Sosteniendo el lingote, el hombrecillo se inclinó.
—No lo olvidaré, La Que Enseña. No en vano he aprendido el idioma de los muertos.
—Sólo cuídate en los próximos meses. Y confío en que luego podrás costearte el transporte a cualquier mundo que elijas.
—Iría adondequiera que estés, M. Aenea —dijo el comerciante, y por primera vez le vi manifestar emoción—. Y pagaría con toda mi fortuna, pasada, futura e imaginaria, por hacerlo.
Esto me desconcertó. Pensé por primera vez que muchos discípulos de Aenea debían estar un poco enamorados de ella, además de sentir reverencia. Pero era sorprendente verlo en este hombre obsesionado por el dinero.
Aenea le tocó el brazo.
—Cuídate y prospera.
El
Yggdrasill
estaba bajo ataque cuando regresamos. Estaba bajo ataque cuando Aenea nos libreyectó fuera del sistema Tau Ceti.
El mundo-ciudad de Lusus estaba tal como lo recordaba por mi breve estancia allí: una serie de Colmenas sobre corredores verticales de metal gris. George Tsarong y Jigme Norbu se despidieron aquí. El musculoso George sollozaba mientras abrazaba a Aenea. Habría podido pasar por un lusiano común en la luz penumbrosa, pero el esquelético Jigme sobresaldría entre las multitudes de las Colmenas. Pero los forasteros eran comunes en Lusus, así que nuestros dos capataces andarían bien mientras tuvieran dinero.
Lusus, sin embargo, era uno de los pocos mundos de Pax que había vuelto a las tarjetas de crédito universales y Aenea no tenía ninguna en su mochila.
Cuando salíamos de los vacíos corredores de la Colmena, se aproximaron siete figuras con capa carmesí. Me interpuse entre Aenea y estos hombres pero ellos, en vez de atacarnos, se arrodillaron en el suelo grasiento, inclinaron la cabeza y cantaron:
Bendita sea Ella.
Bendita sea la Madre de Nuestra Salvación.
Bendita sea la Herramienta de Nuestra Expiación.
Bendita sea la Novia de Nuestra Creación.
Bendita sea Ella.
—El culto del Alcaudón —dije estúpidamente—. Creí que habían desaparecido, que los habían exterminado durante la Caída.
—Preferimos que nos llamen Iglesia de la Expiación Final —dijo el primer hombre, levantándose—. Y no fuimos exterminados, sino que pasamos a la clandestinidad. Bienvenida, Hija de la Luz. Bienvenida, Novia del Avatar.
Aenea sacudió la cabeza con impaciencia.
—No soy novia de nadie, obispo Duruyen. Éstos son los dos hombres que he traído para que los protejas durante los próximos diez meses.
El obispo inclinó la cabeza calva.
—Tal como decían tus profecías, Hija de la Luz.
—No profecías sino promesas. —Aenea abrazó a George y Jigme por última vez.
—¿Te veremos de nuevo, arquitecta? —preguntó Jigme.
—No puedo prometer eso. Pero prometo que, si está en mi poder, volveremos a estar en contacto.
La seguí hacia los corredores húmedos y desiertos de la Colmena, donde nuestra partida no parecería tan milagrosa como para sumarse al fértil canon del Culto del Alcaudón.
En Tsingtao-Hsishuang Panna nos despedimos del Dalai Lama y su hermano Labsang Samten. Labsang sollozaba, el Dalai Lama no.
—El dialecto mandarín de los lugareños es atroz —dijo el Dalai Lama.
—Pero te comprenderán, Santidad —dijo Aenea—. Y escucharán.
—Pero tú eres mi maestra —dijo el niño con voz irritada—. ¿Cómo puedo enseñarles sin tu ayuda?
—Ayudaré. Trataré de ayudar. Luego será tarea tuya. Y de ellos.
—¿Pero podemos compartir la comunión con ellos? —preguntó Labsang.
—Si lo piden —respondió Aenea. Y al Dalai Lama le dijo—: ¿Me darías tu bendición?
