El ascenso de Endymion (40 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—No es una niña, ni siquiera es humana. Es el engendro de un cíbrido. La personalidad de su padre cíbrido estuvo en interfaz con ella cuando Aenea estaba en el seno de su madre. Su mente y su cuerpo están impregnados con elementos renegados del Núcleo desde antes de su nacimiento.

—¿Pero cómo puede robar a la humanidad el don de la inmortalidad? —insistió Lourdusamy.

—Su sangre —dijo Albedo—. Puede propagar un virus que destruye el cruciforme.

—¿Un virus literal?

—Sí, pero no natural. Fue preparado por los elementos renegados del Núcleo. El virus es una plaga nanotecnológica.

—Pero hay cientos de miles de millones de cristianos renacidos en Pax —dijo Lourdusamy, con el tono de un abogado que guía a su testigo—. ¿Cómo podría una niña ser una amenaza para tantos? ¿El virus se propaga de víctima en víctima?

Albedo suspiró.

—Por lo que sabemos, el virus se vuelve contagioso una vez que ha muerto el cruciforme. Aquellos a quienes su contacto con Aenea ha negado la resurrección pueden pasar el virus a otros. Además, los que nunca han llevado el cruciforme pueden ser vectores de este virus.

—¿Existe alguna cura? ¿Alguna inmunización?

—Ninguna. Los Humanistas han intentado crear antídotos durante tres siglos. Pero como el virus de Aenea es una forma de nanotecnología autónoma, diseña su propio vector de mutación óptima, nuestras defensas nunca pueden actualizarse. Si lanzáramos nuestras propias legiones nanotecnológicas entre los humanos, tal vez un día podríamos ponernos a la par del virus de Aenea y derrotarlo, pero los Humanistas detestamos la nanotecnología. Y lo lamentable es que toda vida nanotecnológica está fuera de nuestro control, del control de todos. La esencia de la evolución de la vida nanotecnológica es la autonomía, una voluntad independiente cuyos objetivos no tienen nada que ver con los de la forma de vida que la alberga.

—Es decir, la humanidad —dijo Lourdusamy.

—Precisamente.

—El primer objetivo de Aenea —dijo el cardenal Lourdusamy— o, mejor dicho, el primer objetivo de sus creadores, es destruir todos los cruciformes y así destruir la resurrección humana.

—Sí.

—Mencionaste tres objetivos. ¿Cuáles son los otros dos?

—El segundo objetivo es destruir la Iglesia y Pax, es decir, toda la civilización humana actual. Cuando se propague el virus de Aenea, cuando se anule la resurrección, con los teleyectores desactivados y un motor Gedeón que es inservible sin resurrección, se logrará ese segundo objetivo. La humanidad regresará al tribalismo balcanizado que sucedió a la Caída.

—¿Y el tercer objetivo? —dijo Lourdusamy.

—El tercer objetivo es el objetivo original de este elemento del Núcleo. La destrucción de la especie humana.

—¡Eso es imposible! —exclamó Anna Pelli Cognani—. Ni siquiera la destrucción o secuestro de Vieja Tierra extinguió la humanidad, ni siquiera la Caída de los Teleyectores. Nuestra especie está demasiado difundida. Demasiados mundos, demasiadas culturas.

Albedo cabeceó con tristeza.

—Eso era verdad. Era. Pero la Plaga de Aenea se propagará por doquier. Los virus asesinos de cruciformes sufrirán mutaciones. El ADN humano será invadido en todas partes. Con la caída de Pax, los éxters realizarán una nueva invasión, victoriosa esta vez. Han sucumbido tiempo atrás a la mutación nanotecnológica. Ya no son humanos. Sin Iglesia ni Pax ni flota que proteja a la humanidad, los éxters buscaran estos bolsones de ADN humano superviviente y los infectarán con la plaga. La especie humana, tal como la hemos conocido y tal como la Iglesia ha procurado preservarla, cesará de existir dentro de pocos años estándar.

