Anna Pelli Cognani se puso de pie.
—Por Dios —murmuró—, sería una goleada.
Isozaki asintió y sonrió de nuevo.
—¿Sabes dónde se originó el término, Anna?
—¿Goleada? No... supongo que en algún deporte.
—Un antiquísimo deporte que era un sustituto de la guerra y se llamaba fútbol —dijo Isozaki.
Cognani sabía que la irrelevancia de este detalle era aparente. Tarde o temprano su jefe le explicaría por qué el dato era importante. Esperó.
—La Iglesia tenía algo que el Núcleo quería y necesitaba —dijo Isozaki—. La dominación del cruciforme fue su parte del trato. La Iglesia tenía que ofrecer algo de igual valor.
¿De igual valor que la inmortalidad de un billón de seres humanos?
, pensó Cognani.
—Siempre sospeché —dijo— que cuando Lenar Hoyt y Lourdusamy establecieron contacto con los elementos supervivientes del Núcleo, hace más de dos siglos, la Iglesia ofreció al TecnoNúcleo la posibilidad de regresar secretamente al espacio humano.
Isozaki abrió las manos.
—¿Con qué fin, Anna? ¿Cuál es el beneficio para el Núcleo?
—Cuando el Núcleo formaba parte de la Hegemonía y controlaba la Red de Mundos y la ultralínea, usaba las neuronas de los millones de cerebros humanos que atravesaban los teleyectores como una especie de red neuronal, parte de su proyecto Inteligencia Máxima.
—En efecto. Pero ahora no hay teleyectores. Y si están usando seres humanos... ¿cómo? ¿Cuándo?
Sin proponérselo, Anna Pelli Cognani se llevó una mano al pecho.
Isozaki sonrió.
—Irritante, ¿verdad? Como tener una palabra en la punta de la lengua sin poderla articular. Un acertijo con una pieza faltante. Pero hay una pieza faltante que se acaba de encontrar.
Cognani enarcó las cejas.
—¿La niña?
—De vuelta en el espacio de Pax —dijo Isozaki—. Nuestros agentes próximos a Lourdusamy confirman que el Núcleo ha revelado esto. Sucedió después de la muerte de Su Santidad... sólo lo saben el secretario de Estado, el gran inquisidor y los más altos dirigentes de la flota de Pax.
—¿Dónde está ella?
Isozaki sacudió la cabeza.
—Si el Núcleo lo sabe, no lo ha revelado a la Iglesia ni a ningún otro agente humano. Pero la flota de Pax ha llamado a ese capitán, De Soya, después de la noticia.
—El Núcleo predijo que él participaría en la captura de la niña —dijo Cognani. Una sonrisa se le escapaba por las comisuras de la boca.
—¿Sí? —dijo Isozaki, orgulloso de su alumna.
—La ley de Ohm —dijo Cognani.
—Precisamente.
Cognani se irguió y nuevamente se tocó el pecho sin darse cuenta.
—Si encontramos a la niña primero, tendremos ventaja para iniciar las negociaciones con el Núcleo. Y los medios, con las nuevas capacidades que tendremos en línea. —Ninguno de los ejecutivos que conocían el proyecto secreto IA lo mencionaba en voz alta, a pesar de sus oficinas a prueba de intrusiones.
—Si tenemos a la niña y los medios para negociar —continuó Cognani—, contaremos con la ventaja que necesitamos para suplantar a la Iglesia en los tratos del Núcleo con la humanidad.
—Si podemos descubrir lo que el Núcleo obtendrá de la Iglesia a cambio del control del cruciforme —murmuró Isozaki—. Y ofrecer lo mismo o algo mejor.
Cognani asintió distraídamente. Ahora veía en qué se relacionaba esto con sus tareas como ejecutiva del Opus Dei.
En todo
, comprendió de inmediato.
—Debemos encontrar a la niña antes que los demás... La flota de Pax debe estar utilizando recursos que nunca revelaría al Vaticano.
—Y viceversa —dijo Isozaki. Esa clase de competencia le agradaba mucho.
—Y tendremos que hacer lo mismo —dijo Cognani, volviéndose hacia el tubo del ascensor—. Todos los recursos. —Le sonrió a su mentor—. Un incomparable juego de suma cero con tres participantes, ¿verdad, Kenzo-san?
—En efecto. Todo para el ganador: poder, inmortalidad y riquezas inimaginables. Para el perdedor, la destrucción, la muerte verdadera y la esclavitud eterna para sus descendientes. Pero no son tres participantes, Anna, sino seis.
Cognani se detuvo junto al ascensor.
—Veo al cuarto —dijo—. El Núcleo tiene su propio imperativo para encontrar a la niña primero. Pero...
Isozaki bajó la mano.
—Debemos suponer que la niña tiene sus propios objetivos en este juego, ¿verdad? Y quien la haya introducido como pieza... bien, ése sería nuestro sexto jugador.
—O uno de los otros cinco —dijo Cognani, sonriendo. También ella disfrutaba de un juego donde había apuestas altas.
Isozaki asintió e hizo girar la silla para contemplar el siguiente amanecer encima de la curva del Torus Mercantilus.