El niño sonrió.
—Soy yo quien debe pedir tu bendición, maestra.
—Por favor —dijo Aenea, y de nuevo noté la fatiga en su voz.
El Dalai Lama se inclinó y dijo, con los ojos cerrados:
—Esto es de la
Plegaria de Kuntu Sangpo
, tal como se me reveló por la visión de mi
terton
en una vida anterior.
¡Oh! El mundo fenoménico y toda existencia, samsara y nirvana,
todo tiene un solo fundamento, pero hay dos sendas y dos resultados,
muestras de ignorancia y conocimiento.
Por la aspiración de Kuntu Sangpo,
en el Palacio del Espacio Primordial del Vacío,
que todos los seres alcancen perfecta consumación y estado de Buda.
El fundamento universal es incondicional.
Surge de modo espontáneo, vasta extensión inmanente, más allá de la expresión,
allí donde no hay samsara ni nirvana.
El conocimiento de esta realidad es estado de Buda,
mientras que los seres ignorantes yerran en samsara.
Que todos los seres conscientes de los tres reinos
obtengan conocimiento de la naturaleza del fundamento inefable.
Aenea se inclinó ante el niño.
—El Palacio del Espacio Primordial del Vacío —murmuró—. Cuánto más elegante que mi torpe descripción del Vacío Que Vincula. Gracias, Santidad.
El niño se inclinó.
—Gracias, reverenciada maestra. Que tu muerte sea más rápida y menos dolorosa de lo que ambos esperamos.
Aenea y yo regresamos a la nave arbórea.
—¿Qué quiso decir? —pregunté, apoyándole ambas manos en los hombros—. ¿Una muerte más rápida y menos dolorosa? ¿Qué diablos significa? ¿Piensas hacerte crucificar? ¿Tienes que llevar esta maldita farsa mesiánica hasta el final? ¡Háblame, Aenea! —Noté que la estaba sacudiendo... sacudiendo a mi querida amiga, mi amada niña. Bajé las manos.
Aenea me rodeó con los brazos.
—Sólo quédate conmigo, Raul. Quédate conmigo todo el tiempo que puedas.
—Lo haré —dije, palmeándole la espalda—. Te juro que lo haré.
En Fuji nos despedimos de Kenshiro Endo y de Haruyuki Otaki. En Deneb Drei fue una niña a quien yo desconocía —Katherine, de diez años— quien se quedó atrás, sola y al parecer sin temor. En Sol Draconi Septem, el mundo de aire congelado y mortíferos espectros donde habían asesinado al padre Glaucus y nuestros amigos Chitchatuk, el triste y caviloso obrero Rimsi Kyipup se ofreció casi dichosamente para quedarse.
En Nevermore fue otro hombre a quien no había tenido el privilegio de conocer, un anciano y gentil caballero que parecía un hermano menor y más amable de Martin Silenus. En Bosquecillo de Dios, donde A. Bettik había perdido parte del brazo diez años estándar atrás, los dos lugartenientes templarios de Het Masteen se libreyectaron con Aenea y conmigo y no regresaron. En Hebrón, ahora sin colonos judíos pero lleno de colonos cristianos enviados por Pax, los empatas seneschai aluit, Lleeoonn y Ooeeaall, se libreyectaron para despedirse de nosotros en un desierto nocturno donde las rocas aún conservaban el fulgor del día.
En Parvati, las alegres hermanas Kuku Se y Kay Se lloraron y se despidieron con un abrazo. Una familia de dos padres con cinco hijos rubios se quedaron en Asquith. Por encima del torbellino nuboso y el océano azul de Mare Infinitus —un mundo cuyo mero nombre me despertaba recuerdos de dolor y amistad— Aenea le pidió al sargento Gregorius que se libreyectara con ella para reunirse con los rebeldes y apoyarlos.
—¿Y dejar al capitán? —preguntó el gigante, obviamente desconcertado por la sugerencia.
—No hay más capitán, sargento —dijo De Soya—, mi querido amigo. Sólo este sacerdote sin Iglesia. Y sospecho que seremos más útiles por separado. ¿Tengo razón, M. Aenea?