—¿Y qué la sucederá? —preguntó el cardenal Lourdusamy.

—Nadie lo sabe —murmuró Albedo—. Ni siquiera Aenea, los éxters o los elementos renegados del Núcleo que han lanzado esta plaga final. Las colonias nanotecnológicas evolucionarán según sus propios planes, modelando la forma humana a su antojo, y sólo ellas controlarán su destino. Pero ese destino ya no será humano.

—Por Dios, por Dios —dijo Kenzo Isozaki, asombrado de hablar en voz alta—. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué puedo hacer yo?

Asombrosamente, fue Su Santidad quien respondió.

—Hemos temido y combatido esta amenaza durante trescientos años —murmuró Su Santidad, y sus ojos tristes expresaban un dolor que no era sólo el suyo—. Ante todo intentamos capturar a la niña Aenea antes de que pudiera propagar el contagio. Sabíamos que había huido de su época a la nuestra no por temor, pues no deseábamos causarle daño, sino para propagar el virus en Pax. En realidad, sospechamos que la niña Aenea no conoce todos los alcances del efecto de su contagio. En cierto sentido, es un peón ciego de estos elementos del Núcleo.

Hay-Modhino habló con vehemencia:

—Deberíamos haber reducido Hyperion a cenizas el día en que ella debía salir de las Tumbas de Tiempo. Esterilizar todo el planeta. No correr riesgos.

Su Santidad no se ofendió ante esa imperdonable interrupción.

—Sí, hijo nuestro, hay quienes lo proponían. Pero la Iglesia no podía ser la causa de la pérdida de tantas vidas inocentes, así como no podíamos autorizar la muerte de la niña. Deliberamos con los elementos predictivos del Núcleo... ellos vieron que un jesuita llamado padre capitán De Soya contribuiría a su captura... pero ninguno de nuestros intentos pacíficos de capturar a la niña tuvo éxito. La flota de Pax pudo haber vaporizado su nave hace cuatro años, pero tenía órdenes de no hacerlo a menos que fallara todo lo demás. Así continuamos luchando por la contención de su invasión viral. Lo que debes hacer, M. Isozaki, lo que todos debéis hacer, es seguir apoyando los esfuerzos de la Iglesia a medida que los intensificamos. M. Albedo, por favor.

El hombre gris habló de nuevo.

—Imaginemos la inminente plaga como un incendio forestal en un mundo rico en oxígeno. Barrerá con todo a menos que podamos contenerlo y luego extinguirlo. Nuestra primera medida consistirá en apartar la madera muerta, los elementos inflamables que no son necesarios para el bosque viviente.

—Los no cristianos —murmuró Pelli Cognani.

—Precisamente —dijo el consejero Albedo.

—Por eso había que eliminarlos —exclamó el gran inquisidor— Los miles que había a bordo del
Saigon Maru
. Todos esos millones. Esos miles de millones...

El papa Urbano XVI alzó la mano ordenando silencio.

—¡Eliminarlos no! —dijo con severidad—. No se ha tomado una sola vida, ni cristiana ni no cristiana.

Los dignatarios se miraron confundidos.

—Eso es cierto —dijo el consejero Albedo.

—Pero no tenían vida... —comenzó el gran inquisidor, y se interrumpió abruptamente—. Mis profundas disculpas, Santo Padre.

Su Santidad sacudió la cabeza.

—No se requiere ninguna disculpa, John Domenico. Estos temas despiertan muchas emociones. Explícate, por favor, M. Albedo.

—Sí, Su Santidad —dijo el hombre de gris—. Los que estaban a bordo del
Saigon Maru
no tenían vida, excelencia, pero no estaban muertos. Los elementos Humanistas del Núcleo han perfeccionado un método para mantener a los seres humanos en estasis provisional, ni vivos ni muertos.

—¿Como una fuga criogénica? —preguntó Aron, que había viajado mucho en naves Hawking antes de su conversión.

