Dem Loa no ocultó su asombro.
—¿Mandas a los monjes, a los hombres?
—Les instruyo —dijo la Dorje Phamo. El viento le agitaba el cabello gris.
—Es lo mismo que mandarles —rió Dem Loa—. Bienvenida, Dorje Phamo. —Se volvió hacia Aenea—. ¿Te quedarás con nosotros, niña? ¿O sólo nos tocarás y seguirás viaje, como predicen nuestras profecías?
—Debo seguir viaje —dijo Aenea—. Pero me gustaría dejar aquí a la Dorje Phamo, como vuestra aliada y enlace.
Dem Loa asintió.
—Es un lugar peligroso —le dijo a la Marrana del Rayo.
La Dorje Phamo sonrió. La fuerza de ambas mujeres era casi una energía palpable en el aire.
—Bien —dijo Dem Loa. Me abrazó—. Sé amable con tu amada, Raul Endymion. Sé bondadoso con ella en las horas que os otorguen los ciclos de la vida y del caos.
—Lo seré —dije.
Dem Loa le dijo a Aenea:
—Gracias por venir, niña. Era nuestro deseo. Era nuestra esperanza.
Las dos mujeres se abrazaron de nuevo. Me sentí súbitamente tímido, como si hubiera llevado a Aenea a casa para presentarle a mi madre o a Grandam.
La Dorje Phamo nos tocó a ambos para bendecirnos.
—
Kale pe a
—le dijo a Aenea.
Nos alejamos en la tormenta de polvo y nos libreyectamos en un fogonazo de luz blanca. En la tranquilidad del puente del
Yggdrasill
, le dije a Aenea:
—¿Qué fue lo que dijo?
—
Kale pe a
—repitió mi amiga—. Es una antigua despedida tibetana que se usa cuando una caravana se dispone a escalar los picos altos. Significa: «Anda despacio si deseas regresar.»
Y así seguimos por un centenar de mundos. Cada visita era breve, pero cada despedida era conmovedora. No sé cuántos días y noches pasamos en este viaje final con Aenea. Nos libreyectábamos hacia abajo, regresábamos, la nave arbórea entraba en la luz y emergía en otra parte. Cuando nos vencía la fatiga, el
Yggdrasill
vagaba en el espacio durante horas mientras los ergs descansaban y los demás tratábamos de dormir.
Recuerdo por lo menos tres de estos períodos de sueño, así que quizá viajamos sólo tres días y tres noches. O quizá viajamos una semana o más y sólo dormimos tres veces. Pero recuerdo que Aenea y yo dormimos poco y nos amamos tiernamente, como si cada vez fuera la última.
Durante uno de estos breves interludios le pregunté:
—¿Por qué haces esto, pequeña? No sólo para que todos podamos ser como los éxters y recibir la luz del sol en nuestras alas... Fue hermoso, sí, pero me gustan los planetas. Me gusta el suelo bajo mis botas. Me gusta ser humano, ser un hombre.
Aenea rió y me tocó la mejilla. Recuerdo que la luz era tenue pero podía verle la transpiración entre los pechos.
—A mí también me gusta que seas un hombre, Raul, amor mío.
—Quiero decir...
—Sé lo que quieres decir —susurró Aenea—. A mí también me gustan los planetas. Y me gusta ser humana, ser sólo una mujer. No hago lo que debo hacer sólo en nombre de una evolución utópica, para que los humanos sean ángeles éxters o los empatas seneschai.
—¿Entonces?
—Sólo por la posibilidad de elegir. Sólo por la oportunidad de seguir siendo humana, al margen de lo que esto signifique para cada persona que elige.
—¿Elegir de nuevo?
—Sí. Aunque signifique elegir lo mismo de antes. Aunque signifique elegir Pax, el cruciforme y la alianza con el Núcleo.
No comprendí, pero en ese momento me interesaba más abrazarla que comprender.