Mi amiga asintió.
—Esperaba que Lhomo fuera mi representante en Mare Infinitus —dijo—. Los contrabandistas, los rebeldes y los cazadores de bocas de lámpara de este mundo respetarían a un hombre fuerte. Pero será difícil y peligroso. Aquí están en plena rebelión y Pax no toma prisioneros.
—¡No es el peligro lo que me preocupa! —exclamó Gregorius—. Estoy dispuesto a morir la muerte verdadera cien veces por una buena causa.
—Lo sé, sargento —dijo Aenea.
El gigante miró a su ex capitán y de nuevo a Aenea.
—Niña, sé que no te gusta hablar del futuro, aunque lo espías de cuando en cuando. Pero dime esto... ¿existe la posibilidad de que vuelva a encontrarme con mi capitán?
—Sí —dijo Aenea—. Y con algunos que creías muertos... como el cabo Kee.
—Entonces iré. Haré tu voluntad. Aunque ya no pertenezca al Corps Helvética, la obediencia que me inculcaron es parte de mí.
—Ahora no pedimos obediencia —dijo el padre De Soya—. Es algo más difícil y más profundo.
El sargento Gregorius reflexionó.
—Sí —dijo al fin, y les dio la espalda a todos—. Vamos, niña —añadió, ofreciéndole la mano a Aenea.
Lo dejamos en una plataforma abandonada del Litoral Sur, pero Aenea le dijo que los sumergibles atracarían allí al cabo de un día.
En Madre de Dios, el padre De Soya se dispuso a bajar, pero Aenea lo contuvo con un gesto.
—Éste es mi mundo —dijo el sacerdote—. Nací aquí. Mi diócesis estaba aquí. Me imagino que moriré aquí.
—Tal vez, pero te necesito en un lugar más difícil y para una tarea más peligrosa, Federico.
—¿Dónde?
—Pacem —dijo Aenea—. Nuestra última parada.
—Espera, pequeña —intervine, notando que mi voz era quejosa y desesperada—. Yo iré contigo a Pacem si insistes en ir allá. Dijiste que podía quedarme contigo.
—Sí —dijo Aenea, tocándome la muñeca con sus dedos frescos—. Pero me gustaría que el padre De Soya viniera con nosotros cuando llegue la hora.
El jesuita parecía confundido y un poco defraudado, pero asintió. Evidentemente la obediencia estaba más arraigada en la Compañía de Jesús que en el Corps Helvética.
El artesano del bambú Voytek Majer y su nueva prometida, la albañil Viki Groselj, se ofrecieron para quedarse en Madre de Dios.
En Freeholm nos despedimos de Janusz Kurtyka. En Kastrop-Rauxel, recientemente terraformado y colonizado por Pax, fue el soldado Jigme Paring quien se ofreció para encontrar a la población rebelde. En Parsimonia, mientras las naves de Pax convertían el campo de contención en un torrente de fragor y luz, una mujer llamada Helen Dean O'Brian se adelantó y cogió la mano de Aenea. En Esperance, Aenea y yo nos despedimos del ex alcalde de Jo-kung, Charles Chi-kyap Kempo. En la amarilla pradera de Hierba nos despedimos de Isher Perpet, un audaz rebelde rescatado de una galera de Pax por el padre De Soya. En Qom-Riyadh, donde los nuevos colonos de Pax derribaban las mezquitas o las convertían en catedrales, nos libreyectamos en plena noche y nos despedimos de un ex refugiado de ese mundo llamado Merwin Muhammed Ali y de nuestro ex intérprete en T'ien Shan, el inteligente Perri Samdup.
En Renacimiento Menor, mientras una horda de naves de guerra se aproximaba con intención de destruirnos, fue el callado ex prisionero Hoag Liebler quien se adelantó.
—Yo fui espía —dijo el hombre pálido. Le hablaba a Aenea, pero miraba al padre De Soya—. Vendí mi lealtad por dinero, para regresar a este mundo y recobrar las tierras y la fortuna perdidas de mi familia. Traicioné a mi capitán y a mi alma.
