Read El caballero de Solamnia Online

Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (22 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
6.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Entendía muy bien el punto de vista de Agion. Para entonces ya apreciaba más a aquella grande y estúpida criatura. Pero mientras siguiera queriendo encontrar pruebas fehacientes, seguiríamos estancados en medio del pantano: no había cabezas de sátiros porque no había más sátiros, en el caso de que los hubiera habido alguna vez.

Bayard, por su parte, no había desistido de la idea de participar en el torneo del Castillo di Caela. Seguía teniendo planes de llegar a tiempo para poner su nombre en las listas para las justas y ganar la mano de Enid di Caela, por cuya sonrisa nunca vista o por cuya mirada de aprobación tampoco nunca vista nuestro héroe sería feliz de dejar sin sentido a todas las cabezas de los varones célibes de Ansalon. Todavía faltaban once días, afirmó, y si partiésemos de inmediato llegaríamos al Castillo di Caela con mucha anticipación, sin necesidad de agotarnos nosotros ni a
Valorous.
Siempre y cuando partiéramos sin demora.

Partir sin demora era también de mi agrado. Aquél era un lugar triste, y tampoco había olvidado a mi hermano mayor enterrado en alguna parte no muy lejos de allí vestido con la armadura de Padre, y si de alguna manera apareciera en el mundo de los vivos, vivo o muerto, ello sería muy comprometedor para mi persona.

—Agion —argumentó Bayard—, nos hemos mantenido juntos, hemos luchado uno junto al otro. Si hiciéramos balance de lo sucedido ayer por la noche, estoy seguro de que encontraríamos un momento en el que nos salvamos la vida el uno al otro. Dados estos lazos, los vínculos de confianza que han surgido entre nosotros, ¿cómo puedes todavía impedirme que me vaya?

—Me mantengo en ello.

Tuve que intervenir. Así no íbamos a ninguna parte.

—Mira, Agion —empecé a decir, apoyándome contra la pared de la choza, y al darme cuenta de ello me separé cauteloso, desconfiando de la construcción ruinosa—. Mira, Agion, ¿qué es lo que te mantiene en tus trece para no dejarnos partir sin complicaciones, una vez demostrada nuestra inocencia con nuestros actos? ¿O continúas pensando que fuimos nosotros los que azuzamos a los sátiros?

—Duda no cabe de que sois las más nobles de las almas, Maese Bayard y Maese Galen —proclamó Agion—. Esto no podría negarlo. Pero por razones parejas, Archala y mis mayores son, bueno, son Archala y mis mayores. A ellos debo obediencia y por ellos debo respetar mis promesas.

—Exactamente, ¿cuál fue tu promesa, Agion?

Con mi pregunta el gran centauro levantó las cejas y se rascó la cabeza con un gesto que, para mi turbación, me recordó a Alfric.

—Si bien recuerdo, Maese Galen, éstas las palabras exactas son. Que no debería «nunca permitir que ni el Caballero ni su escudero dejen de estar custodiados por ti hasta que los hayas puesto de nuevo bajo la custodia de tus mayores».

Perfecto.

—¿Así que simplemente prometiste no dejar de custodiarnos hasta habernos devuelto? —repetí insistiendo al centauro, quien se había alejado de la plataforma para ponerse junto a un castaño al que empezó a quitarle hojas.

—Sí, Maese Galen —respondió, metiéndose un puñado de hojas de castaño en la boca.

—Entonces, acompáñanos.

Agion se tragó lo que tenía en la boca.

—¿Acompañaros?

—¿Acompañarnos? —preguntó Bayard parándose en seco y haciendo resonar la plataforma.

—¿Por qué no? Supongo que habrás oído aquello de dejar la letra intacta, ¿verdad, Agion?

—Sí —dijo dudando.

—Pues bien —continué—, si nos acompañas, Agion, no romperás tu promesa. Puede que llegue el día, no,
llegará
el día, sin lugar a dudas, en que se pruebe que somos inocentes, y lo verá incluso el juez más desconfiado. Pero hasta entonces, tenemos muchas cosas pendientes. Y ello incluye un torneo de aquí a once días, en el que —incliné respetuosamente la cabeza ante Bayard— se espera que estemos presentes.

