Lo cual me aseguraba que el árbol estaba irradiando la cantidad de luz solar necesaria, basándose en la masa y la luminosidad, mientras el erg aportaba plasma heliosférico y realimentación magnética para llevarnos a un delta y casi cero antes que chocáramos con las ramas principales o cortáramos el campo de contención.
Aenea y yo seguimos a los éxters, usando las alas tal como ellos, subiendo y planeando, frenando y abriéndolas para recibir luz solar directa y acelerar de nuevo, revoloteando entre las ramas externas, elevándonos sobre la capa externa del Árbol Estelar, zambulléndonos de nuevo entre las ramas, plegando las alas para pasar entre las vainas o puentes cubiertos más allá de los campos de contención, sobrevolando laboriosos calamares espaciales cuyos tentáculos eran diez veces más largos que la nave del cónsul que ahora desaceleraba entre las hojas, abriendo de nuevo las alas para pasar entre cardúmenes de plaquetas akerataeli, que parecían saludarnos al pasar.
Había una enorme rama-plataforma debajo del campo de contención. No sabía si las alas funcionarían a través del campo, pero Palou Koror lo atravesó con un fogonazo, como una grácil nadadora hendiendo el agua, seguida por Drivenj Nicaagat, Lhomo y Aenea. Fui tras ellos, plegando las alas mientras atravesaba la barrera energética y descendía en medio del aire, el sonido, el aroma y las brisas frescas.
Aterrizamos en la plataforma.
—Muy bien por ser un primer vuelo —dijo Palou Koror, con voz sintetizada para la atmósfera—. Queríamos compartir un momento de nuestras vidas con vosotros.
Aenea desactivó el dermotraje en la cara, convirtiéndolo en un cuello de mercurio fluido. Los ojos le brillaban con insólita vitalidad. Tenía un rubor en la tez y el cabello húmedo de sudor.
—¡Maravilloso! —exclamó, cogiéndome la mano—. Maravilloso... gracias. Gracias, gracias, gracias, ciudadano Nicaagat, ciudadana Koror.
—El gusto fue nuestro, reverenciada La Que Enseña —dijo Nicaagat con una inclinación.
Vi que el
Yggdrasill
estaba amarrado al Árbol Estelar, y el tronco y las ramas de la nave arbórea se fusionaban perfectamente con las ramas de la Biosfera. Sólo atiné a verla porque la nave del cónsul acababa de atracar y un calamar obrero la introducía lentamente en una vaina de almacenamiento. Los clones tripulantes trabajaban febrilmente, llevando provisiones y cubos de Moebius a la nave arbórea de Het Masteen, y veintenas de tallos umbilicales de soporte vital y tallos conectores unían el Árbol Estelar con la nave arbórea.
Aenea no me había soltado la mano. Cuando miré a mi amiga, ella se inclinó para besarme los labios.
—¿Te imaginas, Raul? Millones de éxters viviendo en el espacio, viendo esa energía todo el tiempo, volando semanas y meses en los espacios vacíos, desplazándose por los rápidos de la magnetoesfera y los vórtices que rodean los planetas, cabalgando en las ondas de choque del plasma del viento solar, a diez UA o más, y luego volando más lejos, hasta el límite de la heliopausa, a cien UA de la estrella, hasta donde el viento solar termina y comienza el medio interestelar. Oyendo el susurro y el murmullo del océano del universo. ¿Te lo imaginas?
—No —dije. No podía. No sabía de qué estaba hablando.
A. Bettik, Rachel, Theo, Kassad y los demás bajaron de una liana de tránsito. Rachel traía ropa para Aenea. A. Bettik me traía mi ropa.
Los éxters y otros rodearon de nuevo a mi amiga, exigiendo respuestas a preguntas urgentes, pidiendo la aclaración de ciertas órdenes, informando sobre el inminente lanzamiento de la nave Gedeón. La presión de los demás nos apartó.
Aenea me miró y me saludó. Alcé la mano para devolverle el saludo, pero ella se había ido.
Esa noche varios cientos de nosotros abordamos una vaina de transporte impulsada por un calamar, íbamos hasta un sitio que estaba miles de kilómetros al noroeste, por encima del plano de la eclíptica, a lo largo de la capa interna del Árbol Estelar, pero el viaje duró menos de treinta minutos porque el calamar tomó un atajo, trazando un arco en el espacio desde nuestro sector de la esfera.
La arquitectura de vainas vivientes y plataformas comunitarias, torres y puentes de este sector del árbol, todavía tan cerca de nuestra región según las pautas geográficas de esta enorme estructura, parecía diferente, más imponente, más barroca, más alienígena, y los éxters y templarios hablaban en otro dialecto, mientras que los éxters adaptados al espacio se adornaban con estrías de color vibrante que yo no había visto antes. Había diferentes aves y bestias en las zonas atmosféricas, peces exóticos nadando en el aire brumoso, grandes rebaños de criaturas similares a las orcas de Vieja Tierra, con brazos cortos y manos elegantes. Y esto estaba a sólo miles de kilómetros de la región que conocía. Me costaba imaginar la diversidad de culturas y formas de vida de la Biosfera. Por primera vez comprendí lo que Aenea y los demás me habían dicho una y otra vez: que la superficie interna de los sectores de la Biosfera concluida superaba el total de todas las superficies planetarias descubiertas por la humanidad en los últimos mil años de vuelo interestelar. Cuando el Árbol Estelar estuviera terminado y la Biosfera interna activada, el volumen de espacio habitable excedería todos los mundos habitables de la galaxia de la Vía Láctea.
