«Perfecto», convienen Scylla y Briareus.
La figura que está del otro lado del puente no responde.
Llegamos a la montaña con muy pocos metros de margen. Una vez que nos desprendimos de la turbulencia, nuestro descenso fue continuo e irreversible. Sobre el mar de nubes había pocas corrientes ascendentes y muchas corrientes descendentes, y aunque recorrimos la primera mitad de los cien kilómetros en pocos minutos de emocionante aceleración, la segunda mitad fue de apabullante descenso. Por momentos pensábamos que llegaríamos con margen de sobra, por momentos que caeríamos en las nubes y ni siquiera advertiríamos que estábamos a punto de morir hasta que la cometa se precipitara al mar de ácido.
Caímos en las nubes, pero eran las nubes monzónicas, las nubes de vapor de agua, las nubes respirables. Los tres volábamos a la menor distancia posible, vela azul, vela amarilla, vela verde, casi tocándonos, más temerosos de perdernos y morir a solas que de chocarnos y caer juntos.
Aenea y yo teníamos las hebras de comunicaciones, pero sólo nos hablamos una vez durante ese emocionante descenso. La niebla estaba más tupida, y yo apenas veía su ala amarilla a mi izquierda, y pensaba:
Tuvo un hijo, se casó con otro, amó a otro.
Entonces oí la voz en mi traje.
—Raul.
—Sí, pequeña.
—Te amo, Raul.
Vacilé un segundo, pero el vacío emocional que me había succionado un instante antes desapareció en un torrente de afecto por mi joven amiga y amante.
—Y yo a ti, Aenea.
Descendimos en el aire turbio. Creí detectar un olor acre en el viento. ¿El linde de las nubes de fosgeno?
—¿Pequeña?
—Sí, Raul.
Su voz era un susurro en mis oídos. Ambos nos habíamos quitado la máscara osmótica, aunque podía protegernos del fosgeno. No sabíamos si A. Bettik podía respirar ese veneno. Si no podía, el tácito plan era cerrarnos la máscara con la esperanza de llegar al borde de la montaña antes de tocar el mar de ácido y sacar al androide del aire venenoso. Ambos sabíamos que era un plan endeble. Durante mi descenso inicial el radar de la nave me había mostrado que la mayoría de los montes caían a pico bajo la capa de fosgeno y a los pocos minutos de entrar en las nubes venenosas nos precipitaríamos al mar, pero era mejor tener un plan que sucumbir al destino. En el ínterin, ambos estábamos sin máscara, respirando aire fresco mientras podíamos.
—Pequeña, si sabes que esto no dará resultado, si has visto lo que crees es...
—¿Mi muerte? —concluyó ella. Yo no podría haberlo dicho en voz alta.
Asentí estúpidamente. Ella no podía verme a través de las nubes.
—Son sólo posibilidades, Raul. Aunque la que conozco como probabilidad mayor no es ésta. No te preocupes. No os habría pedido que vinierais conmigo si hubiera pensado eso.
—Lo sé —dije, alegrándome de que A. Bettik no pudiera oír esta conversación—. No pensaba en ello. —Había pensado que tal vez ella supiera que el androide y yo terminaríamos el viaje, pero ella no. Ahora no lo creía. Mientras mi destino siguiera enlazado con el suyo, podía aceptar cualquier cosa—. Sólo me preguntaba por qué huíamos de nuevo, pequeña. Estoy harto de huir de Pax.
—También yo. Créeme, Raul, eso no es todo lo que estamos haciendo. ¡Oh, mierda!
No es una cita memorable, tratándose de una mesías, pero pronto vi por qué gritaba. Una ladera rocosa había aparecido a veinte metros, y había grandes peñas entre cuestas de esquisto, y escarpas abruptas más abajo. A. Bettik encabezó el descenso, tirando de la barra de control, liberando las piernas de los aparejos y usando la cometa como paracaídas. Rebotó dos veces y bajó la cometa rápidamente, quitándose el arnés. Lhomo nos había mostrado que en lugares peligrosos y ventosos era importante desprenderse rápidamente de la paravela para no ser arrastrado. Y este lugar era definitivamente peligroso.
Aenea aterrizó en segundo lugar, y yo pocos segundos después. Mi aterrizaje fue el más torpe. Boté, rodé, me torcí el tobillo entre las piedras, caí de rodillas mientras la paravela chocaba contra una roca, curvando el metal y desgarrando la tela. La cometa trató de echarme hacia atrás, arrastrándome al fondo tal como Lhomo me había advertido, pero A. Bettik aferró las varillas de la izquierda, Aenea cogió el travesaño derecho un segundo después y lo estabilizaron el tiempo suficiente para que yo me librara del arnés y me alejara de ese destrozo, llevando mi mochila.
Aenea se arrodilló en las frías y húmedas rocas, aflojándome la bota y estudiando el tobillo.
—No creo que la torcedura sea grave —dijo—. Puede hincharse un poco, pero podrás caminar.
—Bien —dije estúpidamente, sólo consciente del contacto de sus manos con mi tobillo. Me sobresalté cuando me roció con un líquido frío de su kit médico.
