El éxter cogió el mensaje. Yo aún no sabía leer sus expresiones faciales, pero noté que algo lo incomodaba. Tal vez era una forma menor del pánico y la confusión que me cerraban el pecho en ese momento.
Iré a Pacem
. ¿Qué cuernos significaba eso? ¿Cómo podía Aenea ir a Pacem y sobrevivir? No podía. Y dondequiera que ella fuese, había una sola cosa segura para mí. Yo estaría a su lado. Lo cual significaba que ella me mataría a mí también, si era fiel a su palabra. Y siempre lo había sido.
Iré a Pacem
. ¿Era sólo un ardid para detener la flota? ¿Una amenaza vana, un modo de demorarlos? Quería sacudir a mi amada hasta que se le cayeran los dientes, con tal de que me lo explicara todo.
—Raul —dijo Aenea, invitándome a acercarme.
Pensé que me daría la explicación que yo deseaba, que había visto mi expresión y entendía mi estado de ánimo, pero sólo me dijo:
—Palou Koror y Drivenj Nicaagat me mostrarán qué significa volar como un ángel. ¿Quieres venir conmigo? Lhomo vendrá.
¿
Volar como un ángel
? Por un momento pensé que desvariaba.
—Tienen un dermotraje más si quieres venir —continuó Aenea—. Pero tenemos que partir enseguida. Pronto estaremos de vuelta en el Árbol Estelar y la nave atracará en pocos minutos. Het Masteen debe cargar y aprovisionar el
Yggdrasill
y yo debo hacer algunas cosas antes de mañana.
—Sí —dije, sin saber a qué me prestaba—. Iré contigo.
Sentía tanta amargura que pensé que esta respuesta era una maravillosa metáfora de mi odisea de diez días:
Sí, no sé en qué me meto, pero cuenta conmigo.
Una éxter adaptada al espacio, Palou Koror, nos entregó los dermotrajes. Yo había usado dermotrajes anteriormente —la última vez unas semanas atrás, cuando Aenea y yo escalamos el T'ai Shan—, pero nunca había visto uno como éste.
Hace siglos que existen los dermotrajes, y el concepto consiste en que el mejor modo de no explotar en el vacío no es un aparatoso traje de presión como en los primeros días del vuelo espacial, sino una cobertura tan delgada que permita pasar la transpiración mientras protege la piel del calor, el frío y el vacío del espacio. Los dermotrajes no habían cambiado mucho en esos siglos, salvo para incorporar filamentos respiratorios y paneles osmóticos. Mi último dermotraje había sido un artefacto de la Hegemonía, que funcionaba hasta que Rhadamanth Nemes lo hizo trizas.
Pero éste no era un dermotraje común. Era plateado y maleable como mercurio, y se sentía como una cálida pero liviana masa de protoplasma. Y se movía como mercurio. Mejor dicho, se movía como una criatura viviente. Lo solté alarmado, y cuando lo atajé con la otra mano trepó varios centímetros por mi brazo como un alienígena carnívoro.
Debí decir algo en voz alta, porque Aenea me explicó:
—Está vivo, Raul. El dermotraje es un organismo, producto de la ingeniería genética y la nanotecnología, pero sólo tiene tres moléculas de espesor.
—¿Cómo me lo pongo? —pregunté, viendo que subía por mi brazo a la manga de mi túnica y se retraía. Parecía más un carnívoro que una prenda. Y el problema de todo dermotraje es que se usaba pegado a la piel; uno no usaba nada debajo de un dermotraje. Nada en absoluto.
—Es fácil —dijo Aenea—. No tienes que andar forcejeando como con los dermotrajes antiguos. Sólo te desnudas, te quedas muy quieto y te lo pones en la cabeza. Te cubrirá. Y tenemos que darnos prisa.
Esto no me inspiró demasiado entusiasmo.
Aenea y yo nos excusamos y subimos al dormitorio del ápice de la nave. Una vez allí nos quitamos la ropa. Miré a mi amada —desnuda junto a la antigua (y muy cómoda, si yo no recordaba mal) cama del cónsul— y estuve por sugerir un mejor uso de nuestro tiempo antes que la nave arbórea atracara. Pero Aenea me hizo una seña, sostuvo la masa de protoplasma plateado sobre su cabeza y la soltó.
Era alarmante ver cómo el organismo plateado la devoraba, cubriendo su cabello claro como metal líquido, cubriendo los ojos, la boca y la barbilla, bajando por el cuello como lava, cubriendo hombros, pechos, vientre, cadera, pubis, muslos, rodillas. Aenea levantó un pie, luego el otro, y el traje la cubrió por completo.
—¿Estás bien? —pregunté tímidamente. Mi masa plateada palpitaba en mi mano, ávida de engullirme.
Aenea —la estatua de cromo que había sido Aenea— alzó el pulgar y se señaló la garganta. Comprendí: al igual que con los dermotrajes de la Hegemonía, la comunicación sería por detectores subvocales.