Fuimos recibidos por funcionarios, agasajados en atestadas plataformas de un sexto de g entre cientos de dignatarios éxters y templarios, y llevados a una vaina tan grande que parecía una luna pequeña.
Había una muchedumbre de cientos de miles de éxters y templarios, con unos cientos de seneschai aluit y multitudes de akerataeli cerca de la tarima central. Comprendí que los ergs habían sintonizado el campo de contención interna en un cómodo sexto de g, atrayendo a todos hacia la superficie de la esfera, pero luego noté que los asientos continuaban arriba y en el interior de la esfera. Estimé que la muchedumbre ascendía a un millón.
El ciudadano éxter Navson Hamnim y el templario Ket Rosteen presentaron a Aenea, diciendo que traía consigo el mensaje que su gente había aguardado durante siglos.
Mi joven amiga caminó hasta el podio, mirando en torno, como fijando los ojos en cada ocupante de ese vasto espacio. El sistema de sonido era tan sofisticado que podríamos haber oído si tragaba saliva o respiraba. Mi amada estaba en calma.
—Elige de nuevo —dijo Aenea. Dio media vuelta, se alejó del podio y bajó hacia los cálices dispuestos sobre la larga mesa.
Cientos de nosotros donamos gotas de nuestra sangre mientras los cálices de vino circulaban entre las multitudes expectantes. No había manera de que un millón de éxters y templarios pudieran ser atendidos por los pocos cientos de nosotros que ya habíamos comulgado con Aenea, pero los asistentes cogieron unas gotas con lancetas esterilizadas, trasladaron las gotas al depósito de vino, veintenas de ayudantes pusieron cálices bajo los grifos, y al cabo de una hora los que deseaban comulgar habían recibido el vino con la sangre. La gran esfera comenzó a vaciarse.
Nada se había dicho después de las tres palabras de Aenea. Por primera vez en ese día largo, interminable, hubo silencio en la vaina de transporte que nos llevaba a casa... es decir, a nuestra región del Árbol Estelar, a la sombra del
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, destinado a partir dentro de veinte horas.
Yo me sentía como un fraude. Había bebido el vino casi veinticuatro horas antes, pero no había sentido nada en ese día, salvo mi habitual amor por Aenea. Mejor dicho, mi inusitado, singular, incomparable amor por Aenea.
Las multitudes que deseaban beber habían bebido. La gran esfera se había vaciado, y aun los que no habían comulgado guardaban silencio, o bien decepcionados por el breve discurso de mi amada, o bien sumidos en sus reflexiones.
Abordamos la vaina de transporte para regresar a nuestra región del Árbol Estelar y callamos salvo para las comunicaciones imprescindibles.
No era el silencio de la incomodidad o la frustración, sino el pasmado silencio que signaba el final de una etapa de nuestra vida y el comienzo de otra, o la esperanza de un comienzo.
Elige de nuevo. Aenea y yo hicimos el amor en la vaina penumbrosa, a pesar de nuestra fatiga y la hora tardía. Hicimos el amor lenta y tiernamente, con una dulzura casi insoportable.
Elige de nuevo
. Eran las palabras que resonaban en mi mente cuando me dormí.
Elige de nuevo.
Comprendí. Yo elegía a Aenea y la vida con Aenea. Y creo que ella me había elegido a mí.
Y la elegiría de nuevo, y ella me elegiría de nuevo mañana, y pasado mañana, y en cada hora de cada nuevo día.
Elige de nuevo
. Sí, sí.
Mi nombre es Jacob Schulmann. Escribo esta carta a mis amigos de Lodz:
Mis muy queridos amigos, antes de escribir deseaba confirmar lo que había oído. Lamentablemente, para nuestro gran dolor, ahora lo sabemos todo. Hablé con un testigo que escapó. Me lo contó todo. Los exterminan en Chelmno, cerca de Dombie, y los entierran en el bosque de Rzuszow. Matan a los judíos de dos maneras, a tiros y con gas. Acaba de suceder con miles de judíos de Lodz. No penséis que esto está escrito por un demente. Ay, es la trágica, horrenda verdad.
«¡Horror, horror! Hombre, rasga tus vestiduras, cubre tu cabeza con cenizas, corre por las calles y baila en tu locura.» Estoy tan cansado que mi pluma ya no puede escribir. ¡Creador del universo, ayúdanos!
Escribo la carta el 19 de enero de 1942. Pocas semanas después, durante un deshielo de febrero en que un falso aroma primaveral impregna los campos que rodean nuestra ciudad de Grabow, cargan en camiones a los hombres del campamento. Algunos camiones tienen pintadas brillantes imágenes de árboles tropicales y animales de la selva. Son los camiones de los niños, los que usaron el verano pasado para llevarse a los niños del campamento. La pintura se ha desdibujado con el invierno, y los alemanes no se han molestado en retocarla, así que las alegres imágenes parecen desvanecerse como los sueños del verano pasado.