—Mucho más sofisticada. Y menos dañina —le dijo Albedo. Hizo un gesto con sus dedos manicurados—. Durante los últimos siete años, hemos procesado siete mil millones de seres humanos. En la próxima década estándar, o antes, debemos procesar más de cuarenta y dos mil millones más. Hay muchos mundos en el Confín, e incluso en el espacio de Pax, donde los no cristianos son mayoría.

—¿Procesado? —preguntó Pelli Cognani.

Albedo sonrió hurañamente.

—La flota de Pax declara un mundo en cuarentena sin saber el verdadero motivo de ese acto. Naves robots del Núcleo entran en órbita y barren los sectores habitados con nuestro equipo de estasis. El Cor Unum provee las naves, la financiación y el adiestramiento. El Opus Dei usa cargueros para llevarse los cuerpos en estasis...

—¿Por qué llevárselos? —preguntó el gran inquisidor—. ¿Por que no dejarlos en sus mundos?

—Es preciso ocultarlos —respondió Su Santidad— en un sitio donde la Plaga de Aenea no pueda encontrarlos, John Domenico. Es preciso protegerlos afectuosamente de todo mal, hasta que el peligro haya pasado.

El gran inquisidor asintió.

—Hay más —dijo el consejero Albedo—. Mi elemento del Núcleo ha creado una raza de combatientes cuya única función es encontrar y capturar a Aenea antes de que pueda propagar esta contaminación mortal. El primero fue activado hace cuatro años y se llamaba Rhadamanth Nemes. Hay sólo un puñado de estos cazadores, pero están equipados para enfrentarse a cualquier obstáculo que presenten los elementos renegados del Núcleo, incluso el Alcaudón.

—¿El Alcaudón es controlado por los Máximos y otros elementos renegados del Núcleo? —preguntó el padre Farrell. Era la primera vez que hablaba.

—Eso creemos —respondió Lourdusamy—. El demonio parece estar aliado con Aenea, ayudándola a propagar el contagio. De la misma manera, los Máximos parecen haber encontrado un modo de abrirle ciertos portales teleyectores. El demonio ha encontrado un nombre, y aliados, en nuestra época.

Albedo alzó un dedo.

—Debo enfatizar que incluso Nemes y nuestros demás cazadores son peligrosos, como toda criatura obsesionada por un objetivo. Una vez que la niña sea capturada, estos cíbridos serán eliminados. Sólo el terrible peligro planteado por la Plaga de Aenea justifica su existencia.

—Santo Padre —dijo Kenzo Isozaki, uniendo las manos en un rezo—, ¿qué más podemos hacer?

—Rezar —dijo Su Santidad. Sus ojos oscuros eran abismos de dolor y responsabilidad—. Rezar y apoyar a nuestra Santa Madre Iglesia en su esfuerzo para salvar a la humanidad.

—La cruzada contra los éxters continuará —concluyó el cardenal Lourdusamy—. Los mantendremos a raya el mayor tiempo posible.

—Con esa finalidad —dijo el consejero Albedo—, el Núcleo ha desarrollado el motor Gedeón y está trabajando en nuevas tecnologías para la defensa de la humanidad.

—Seguiremos buscando a la niña... que ahora es una mujer joven —añadió Lourdusamy—. Y si la capturamos, será aislada.

—¿Y si no la capturamos, excelencia? —preguntó el gran inquisidor.

Lourdusamy no respondió.

—Debemos rezar —dijo Su Santidad—. Debemos pedir la ayuda de Cristo en esta hora de peligro supremo para nuestra Iglesia y nuestra raza humana. Debemos hacer todo lo posible y luego exigirnos más. Y debemos rezar por las almas de todos nuestros hermanos y hermanas en Cristo, incluso por el alma de la niña Aenea, que inadvertidamente pone en peligro a su especie.

—Amén —dijo monseñor Lucas Oddi.

Mientras todos se arrodillaban e inclinaban la cabeza, el papa Urbano XVI se puso de pie e inició la Misa de Acción de Gracias.