No se volvió cuando se cerró la puerta del ascensor y Anna Pelli Cognani se marchó.
Encima del altar, un Jesucristo de rostro severo e implacable dividía a los hombres en buenos y malos, rectos y réprobos. No había un tercer grupo.
El cardenal Lourdusamy se sentó en su sitial de la Capilla Sixtina y miró el
Juicio Final
de
Miguel
Ángel. Siempre había pensado que ese Cristo era prepotente, autoritario y despiadado, tal vez un icono adecuado para supervisar la selección de un nuevo vicario de Cristo.
La pequeña capilla estaba abarrotada con los ochenta y tres sitiales ocupados por los ochenta y tres cardenales presentes. Un espacio vacío permitía la activación de los holos que representaban a los treinta y siete cardenales ausentes, un holo por vez.
Era la primera mañana desde que habían «encerrado» a los cardenales en el Palacio Vaticano. Lourdusamy había descansado y comido bien; había dormido en un catre en su oficina y se había alimentado con un plato cocinado por las monjas de la casa de huéspedes del Vaticano: comida sencilla y un vino blanco barato servido en los suntuosos apartamentos Borgia. Ahora todos estaban reunidos en la Capilla Sixtina, en sus altos sitiales con dosel. Lourdusamy sabía que ese espléndido espectáculo había faltado en el Cónclave durante muchos siglos —desde que la cantidad de cardenales había crecido demasiado para albergar los sitiales en la pequeña capilla, poco antes de la Hégira, en el siglo diecinueve o veinte—, pero la Iglesia había menguado tanto en tiempos de la Caída de los Teleyectores que sus cuarenta cardenales podían caber de nuevo. El papa Julio había mantenido un número pequeño, nunca más de ciento veinte cardenales, a pesar del crecimiento de Pax. Y como casi cuarenta de ellos no podían viajar a tiempo al Cónclave, la Capilla Sixtina podía albergar los asientos de los cardenales que residían en Pacem.
El momento había llegado. Todos los electores se levantaron como un solo hombre. Cerca de la mesa de los escrutadores, al lado del altar, titilaron los holos de los treinta y siete electores ausentes. Como había poco lugar, los holos eran pequeños, figuras del tamaño de muñecas en asientos de madera para muñecas, flotando en el aire como fantasmas de electores del pasado. Lourdusamy sonrió, pues el tamaño reducido de esos electores ausentes siempre le parecía apropiado.
El papa Julio siempre había sido elegido por aclamación. Uno de los tres cardenales que actuaban como escrutadores alzó la mano: aunque el Espíritu Santo inspirase a esos hombres y mujeres, se requería cierta coordinación. Cuando el escrutador bajara la mano, los ochenta y tres cardenales y los treinta y siete holos debían hablar al unísono.
—¡
Eligo
al padre Lenar Hoyt! —exclamó el cardenal Lourdusamy, y vio que el cardenal Mustafa gritaba las mismas palabras desde su sitial.
El escrutador aguardó frente al altar. La aclamación había sido resonante y clara, pero no unánime. Esto era una novedad. Durante doscientos setenta años, la aclamación había sido inmediata.
Lourdusamy contuvo una sonrisa. Sabía cuál de los nuevos cardenales había exclamado otro nombre. Sabía la fortuna que había costado sobornar a estos hombres y mujeres. Sabía el terrible riesgo que corrían. Lourdusamy sabía todo esto porque había contribuido a orquestarlo.
Al cabo de un instante de consulta con los demás, el escrutador que había propuesto la aclamación dijo:
—Procederemos por escrutinio.
Los cardenales parlotearon alborotadamente mientras preparaban y entregaban los votos. Esto nunca había sucedido antes en la vida de la mayoría de estos príncipes de la Iglesia. Los holos de aclamación de los electores ausentes se habían vuelto irrelevantes. Aunque algunos cardenales ausentes habían preparado sus chips interactivos para el escrutinio, la mayoría no se había molestado.
Los maestros de ceremonias caminaron entre los sitiales, distribuyendo tarjetas de votación, tres para cada elector. Los escrutadores recorrieron el bosque de sitiales para asegurarse de que cada cardenal tuviera una pluma. Cuando todo estuvo dispuesto, el diácono de los escrutadores alzó la mano para exhortar a la votación.
Lourdusamy miró su tarjeta. En la esquina superior izquierda estaba impresa la inscripción
Eligo in Summum Pontificem
. Debajo había espacio para un nombre. El cardenal Lourdusamy escribió
Lenar Hoyt
, plegó la tarjeta y la sostuvo en alto para que se viera. Al cabo de un minuto, los ochenta y tres cardenales alzaron su tarjeta, al igual que media docena de los holos interactivos.
El escrutador comenzó a llamar a los cardenales en orden de precedencia. El cardenal Lourdusamy fue el primero. Caminó hasta la mesa de los escrutadores bajo la mirada del terrible Cristo del fresco. Haciendo una genuflexión ante el altar, Lourdusamy inclinó la cabeza en una muda plegaria. Al levantarse dijo en voz alta:
—Tomo como testigo al Señor Cristo, quien será mi juez, de que mi voto es otorgado a quien considero ante Dios digno de ser elegido.