Alcé la masa palpitante, contuve el aliento, cerré los ojos y me la eché en la cabeza.
Tardó menos de cinco segundos. Por un instante estuve seguro de que no podía respirar, sintiendo esa masa resbalosa sobre mi nariz y mi boca, pero cuando me acordé de inhalar recibí una bocanada de oxígeno fresco.
«¿Me oyes, Raul?» Su voz era mucho más clara que con los sensores del viejo traje.
Asentí y subvocalicé: «Sí. Extraña sensación.»
«¿Estáis listos, M. Aenea, M. Endymion?» Tardé un segundo en comprender que era el otro éxter adaptado, Drivenj Nhicaagat. Había oído antes su voz, pero traducida por un sintetizador. En la línea directa, era aún más clara y melodiosa que los trinos de Sian Quintana Ka'an.
«Listos», respondió Aenea. Bajamos por la escalera, atravesamos la multitud y salimos al mirador.
«Buena suerte, M. Aenea, M. Endymion.» Era A. Bettik, hablándonos por uno de los enlaces de la nave. El androide nos tocó el hombro mientras nos reuníamos con Koror y Nicaagat en el mirador.
Lhomo también aguardaba, y su dermotraje plateado mostraba cada protuberancia muscular de sus brazos, muslos y vientre chato. Me sentí torpe por un momento, deseando usar otra cosa sobre esta ínfima capa de fluido plateado, o haberme mantenido en mejor forma. Aenea estaba hermosa, su amado cuerpo esculpido en cromo. Me alegró de que nadie nos hubiera seguido al mirador salvo el androide.
La nave estaba a dos mil kilómetros del Árbol Estelar y desaceleraba rápidamente. Palou Koror saltó a la baranda, haciendo equilibrio en un sexto de gravedad. Le siguió Drivenj Nicaagat, y luego Lhomo, y al fin Aenea. Yo fui el último, y el menos grácil. La sensación de altura y desnudez era abrumadora, con la gran cuenca verde del Árbol Estelar allá abajo, las paredes de hojas elevándose en la distancia, la mole de la nave debajo, oscilando sobre la delgada columna de fuego de fusión como un edificio sobre una frágil columna azul. Comprendí con náusea que estábamos a punto de saltar.
«No os preocupéis. Abriré el campo de contención en el preciso instante en que salgáis y pasaré a repulsores EM hasta que os hayáis alejado del escape.» Comprendí que era la nave. Yo no tenía idea de lo que estábamos haciendo.
«Los trajes os darán una idea aproximada de nuestra adaptación —decía Palou Koror—. Desde luego, para los que hemos optado por la integración total, no son los trajes semisentientes y sus microprocesadores moleculares los que nos permiten vivir y viajar en el espacio, sino los circuitos adaptados de nuestra piel, nuestra sangre, nuestra vista y nuestro cerebro.»
Intenté preguntar algo, pero tenía problemas para subvocalizar, como si la sequedad de mi boca afectara los músculos de mi garganta.
«No te preocupes —dijo Nicaagat—. No abriremos las alas hasta estar bien separados. No chocarás, pues los campos no lo permitirán. Los controles son muy intuitivos. Los sistemas ópticos del traje entrarán en interfaz con tu sistema nervioso y tus neurosensores, invocando datos cuando se requieran.»
«¿Datos? ¿Qué datos?» Sólo había pensado en ello, pero el traje lo transmitió.
Aenea me cogió la mano.
«Esto será divertido, Raul. Los únicos minutos libres que tendremos hoy, creo. O por un tiempo.»
En ese momento, de pie en la baranda, al borde de un aterrador abismo de llamas de fusión y vacío, no presté atención al sentido de sus palabras.
«Vamos», dijo Palou Koror, y saltó.
Cogidos de la mano, Aenea y yo saltamos juntos.
Ella me soltó la mano y giramos, alejándonos. El campo de contención se abrió y nos eyectó, la llama de fusión cesó mientras los cinco nos distanciábamos de la nave y se volvió a encender. La nave pareció ascender velozmente mientras su desaceleración se volvía más rápida que la nuestra. Seguimos cayendo. La sensación era abrumadora. Cinco siluetas de plata separándose y precipitándose hacia el Árbol Estelar, que aún estaba a varios miles de kilómetros. Entonces nuestras alas se abrieron.
«Para el propósito de hoy, sólo es preciso que las alas tengan un kilómetro de envergadura —dijo Palou Koror—. Si viajáramos a mayor velocidad o a mayor distancia, se extenderían mucho más, quizá varios cientos de kilómetros.»
Cuando alcé los brazos, los paneles de energía del dermotraje se extendieron como alas de mariposa. Sentí el súbito empellón de la luz solar.