Aquello dejó a Agion en un callejón sin salida. Cruzó los brazos, se perdió en meditaciones, golpeó con insistencia el suelo húmedo del claro con su pata delantera derecha. Estaba en un dilema que bien me podía imaginar y mi corazón lo acompañó en su confusión y buenas intenciones.

Agion aceptó mis razones. Cabeceó vigorosamente, y en su sosa cara apareció una sonrisa sosa. Dio unas coces al aire inesperadamente, y eso asustó a algunas de las cabras que se encontraban por allí.

—Está claro, Maese Galen. Si no regreso hasta mis mayores con vosotros, no rompo mi promesa. No habré roto mi promesa. ¡Por lo que lo mejor que puedo hacer es ir con vosotros!

* * *

El Castillo di Caela se encontraba todavía a bastante distancia de donde estábamos. Tendríamos que viajar hacia el sur yendo por el sureste, cruzar las Montañas Vingaard por un camino que Bayard recordaba, luego proseguir y tomar dirección hacia el suroeste de las Llanuras de Solamnia, vadear el afluente más al sur del Río Vingaard y hacer alto a medio camino entre el vado y Solanthas. Era una semana de camino en vuelo de corneja.

Desgraciadamente ninguno de nosotros éramos cornejas y tendríamos que apresurarnos para ganar el tiempo que perdimos entre centauros, sátiros y Escorpiones. Diez días, calculó Bayard, con buen tiempo y sin distracciones.

Montado sobre
Valorous,
arropado nada más que con un manto y una embarrada túnica para el camino, Bayard nos sacó de los pantanos. Cabalgando hacia tierras altas y entrando en tierras más secas y con menos espesura, llegamos a lo que pensé que era un pequeño montículo pero resultó ser una meseta, desde donde se podía ver que la tierra se extendía hacia el este sin accidentes si se exceptúan unas manchas de bosques aquí y allá y la carretera, por la que íbamos a caballo, todavía encharcada con la lluvia de la tromba de agua del día anterior.

El paisaje era bonito, pero carecía de interés.

Mirando hacia atrás vi los pantanos que acabábamos de dejar, y preferí lo que nos esperara en el futuro antes que aquel enredado y enmarañado misterio que quedaba detrás de nosotros. Nunca había visto los campos, pues nunca había estado lejos de casa. Mirando hacia atrás me di cuenta de que los pantanos estaban cambiando, aunque no a la velocidad que nos había maravillado e irritado durante nuestra estancia en su centro. Ahora el pantano estaba amarilleando, se estaba volviendo gris en sus límites. Sabía que aquello tenía alguna relación con la desaparición del Escorpión, pero también sentí que al dejarlo nosotros el otoño comenzaba en aquella tierra.

El pantano no era lo único que dejábamos atrás. Pensé en Brithelm encaramado en la plataforma, diciéndonos adiós con la mano al dejar el yermo claro central del pantano. Había decidido quedarse en su ermita, allí entre cabras y mosquitos, para establecerse allí y pensar en la grandeza de los dioses.

Deseé que no le ocurriera nada malo a Brithelm, aunque estaba más que contento de deshacerme de él. Era estúpido y me sacaba de quicio, pero era probablemente el mejor del ramillete de los Pathwarden, incluyéndome a mí. El problema consistía en que el mundo no acogía al mejor. En ninguna parte mejor que perdidos en los pantanos, aquellos dos hermanos míos. Y en cierta manera, la fatalidad los había dejado empantanados.

Podía recordar la despedida y a mi hermano visionario de pie corriendo todo tipo de riesgos al filo de la plataforma, rodeado de cabras, mirando cómo nos alejábamos nosotros tres a caballo.

—No mires las cosas directamente, hermanito, pues la intuición radica en el rabillo del ojo —gritó; un último consejo para la carretera.

—¿Qué queréis decir con eso, santo hombre? —preguntó Agion. Pero Brithelm ya nos había dado la espalda y se había metido en aquella desbaratada choza.

Al mirar por última vez a Brithelm, antes de perderse en la sombra por la destrozada puerta de la choza, vi que sacaba algo plateado de su bolsillo y que se lo llevaba a los labios.

El silbato de perros de Huma.

De los pastos cercanos, las cabras acudieron hacia el chamizo.