Al cabo de momentos de silencio, Aenea dijo:
—Raul, también yo amo el suelo bajo las botas, el susurro del viento en la hierba. ¿Harías algo por mí?
—Cualquier cosa —le aseguré.
—Si muero antes que tú, ¿llevarías mis cenizas a Vieja Tierra y las esparcirías en el lugar donde fuimos más felices?
Si me hubiera apuñalado el corazón, no me habría dolido tanto.
—Dijiste que podía quedarme contigo —dije al fin, desorientado e irritado—. Que podía ir a cualquier parte contigo.
—Y lo decía en serio, amor. Pero si te precedo en el camino de la muerte, ¿harás eso por mí? Espera unos años, y luego esparce mis cenizas en el lugar de Vieja Tierra donde fuimos más felices.
Sentí ganas de estrujarla hasta hacerla gritar. Hasta hacer que renunciara a su petición. En cambio susurré:
—¿Cómo demonios volveré a Vieja Tierra? Está en la Nube Magallánica Menor, ¿verdad? Ciento sesenta mil años-luz de distancia, ¿verdad?
—Sí.
—¿Reabrirás los portales teleyectores para que pueda regresar allá?
—No. Esas puertas se han cerrado para siempre.
—¿Entonces cómo diablos esperas que...? —Cerré los ojos—. No me pidas esto, Aenea.
—Ya te lo he pedido, amor.
—Pídeme en cambio que muera contigo.
—No. Te estoy pidiendo que vivas para mí. Que hagas esto por mí.
—Mierda.
—¿Eso significa sí, Raul?
—Eso significa mierda. Odio a los mártires. Odio la predestinación. Odio las historias de amor con final triste.
—También yo —susurró Aenea—. ¿Harás esto por mí?
Chasqueé la lengua.
—¿El lugar de Vieja Tierra donde fuimos más felices? —dije al fin—. Te refieres a Taliesin Oeste, porque no fuimos juntos a muchas partes.
—Ya te darás cuenta —susurró Aenea—. Ahora durmamos.
—No quiero dormirme —rezongué.
Ella me rodeó con los brazos. Había sido delicioso dormir juntos en gravedad cero en el Árbol Estelar. Era incluso más delicioso dormir juntos en la cama de nuestro cubículo privado, en el pequeño campo gravitatorio del
Yggdrasill
. No podía concebir un momento en que tendría que dormir sin ella.
—Conque esparcir tus cenizas, ¿eh? —susurré al fin.
—Sí —murmuró Aenea, más dormida que despierta.
—Pequeña, mi querida, mi amor, eres una zorra morbosa.
—Sí. Pero soy tu zorra morbosa.
Nos dormimos, pero sólo al cabo de un largo rato.
En nuestro último día, nos libreyectamos a un sistema estelar con una enana roja clase M3 en el centro y un mundo semejante a la Tierra.
—No —dijo Rachel cuando nuestro pequeño grupo se reunió en el puente.
Los trescientos nos habían abandonado uno por uno, los muchos discípulos de Aenea se habían esparcido por los mundos de Pax como botellas arrojadas al mar pero sin sus mensajes. Ahora quedaban el padre De Soya, Rachel, Aenea, el capitán Het Masteen, A. Bettik, algunos clones tripulantes, los ergs y yo. Y el Alcaudón, silencioso e inmóvil en su alta plataforma.
—No —repitió Rachel—. He cambiado de parecer. Quiero seguir contigo.
Aenea se levantó con los brazos cruzados. Había permanecido callada esa larga mañana.
—Como desees. Tú sabes que no te exigiría semejante cosa, Rachel.
—Maldita seas —murmuró Rachel.
—Sí —dijo Aenea.
Rachel apretó los puños.
—Joder, ¿alguna vez terminará todo esto?
—¿A qué te refieres?
—Tú sabes a qué me refiero. Mi padre, mi madre, tu madre... sus vidas llenas de esto. Mi vida... vivida dos veces... siempre luchando contra este enemigo invisible. Corriendo y esperando. Yendo y viniendo por el tiempo como un trompo fuera de control.