«En realidad sentimos la corriente de la línea del campo magnético primario que seguimos —explicó Palou Koror—. Si me permitís controlar vuestros trajes un segundo... eso es.»
La visión cambió. Miré a la izquierda, donde Aenea caía a varios kilómetros, una crisálida de plata reluciente dentro de crecientes alas de oro. Los demás resplandecían más allá. Pude ver el viento solar, las partículas cargadas y las corrientes de plasma fluyendo en espiral por la compleja geometría de la heliosfera, rojas líneas de campo magnético que se rizaban como pintadas en las superficies internas de un vibrante nautilo. Estos sinuosos y multicolores arcos de plasma fluían hacia un sol que ya no parecía una estrella pálida sino el eje de millones de campos convergentes. Láminas enteras de plasma se lanzaban a cuatrocientos kilómetros por segundo, atraídas hacia estas formas por los palpitantes campos magnéticos de sus ecuadores norte y sur. Los pendones violáceos de las líneas magnéticas; se entrelazaban con explosivas láminas de campo carmesí, los vórtices azules de ondas de choque heliosféricas aureolaban los bordes del Árbol Estelar, las lunas y cometas atravesaban el plasma como naves oceánicas surcando un mar fosforescente en la noche, y nuestras alas doradas —interactuando con este medio plasmático y magnético, recibiendo fotones que lucían como millones de libélulas— parecían velas hinchándose con ráfagas de plasma mientras nuestros cuerpos plateados aceleraban por los pliegues chispeantes y las geometrías magnéticas de la matriz heliosférica.
Además de esta visión realzada, los dispositivos ópticos del traje presentaban información de trayectoria y datos que nada significaban para mí pero que debían ser cuestión de vida o muerte para estos éxters. Las ecuaciones y funciones parecían flotar a lo lejos, y sólo recuerdo una muestra:
GM | = | M |
R | R |
y
Pr = | l*k |
C |
y
k = | R |
(R |
y
a s a 3 = | (l+k) (6,3 x 10 | m/seg 2 |
2Mr |
y
V
1
2
+ΔV
2
+2ΔV(V
i
2
+V
c
2
)
1/2
> V
i
2
+ΔV
2
+2ΔVV
i
Aun sin comprender ninguna de estas ecuaciones, supe que nos aproximábamos al Árbol Estelar a gran velocidad. El viento solar y la corriente de plasma habían aumentado nuestra velocidad inicial. Empezaba a entender cómo estas alas energéticas podían alejarse rápidamente de una estrella, ¿pero cómo se hacía para frenar en menos de mil kilómetros?
«Esto es sensacional —dijo Lhomo—. Asombroso.» Moví la cabeza y vi que nuestro amigo, el volador de T'ien Shan, estaba muchos kilómetros a la izquierda y abajo. Había entrado en la zona de las hojas y descendía por encima del azulado campo de contención que rodeaba las ramas y sus intersticios como una membrana osmótica.
Me pregunté cómo diantre lo había logrado.
Una vez más debí subvocalizar mi pensamiento, pues oí la carcajada de Lhomo. «Usa las alas, Raul. ¡Y coopera con el árbol y los ergs!»
¿
Coopera con el árbol y los ergs
? Mi amigo debía de haber perdido el juicio.
Entonces vi que Aenea extendía las alas, manipulándolas con el pensamiento y el movimiento de los brazos. Vi que el ramaje se aproximaba a aterradora velocidad, y entonces comprendí.
«Eso está bien —dijo Drivenj Nicaagat—. Coge el viento repulsor. Bien.»
Vi que los dos éxters adaptados aleteaban como mariposas, vi el torrente de energía de plasma que se elevaba del Árbol Estelar para rodearlos, y de pronto los pasé como si hubieran abierto paracaídas y yo aún siguiera en caída libre.
Jadeando, el corazón palpitante, extendí los brazos y piernas y usé mi voluntad para abrir las alas. Los pliegues energéticos titilaron y se expandieron dos kilómetros. Debajo de mí, las hojas se movieron lentamente como en un holo documental de flores buscando la luz, se plegaron una sobre otra para formar una antena parabólica de cinco kilómetros de diámetro y se volvieron reflectantes.
La luz del sol me encandiló. Si hubiera mirado sin protección en los ojos, habría quedado ciego al instante. En cambio, los dispositivos ópticos se polarizaron. Oí el choque de la luz solar contra mi dermotraje y mis alas, como tamborileo de lluvia sobre un techo de metal. Abrí las alas aún más para recibir la ráfaga de luz al tiempo que los ergs del Árbol Estelar plegaban la matriz de la heliosfera, curvando la corriente de plasma, desacelerándonos rápida pero indoloramente. Aleteando, Aenea y yo entramos en el ramaje externo del Árbol Estelar mientras los dispositivos ópticos continuaban proyectando datos en mi campo visual.
V f = Vv c 2 = | 2(J-GM |
r |