Ambos me ayudaron a incorporarme. Juntamos nuestros bártulos y echamos a andar cuesta arriba cogidos del brazo, hacia donde resplandecían las nubes.
Subimos hacia la luz del sol en las cuestas sagradas de T'ai Shan. Yo me había quitado la capucha y la máscara del dermotraje, pero Aenea sugirió que me dejara el traje. Me puse la chaqueta térmica para sentirme menos desnudo, y noté que mi amiga hacía lo mismo. A. Bettik se frotaba los brazos y noté que el frío de esas alturas le había dejado la carne casi blanca.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
—Bien, M. Endymion. Aunque unos minutos más a esa altitud...
Miré las nubes donde habíamos abandonado las cometas.
—Supongo que no bajaremos de esta colina con las paravelas.
—Correcto —dijo Aenea—. Mira.
Habíamos salido de las rocas y cuestas de esquisto a unas vegas entre altos peñascos, prados entrecruzados por sendas de cigocabra y piedras. Arroyos helados saltaban sobre rocas, pero había puentes hechos de losas. Algunos pastores lejanos nos habían observado impasiblemente mientras subíamos. Ahora doblamos un recodo y miramos lo que sólo podían ser templos de piedra blanca sobre almenas grises. Los relucientes edificios —brillantes bajo la extensión de hielo blanco azulado y las cuestas de nieve que se extendían hasta perderse de vista en el cénit azul— parecían altares. Aenea señaló una gran piedra blanca junto al sendero, con este poema tallado en su cara lisa:
¿Con qué he de comparar el Gran Pico?
Su azulado verdor nunca se pierde de vista en las provincias circundantes.
Imbuido por el Forjador de Formas con el raudo poder de la divinidad,
bañado de sol y sombra, con sus cuestas divide el día de la noche.
Jadeando trepo hacia las nubes,
siguiendo con los ojos el vuelo de las aves.
un día llegaré a su cumbre incomparable,
y de un solo vistazo miraré todos los montes.
Tu Fu, dinastía T'ang,
China, Vieja Tierra.
Y así entramos en Tai’an, la Ciudad de la Paz. En las cuestas había veintenas de templos, cientos de tiendas, tabernas y hogares, un sinfín de pequeños altares y una bulliciosa calle llena de puestos cubiertos de toldos de lona brillante. La gente era encantadora —una palabra pobre, pero creo que es la única apropiada— y tenía cabello negro, ojos brillantes, dientes relucientes, piel saludable y orgullo y vigor en el porte y el andar. Las ropas eran de seda y algodón teñido, brillantes pero sencillas, y había muchos monjes de túnica anaranjada y roja. Habría comprendido que las multitudes nos mirasen con curiosidad —nadie visita Tai’an en los meses de los monzones—, pero todas las miradas que vi eran acogedoras y amables. Muchas personas saludaban a Aenea por el nombre y le tocaban la mano o la manga. Recordé que ella había visitado antes el Gran Pico.
Aenea señaló la gran lámina de roca blanca que cubría una ladera encima de la Ciudad de la Paz. En esa losa bruñida habían tallado lo que ella me explicó era el
Sutra del diamante
en enormes caracteres chinos: una de las obras centrales de la filosofía budista, que recordaba al monje y al viandante la naturaleza última de la realidad tal como estaba simbolizada en el vacío cielo azul. Aenea también señaló la Primera Puerta Celestial del linde de la ciudad, un gigantesco arco de piedra bajo un rojo techo de pagoda, con el primero de los veintisiete mil escalones que conducían a la Cumbre de Jade. Increíblemente, nos esperaban. En la gran gompa del centro de la Ciudad de la Paz, más de mil doscientos monjes de túnica roja estaban sentados pacientemente con las piernas cruzadas, aguardando a Aenea. El lama residente la saludó con una profunda reverencia. Ella ayudó al hombre a incorporarse y lo abrazó, y A. Bettik y yo nos sentamos en un lado de la tarima baja mientras Aenea hablaba brevemente ante la expectante multitud.
—La primavera pasada dije que regresaría en esta época —dijo con voz clara—, y es grato a mi corazón veros de nuevo. Sé que aquellos que comulgaron conmigo durante mi última visita han descubierto lo que significa aprender el idioma de los muertos, aprender el idioma de los vivos y, en algunos casos, oír la música de las esferas. Pronto, os prometo, aprenderéis a dar ese primer paso.
»Éste es un día triste en muchos sentidos, pero nuestro futuro rebosa de cambio y optimismo. Me honra que me hayáis permitido ser vuestra maestra. Me honra que hayamos compartido la exploración de un universo que es inimaginablemente rico. —Hizo una pausa y nos miró a A. Bettik y a mí—. Estos son mis compañeros, mi amigo A. Bettik y mi amado Raul Endymion. Ellos han compartido todas las penurias del viaje más largo de mi vida, y compartirán la peregrinación de hoy. Cuando hoy partamos, pasaremos por las tres Puertas Celestiales, entraremos en la Boca del Dragón y, si así lo quieren Buda y los hados del caos, visitaremos a la Princesa de las Nubes Azules y veremos el Templo del Emperador de Jade.