Aenea esperó.
—Una petición —dijo Rachel. Me miró a mí—. No quiero ofenderte, Raul. He llegado a simpatizar contigo. ¿Pero podría Aenea llevarme sola a Mundo de Barnard?
—Ningún problema —dije.
Rachel suspiró.
—De nuevo en este mundo retrógrado... maizales, crepúsculos y villorrios con casitas blancas y amplios porches. Me aburría cuando tenía ocho años.
—Lo amabas cuando tenías ocho años —dijo Aenea.
—Sí, es verdad —admitió Rachel. Estrechó la mano del sacerdote, la de Het Masteen, la mía.
Y, recordando los más oscuros pasajes de los
Cantos
del viejo poeta, recordando cómo me hacían reír cuando Grandam me obligaba a repetirlos verso por verso, preguntándome si alguna vez la gente había dicho esas cosas, le dije a Rachel:
—Nos vemos, caimán.
La joven me miró extrañamente, sus ojos verdes iluminados por el fulgor del mundo que colgaba sobre nosotros.
—Hasta luego, cocodrilo —respondió.
Cogió la mano de Aenea y se marcharon. Al no viajar con Aenea, no vi ningún destello, sólo una repentina... ausencia.
Aenea regresó a los cinco minutos.
Het Masteen se apartó de los controles y entrelazó las manos dentro de las mangas de su túnica.
—¿Adonde?
—Sistema de Pacem, por favor, Verdadera Voz del Árbol Het Masteen.
El templario no se movió.
—Querida amiga y maestra, sabrás que Pax ha traído la mitad de sus naves de combate al sistema del Vaticano.
Aenea miró las hojas susurrantes del bello árbol donde viajábamos. Un kilómetro detrás de nosotros, el fulgor del motor de fusión nos sacaba lentamente del pozo de gravedad de Mundo de Barnard. Ninguna nave de Pax nos había molestado aquí.
—¿Los ergs podrán sostener los campos hasta que lleguemos cerca de Pacem? —preguntó.
El capitán sacó las manos de la túnica y extendió las palmas.
—Es dudoso. Están exhaustos. Estos ataques los han agotado...
—Lo sé. Y lo lamento mucho. Sólo tendrás que estar dentro del sistema un par de minutos. Tal vez, si aceleras ahora y estás preparado para maniobrar a toda máquina cuando aparezcamos en el sistema de Pacem, la nave pueda partir antes que los campos se sobrecarguen.
—Lo intentaremos —dijo Het Masteen—. Pero debes estar preparada para libreyectarte de inmediato. La vida de la nave arbórea podrá medirse en minutos una vez que lleguemos.
—Primero debemos despachar la nave del cónsul —dijo Aenea—. Tendremos que hacerlo aquí y ahora. Sólo unos momentos, Het Masteen.
El templario asintió y volvió a concentrarse en los controles.
—Ah, no —dije cuando Aenea se volvió hacia mí—. No iré a Hyperion en la nave.
Aenea pareció sorprendida.
—¿Pensabas que te mandaría a otra parte después de decir que podías acompañarme?
Me crucé de brazos.
—Hemos visitado la mayoría de los mundos de Pax y del Confín... excepto Hyperion. No sé qué planeas, pero no puedo creer que excluyas nuestro mundo natal.
—No lo haré. Pero no nos libreyectaremos allá.
No comprendí.
—A. Bettik —dijo Aenea—, la nave pronto estará preparada para partir. ¿Tienes la carta que le escribí al tío Martin?
—Sí, M. Aenea —dijo el androide. El hombre de tez azul no parecía feliz, pero tampoco angustiado.
—Por favor, mándale mi amor —dijo Aenea.
—Espera, espera —dije—. ¿A. Bettik es tu... representante en Hyperion?