14

Aenea.

Su nombre se anteponía a todo otro pensamiento consciente. Pensaba en ella antes de poder pensar en mí mismo.

Aenea.

Y luego hubo dolor y ruido y una turbulencia húmeda. Fue el dolor lo que me despertó.

Abrí un ojo. El otro parecía estar pegado con sangre seca o algo similar. Antes de recordar quién era y dónde estaba, sentí el dolor de un sinfín de magulladuras y cortes, pero también de algo mucho peor en la pierna derecha. Luego recordé quién era. Y luego recordé dónde había estado.

Reí. Mejor dicho, traté de reír. Tenía los labios partidos e hinchados y había más sangre o viscosidad cerrando una comisura de mi boca. Mi risa parecía un gemido demente.

Una especie de calamar aéreo me había engullido en un mundo que era todo atmósfera, nubes y relámpagos. Aun ahora era digerido en el ruidoso vientre de la bestia.

Más que ruidoso, era explosivo. Truenos, detonaciones, un pistoneo blando. Como lluvia en un bosque tropical. Miré con el único ojo. Oscuridad. Un destello de luz blanca. Oscuridad y contornos rojos. Más destellos blancos.

Recordé los tornados y la tormenta de tamaño planetario que se abalanzaba sobre mí mientras flotaba en el kayak bajo la paravela, antes que la bestia me tragara. Pero esto no era la tormenta. Era lluvia en una selva. El material que me golpeaba la cara y el pecho era nailon en jirones, los restos de la paravela, palmeras húmedas y trozos de fibra de vidrio astillada. Miré abajo y esperé el próximo relámpago. El kayak estaba allí, pero hecho pedazos. Mis piernas estaban allí, todavía metidas en la cabina del kayak, la pierna izquierda intacta y móvil, pero la derecha... Grité de dolor. La pierna derecha estaba quebrada. No veía huesos rotos a través de la carne, pero estaba seguro de que había una fractura en el muslo.

Por lo demás parecía ileso. Estaba magullado y con diversos rasguños. Tenía sangre seca en la cara y las manos. Mis pantalones eran harapos. Mi camisa y mi chaleco eran jirones. Pero mientras giraba y arqueaba la espalda, estiraba los brazos y flexionaba los dedos, movía el pie izquierdo y trataba de mover el derecho, pensé que estaba más o menos entero. Ni espalda rota ni costillas astilladas ni daños en los nervios salvo quizás en la pierna derecha, donde el dolor era como aguijonazos en las venas.

Cuando estallaron más relámpagos, traté de evaluar mi entorno. El kayak roto y yo parecíamos atascados en la techumbre de una selva, entre ramas astilladas, envueltos en la paravela destrozada, abofeteados por hojas de palmera en una tormenta tropical, en una oscuridad sólo interrumpida por relámpagos, colgando a cierta distancia del suelo.

¿Árboles? ¿Suelo?

El mundo que sobrevolaba antes no tenía suelo, o al menos no tenía un suelo al que se pudiera llegar sin ser triturado por la presión. Y parecía improbable que hubiera árboles en ese mundo joviano donde el hidrógeno era reducido a una forma metálica. Así que no estaba en ese mundo. Tampoco estaba en el vientre de la bestia. ¿Dónde estaba?

El trueno estallaba como granadas de plasma. El viento sacudía el kayak en su posición precaria y me hacía gritar de dolor. Debí perder la conciencia unos instantes, pues cuando abrí los ojos de nuevo el viento había amainado y la lluvia me golpeaba como mil puños fríos. Me enjugué la lluvia y la sangre pegajosa de los ojos y noté que tenía fiebre, que mi piel ardía aun bajo esa lluvia helada.
¿Cuánto tiempo he estado aquí? ¿Qué microbios dañinos han encontrado mis heridas abiertas? ¿Qué bacterias compartían conmigo las entrañas de ese calamar aéreo?

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