—Hijo mío —dijo el padre De Soya—, hace tiempo que esos pecados, si eran tales, fueron perdonados por tu capitán, y sobre todo por Dios. No se hizo ningún daño.
Liebler asintió despacio.
—Las voces que he escuchado desde que bebí el vino con M. Aenea... —No terminó la frase—. Conozco a muchas personas en este mundo. Deseo regresar a casa para iniciar esta nueva vida.
—Sí —dijo Aenea, y le ofreció la mano.
En Vitus-Gray-Balianus B, Aenea, la Dorje Phamo y yo nos libreyectamos a un páramo desierto, lejos del río, los sembradíos y las casas pintadas donde la amable gente de la Hélice del Espectro de Amoiete me había cuidado y ayudado a escapar de Pax. Aquí sólo había piedras, grietas, laberintos de túneles rocosos y tormentas de polvo soplando desde el sangriento ocaso contra un horizonte de nubarrones negros. Me recordó a Marte, con un aire más tibio y denso y más hedor a muerte y cordita.
Figuras con túnicas nos rodearon casi de inmediato, con pistolas de dardos y látigos infernales preparados. De nuevo traté de interponerme entre Aenea y el peligro, pero ellos nos rodearon y alzaron sus armas.
—¡Esperad! —exclamó una voz conocida, y uno de los soldados bajó por una duna roja—. ¡Esperad! —repitió, descubriéndose el rostro.
—¡Dem Loa! —exclamé, y me adelanté para abrazar a la mujer baja. Las lágrimas trazaron surcos lodosos en sus mejillas.
—Nos has traído a tu persona especial —dijo la mujer que me había salvado—. Tal como prometiste.
Le presenté a Aenea y a la Dorje Phamo, sintiéndome tonto y feliz al mismo tiempo. Dem Loa y Aenea se miraron un instante y se abrazaron.
Miré a los demás.
—¿Dónde está Dem Ria? —pregunté—. ¿Y Alem Mikail Dem Alem? ¿Y tus hijos Bin y Ces Ambre?
—Muertos —dijo Dem Loa—. Todos muertos, excepto Ces Ambre, que ha desaparecido después del último ataque desde Bombasino.
Me quedé atónito.
—Bin Ria Dem Loa Alem murió de su enfermedad —continuó Dem Loa—, pero los demás murieron en nuestra guerra con Pax.
—Guerra con Pax —repetí—. Espero no haberla desencadenado...
Dem Loa alzó la mano.
—No, Raul Endymion. No fuiste tú. Los seguidores de la Hélice que valorábamos nuestras costumbres rechazamos la cruz, y así fue como comenzó. La rebelión ya había estallado cuando estuviste entre nosotros. Cuando te marchaste, creíamos haber triunfado. Las cobardes tropas de la base de Bombasino buscaron la paz, ignoraron las órdenes de sus comandantes e hicieron tratados con nosotros. Llegaron más naves. Bombardearon su propia base y luego vinieron a nuestras aldeas. Ha habido guerra desde entonces. Cuando aterrizan y tratan de ocupar las tierras, matamos a muchos de ellos. Ellos traen más refuerzos.
—Dem Loa, lo lamento.
Ella me apoyó la mano en el pecho y movió la cabeza. Vi la sonrisa que recordaba las horas que habíamos compartido. Ella miró de nuevo a Aenea.
—Tú eres aquella que él mencionó en su delirio y su dolor. Tú eres aquella que él amaba. ¿Tú también le amas, niña?
—Le amo —dijo Aenea.
—Bien —dijo Dem Loa—. Sería triste que un hombre que creía estar muriendo expresara tanto amor por alguien que no le correspondiera. —Dem Loa miró a la Marrana del Rayo, muda y regia—. ¿Tú eres sacerdotisa?
—No sacerdotisa —dijo la Marrana del Rayo—, sino abadesa del monasterio Samden Gompa.