Aenea se frotó la mejilla. Intuí que estaba más cansada de lo que yo podía imaginar, pero guardando fuerzas para algo más importante.
—¿Mi representante? ¿Como Rachel, Theo, la Dorje Phamo, George y Jigme?
—Sí. Y los otros trescientos.
—No. A. Bettik no será mi representante en Hyperion. No en ese sentido. Y la nave del cónsul debe pagar una enorme deuda temporal con su motor Hawking. No llegará hasta dentro de unos meses de nuestro tiempo.
—¿Entonces quién es tu representante, tu enlace en Hyperion? —pregunté, seguro de que ese mundo no quedaría excluido.
—¿No lo adivinas? —Mi amiga sonrió—. El querido tío Martin. El poeta y crítico vuelve a ser un actor en esta incesante partida de ajedrez con el Núcleo.
—Pero todos los demás comulgaron contigo...
Comprendí.
—Sí —dijo Aenea—. Cuando yo aún era niña, el tío Martin entendió. Bebió el vino. No le costó adaptarse... ha oído el idioma de los muertos y de los vivos durante siglos, a su manera de poeta. Así escribió los
Cantos
. Por eso pensaba que el Alcaudón era su musa.
—¿Entonces por qué A. Bettik llevará la nave allá? ¿Sólo para transmitir tu mensaje?
—Más que eso. Si todo sale bien, veremos. —Abrazó al androide y él le palmeó la espalda con su única mano.
Un momento después, abrumado por la emoción, estreché esa mano azul.
—Te echaré de menos —dije estúpidamente.
El androide me miró, asintió con un gesto y caminó hacia la nave.
—A. Bettik —llamé cuando estaba a punto de abordarla.
Esperó mientras yo corría a buscar algo entre mis escasas pertenencias y regresaba.
—¿Quieres llevar esto? —dije, entregándole el tubo de cuero.
—La alfombra voladora —dijo A. Bettik—. Sí, desde luego, M. Endymion. Me alegrará conservarla hasta que nos veamos de nuevo.
—Y si no nos vemos de nuevo... —Me interrumpí. Iba pedirle que se la diera a Martin Silenus, pero sabía por mis propias visiones que el poeta estaba al borde de la muerte—. Si no nos vemos de nuevo, A. Bettik, conserva la alfombra como recuerdo de nuestro viaje. Y de nuestra amistad.
A. Bettik me miró otro instante, asintió de nuevo con un gesto y abordó la nave del cónsul. Yo esperaba que la nave dijera sus adioses, llenos de imprecisiones e inexactitudes, pero simplemente deliberó con los ergs de la nave arbórea, se elevó con los repulsores hasta salir del campo de contención y se alejó en baja potencia hasta estar a distancia segura.
Su estela de fusión era tan brillante que me hizo lagrimear mientras aceleraba perdiéndose de vista. Hubiera deseado de todo corazón regresar a Hyperion con Aenea y A. Bettik, dormir durante días en la gran cama del ápice de la nave, escuchar música en el Steinway y nadar en cero g sobre el mirador...
—Tenemos que irnos —le dijo Aenea a Het Masteen—. Por favor, prepara a los ergs para cualquier eventualidad.
—Como desees, reverenciada La Que Enseña —dijo la Verdadera Voz del Árbol.
—Otra cosa...
El templario aguardó nuevas órdenes.
—Gracias, Het Masteen —dijo Aenea—. En nombre de todos los que viajaron contigo en esta travesía y todos los que narrarán el viaje durante generaciones, gracias, Het Masteen.
El templario se inclinó y volvió a sus controles.
—Motor de fusión a toda máquina, punto nueve dos. Preparar maniobras evasivas. Prepararse para sistema de Pacem —les dijo a sus amados ergs, que rodeaban la invisible singularidad a un kilómetro de distancia—. Prepararse para sistema de Pacem.
El padre De Soya se acercó y cogió la mano de Aenea. Con la mano derecha, murmuró una bendición para el templario y los clones tripulantes: