre una fisura angosta entre torres de dolomita, a mil metros de las rocas y nubes más bajas. Nubes monzónicas rodean la húmeda estructura.
Una figura borrosa se yergue en el borde del peñasco, más allá de las nubes, al otro lado del puente. Nemes pasa a imagen térmica y sonríe al ver que la figura alta no irradia calor. Usa el radar de su frente para estudiarla: tres metros de altura, púas, dedos filosos en cuatro manazas, un caparazón donde rebota el radar, hojas cortantes en el pecho y la frente, ninguna respiración, pinchos en los hombros y la frente.
«Perfecto», transmite Nemes.