Lourdusamy apoyó su tarjeta plegada en la bandeja de plata que había sobre la urna. El voto cayó en la urna cuando levantó la bandeja.
El diácono de los escrutadores asintió; Lourdusamy se inclinó ante el altar y regresó a su sitial.
El cardenal Mustafa, el gran inquisidor, avanzó majestuosamente hacia el altar para arrojar el segundo voto.
Más de una hora después se hizo el recuento. El primer escrutador sacudió la urna para mezclar los votos. El segundo escrutador los contó, incluidos los seis votos copiados de los holos interactivos, y los depositó en una segunda urna. La cuenta igualaba la cantidad de cardenales votantes. El escrutinio continuó.
El primer escrutador desplegó una tarjeta, anotó el nombre y entregó la tarjeta al segundo escrutador, quien tomó nota y se la pasó al tercer y último escrutador. Este hombre —el cardenal Couesnongle— dijo el nombre en voz alta antes de anotarlo.
Cada cardenal anotó el nombre en una pizarra provista por los escrutadores; al final del Cónclave, las pizarras serían borradas para que no quedara ningún registro de la votación.
Y así continuó la ceremonia. Para Lourdusamy y el resto de los cardenales presentes, el único misterio era si los electores disidentes introducirían un nuevo nombre.
Una vez leída cada tarjeta, el último escrutador pasaba una aguja por la palabra
Eligo
y deslizaba la tarjeta por el hilo. Una vez leídos todos los votos en voz alta, hicieron nudos en cada extremo del hilo.
El candidato vencedor fue recibido en la capilla. Frente al altar, en simple sotana negra, el hombre parecía humilde y un poco abrumado.
—¿Aceptas tu elección canónica como supremo pontífice? —le preguntó el diácono.
—Acepto —dijo el sacerdote.
Pusieron un sitial delante del sacerdote. El diácono alzó las manos y entonó:
—Aceptando tu elección canónica, esta asamblea, a los ojos de Dios Todopoderoso, te reconoce como obispo de la Iglesia de Roma, papa verdadero y jefe del Colegio de Obispos. Que Dios te aconseje bien mientras te otorga pleno y absoluto poder sobre la Iglesia de Jesucristo.
—Amén —dijo el cardenal Lourdusamy, tirando de la cuerda que bajaba el dosel de su sitial. Ochenta y tres doseles físicos y treinta y siete holográficos bajaron al mismo tiempo, hasta que sólo quedó levantando el del nuevo papa. El sacerdote, ahora pontífice, se reclinó en el asiento bajo el dosel papal.
—¿Qué nombre escoges como supremo pontífice? —preguntó el diácono.
—Escojo el nombre Urbano XVI —dijo el sacerdote.
Los cardenales murmuraron. El diácono extendió la mano y él y los demás escrutadores se llevaron al sacerdote de la capilla. Los murmullos y susurros se intensificaron.
El cardenal Mustafa se inclinó en su sitial y le dijo a Lourdusamy:
—Debe estar pensando en Urbano II. Urbano XV fue un pusilánime del siglo veintinueve que no hacía más que leer novelas policíacas y escribir cartas para su ex-amante.
—Urbano II —reflexionó Lourdusamy—. Sí, por supuesto.
Al cabo de unos minutos, los escrutadores regresaron con el sacerdote, ahora papa, vestido de puro blanco: una sotana con capa blanca, un
zuchetto
o gorra blanca, una cruz pectoral y una faja blanca. El cardenal Lourdusamy se arrodilló en el piso de piedra, como todos los demás cardenales, reales y holográficos, mientras el nuevo pontífice daba su primera bendición.
Los escrutadores y los cardenales presentes quemaron en la estufa los votos unidos por un hilo negro, añadiendo suficiente
bianco
químico para que
fumata
fuera bien blanca.
Los cardenales se marcharon de la Capilla Sixtina y atravesaron los antiguos corredores y senderos de San Pedro, y el diácono salió solo al balcón para anunciar el nombre del nuevo pontífice a las multitudes.
Entre los quinientos mil individuos que esperaban esa mañana en la abarrotada Plaza de San Pedro estaba el padre capitán De Soya. Lo habían liberado de su prisión
de facto
unas horas antes. Esa tarde debía presentarse en el puerto espacial de Pax para dirigirse a su nuevo puesto. Atravesando el Vaticano, De Soya había seguido las multitudes —que luego lo habían engullido— mientras hombres, mujeres y niños desembocaban en la plaza como un gran río.
Estalló una gran ovación cuando las volutas de humo blanco salieron de la chimenea. La numerosa multitud creció a medida que se sumaban otros miles. Cientos de guardias suizos contenían a la muchedumbre en la entrada de la Basílica y frente a las zonas privadas.
Cuando salió el diácono para anunciar que el nuevo papa se llamaría Urbano XVI, la muchedumbre jadeó. De Soya se quedó boquiabierto de sorpresa. Todos habían esperado a Julio XV. La idea de que otro fuera papa era impensable.