Nos trasladan quince kilómetros, hasta Chelmno, que los alemanes llaman Kulmhof. Aquí nos ordenan que bajemos de los camiones y hagamos nuestras necesidades en el bosque. No puedo hacerlo, pues los guardias y los otros hombres me miran, pero finjo que he orinado y me abotono los pantalones.
Nos vuelven a subir a los camiones y nos llevan a un viejo castillo. Aquí nos ordenan bajar, nos conducen por un patio lleno de ropa y zapatos y nos llevan a un sótano. En la pared del sótano, está escrito en yiddish: «Nadie sale vivo de aquí.» Hay cientos de nosotros en el sótano, todos hombres, todos polacos, la mayoría oriundos de las aldeas cercanas como Gradow y Kolo, pero muchos de Lodz. El aire huele a humedad, podredumbre, piedra fría y rocío.
Al cabo de unas horas, cuando la luz se desvanece, salimos vivos del sótano. Han llegado más camiones, camiones más grandes, con puertas dobles. Estos camiones son verdes. No tienen pinturas en los flancos.
Los guardias abren las portezuelas y veo que la mayoría de estos camiones están abarrotados, con setenta u ochenta hombres en cada uno. No reconozco a ninguno de esos hombres.
Los alemanes nos empujan, nos golpean, nos arrean. Muchos de los hombres que conozco lloran, así que los guío en la plegaria mientras nos encierran en los pestilentes camiones. Shema Israel, rezamos. Todavía estamos rezando cuando cierran las puertas.
Fuera, los alemanes les gritan al conductor polaco y sus ayudantes polacos. Un ayudante grita «¡Gas!» en polaco y se oye el ruido de un tubo o manguera acoplándose bajo nuestro camión. El motor arranca de nuevo con un rugido.
Algunos de los que me rodean continúan rezando conmigo, pero la mayoría de los hombres se pone a gritar. El camión empieza a moverse, muy despacio. Sé que nos llevan a la angosta carretera de asfalto que los alemanes construyeron desde Chelmno hasta el bosque. Todos los aldeanos se extrañaron de esto, porque la carretera no conduce a ninguna parte. Se detiene en el bosque, y la carretera se ensancha para que los camiones tengan espacio para virar. Pero allí no hay nada salvo el bosque y los hornos que los alemanes ordenaron construir y las fosas que los alemanes ordenaron cavar. Los judíos del campamento que trabajaron en esa carretera y cavaron las fosas y ayudaron a construir los hornos en el bosque nos lo han contado. No les creímos cuando nos lo contaron, y luego se los llevaron.
El aire se espesa. Los gritos crecen. Me duele la cabeza. Cuesta respirar. Mi corazón palpita ferozmente. Sostengo las manos de un niño que está a mi izquierda, y de un viejo que está a mi derecha. Ambos rezan conmigo.
Alguien canta por encima de los gritos, en yiddish, con voz de barítono formada para la ópera:
Dios mío, Dios mío,
¿por qué nos has abandonado?
Hemos sido arrojados antes al fuego,
pero jamás hemos negado Tu Ley Sagrada.
¡Aenea! Dios mío. ¿qué?
Shh. Está bien, querido. Estoy aquí.
Yo no... ¿qué?
Mi nombre es Kaltryn Cateyen Endymion y soy la esposa de Trorbe Endymion, que murió hace cinco meses locales en un accidente de caza. También soy la madre del niño llamado Raul, que ahora tiene tres años de Hyperion, y juega junto a la fogata de la caravana mientras sus tías lo cuidan.
Subo por la colina herbosa del valle donde las carretas se han detenido a pasar la noche. Hay algunos triálamos a orillas del arroyo, pero aparte de eso no hay nada en los pantanos salvo hierba corta, brezo, juncos, rocas, piedras y liquen. Y ovejas. Cientos de las ovejas de la caravana son visibles y audibles en las colinas del este mientras el perro las arrea.
Grandam —la abuela— remienda ropa en una protuberancia rocosa con una majestuosa vista del valle. Hay una bruma hacia el oeste, lo cual significa aguas abiertas, el mar, pero el mundo inmediato está limitado por los brezales, el cielo nocturno color lapislázuli, las estrías de los meteoros que cruzan ese cielo, el susurro del viento en la hierba. Me siento en una roca junto a Grandam. Es la madre de mi difunta madre, y su rostro es nuestro rostro pero más viejo, la piel curtida, el cabello blanco, huesos firmes en una cara fuerte, nariz afilada, ojos castaños con arrugas en las comisuras.
—Al fin has vuelto —dice la anciana—. ¿Estuvo bien el viaje a casa?
—Sí —digo—. Tom nos llevó por la costa desde Puerto Romance, y luego por la carretera del Pico en vez de pagar el peaje del ferry en los Marjales. Nos alojamos en la posada Benbroke la primera noche, acampamos junto al Suiss la segunda.