Aenea hizo otra pausa y miró las cabezas rapadas y los ojos oscuros y brillantes. Vi que no se trataba de fanáticos religiosos, de sirvientes obtusos o de ascetas masoquistas, sino de jóvenes alertas, inteligentes, inquisitivos. Digo «jóvenes», pero entre los rostros lozanos y juveniles había muchos con barba gris y arrugas.
—Mi querido amigo, el lama, me ha dicho que hoy muchos desean compartir la comunión con el Vacío Que Vincula —dijo Aenea.
Un centenar de monjes de las filas delanteras se puso de rodillas.
Aenea asintió.
—Así será —murmuró. El lama trajo jarras de vino y copas de bronce. Antes de llenar las copas o pincharse el dedo para extraer sangre, Aenea dijo—: Pero antes de compartir esta comunión, debo recordaros que este cambio es físico, no espiritual. Vuestra búsqueda individual de Dios o la Iluminación debe seguir siendo eso... vuestra búsqueda individual. Este momento de cambio no traerá
satori
ni salvación. Sólo traerá cambio.
Mi joven amiga alzó un dedo, el dedo que iba a pinchar.
—En las células de mi sangre hay singulares configuraciones de ADN y ARN, junto con ciertos agentes virales que invadirán vuestro cuerpo, empezando por el revestimiento del estómago y terminando en cada célula del cuerpo. Estos virus invasores son somáticos, es decir, serán transmitidos a vuestros hijos.
»He enseñado a vuestros maestros, y ellos os han enseñado a vosotros, que estos cambios físicos os permitirán, con cierto adiestramiento, tocar más directamente el Vacío Que Vincula, aprendiendo así el idioma de los muertos y los vivos. Con el tiempo, con más experiencia y adiestramiento, podréis oír la música de las esferas y dar un paso hacia otra parte. —Alzó más el dedo—. Esto no es metafísica, queridos amigos. Es un agente viral mutante. Sabed que nunca podréis usar el cruciforme de Pax, ni podrán hacerlo vuestros hijos ni los hijos de sus hijos. Este cambio básico en el alma de vuestros genes y cromosomas os excluirá para siempre de esa forma de longevidad física.
»Esta comunión no os ofrece inmortalidad, queridos amigos. Asegura que la muerte sea nuestro final común. Insisto, no ofrezco vida eterna ni
satori
instantáneo. Si éstas son las cosas que buscáis, debéis hallarlas en vuestra propia búsqueda religiosa. Yo sólo ofrezco un ahondamiento de la experiencia humana de la vida y un contacto con los otros, humanos o no, que han compartido ese compromiso con el vivir. No habrá vergüenza si ahora cambiáis de parecer. Pero habrá deber, incomodidad y gran peligro para quienes compartan esta comunión y así se conviertan a su vez en maestros del Vacío Que Vincula, así como en portadores de este nuevo virus de la elección humana.
Aenea esperó, pero ninguno de los cien monjes se marchó. Todos permanecieron de rodillas, la cabeza gacha.
—Así sea —dijo Aenea—. Mis mejores deseos.
Y se pinchó el dedo, vertiendo una gota de sangre en cada copa de vino sostenida por el anciano lama.
En pocos minutos los cien monjes pasaron las copas por sus filas, bebiendo apenas un sorbo. Yo me levanté, resuelto a ir al extremo de una fila y participar en la comunión, pero Aenea me llamó con una seña.
—Todavía no, querido —me susurró al oído, tocándome el hombro.
Sentí la tentación de discutir —¿por qué se me excluía de esto?—, pero regresé junto a A. Bettik.
Me incliné para susurrarle al androide:
—Tú no has participado en esta comunión, ¿verdad?
El hombre azul sonrió.
—No, M. Endymion. Y nunca lo haré.
Estaba por preguntarle por qué, pero en ese momento la comunión terminó, los mil doscientos monjes se pusieron de pie, Aenea caminó entre ellos, hablando y tocando manos, y por su mirada vi que era hora de partir.
Nemes, Scylla y Briareus miran al Alcaudón a través del puente colgante, sin cambiar de fase, mirando a su enemigo en tiempo real.
«Es ridículo —transmite Briareus—. Un coco infantil. Púas, espinas y dientes. Qué tontería.»
«Cuéntaselo a Gyges —responde Nemes—. ¿Listos?»
«Lista», dice Scylla.
«Listo», dice Briareus.
Los tres cambian de fase al unísono. Nemes ve que el aire se vuelve espeso, la luz un jarabe sepia, y sabe que aunque el Alcaudón ahora haga lo obvio —cortar los soportes del puente colgante— no importará: en tiempo rápido, el puente tardará siglos en empezar a caer, tiempo suficiente para que el terceto lo cruce mil veces.
Uno por uno, con Nemes a la cabeza, cruzan.
El Alcaudón no cambia de posición. Su cabeza no se mueve para seguirlos. Sus ojos rojos despiden un brillo opaco, como vidrio carmesí reflejando el crepúsculo.
«Aquí hay algo raro», transmite Briareus.