Me volví, sentimental y un poco triste, cabalgando sobre Agion, y miré hacia lo que me esperaba en mi viaje: el este, el futuro.

—Eso está mejor, Galen —dijo Bayard, y yo no podía imaginar todo lo que tendría que oír de ahora en adelante—. Es mejor mirar hacia adelante y no hacia atrás, ya que detrás de ti quedan los lodazales y las tierras movedizas, que, como bien sabes, pueden engullir tus mejores intenciones.

¿Qué quería decir con aquello? ¿Sabía algo de lo de Alfric? No dije nada, recé en silencio para que el honor que con tanto ahínco defendía no le dejara deducir, ni siquiera creer, que yo había abandonado en medio de tierras movedizas a mi miserable hermano.

Pero no, aquello sólo era un poco de filosofía para comenzar a contar su larga e intrincada historia, plagada de usurpadores, de violencia, de carencias y de inhumanidad del hombre hacia el hombre. A veces casi llegó a ser interesante, y a veces deseé tener la capacidad de Agion para no enterarme de nada.

* * *

—El tercer capítulo del
Libro de Vinas Solamnus,
el gran texto que sólo se puede encontrar íntegro en la Biblioteca de Palanthas, trata de lo acaecido a la familia de los di Caela. Una historia que comienza desde los tiempos en que misteriosamente llegaron del Norte, por las puertas de Paladine, cuando el fundador de la dinastía, Gerald di Caela el Viejo, se unió a los Vinas Solamnus, añadiendo su nombre a la más antigua y orgullosa lista de la Caballería.

El texto también hace referencia a los Brightblade, cuyo linaje estaba en los comienzos y, orgullosos, están incluidos en aquella lista.

Los Pathwarden aparecen más tardíamente, me consta. Bayard era demasiado cortés como para mencionar aquel hecho, pero nos habían enseñado desde niños, y muy bien, que no pertenecíamos a aquella escasa docena de Viejas Familias y cómo esto afectaría a nuestras vidas.

—Así la familia destacó en honor y prominencia durante mil años o más, hasta que hace unos cuatrocientos años el título —el di Caela, si queréis, el
paterfamilias-
- recayó en un tal Gabriel di Caela. Parece ser que Gabriel el Viejo tuvo tres hijos. El mayor se llamaba Duncan, si no me falla la memoria, y el más joven de los hijos, Gabriel, como el padre. Pero es Benedict di Caela, el mediano, que no tenía derecho a heredar el título debido a su lugar en la sucesión familiar, quien se encuentra en el centro de esta oscura y turbulenta historia.

Agion se inclinaba hacia adelante al caminar, se frotaba las manos huesudas y sonreía.

—En la mayoría de las viejas historias —intervino— le llega al hijo mediano una gracia particular. No tiene derecho a heredar nada y acaba con la mejor parte de la herencia.

—Pero lo que estamos escuchando es historia, Agion —interrumpí—, en la cual el hijo mediano tiene todas las probabilidades de no tener derechos, de ser rechazado, a no ser que algo inesperado le ocurra al Duncan en la historia de Bayard. Y lo que es más: normalmente el hijo menor es el más agraciado en las historias, y el que menos en el mundo real de todos los días.

Bayard se acomodó en la silla y se puso la capucha para protegerse del viento frío de la tarde.

—Estáis los dos equivocados —afirmó sin más comentario—. Quizá deberíais escuchar con más atención —añadió— en vez de exponer vuestras ridículas teorías sobre la justicia.

»
La historia de este Benedict —continuó, cambiándose las riendas de una mano a la otra— comenzó por un acto de envidia y, según tengo entendido, acaba aquí. Se mantuvo separado de sus hermanos, allí en el viejo castillo de Gabriel: el Castillo di Caela, llamado así finalmente por razones obvias.

»
Allí el joven Benedict se dedicó a la intriga, "mezclando veneno en sus pensamientos, soñando con accidentes", como consta en el viejo
Libro de Vinas Solamnus.
Pero se puede descubrir el origen de los accidentes, y en aquellos tiempos los clérigos de Mishakal tenían medios para anular, o para hacer completamente reversible el envenenamiento. Incluso si acudían tarde, si el pobre desgraciado había perecido por efecto del veneno, con lo que sus poderes de reversión y curación eran nulos, aun así podían hallar la causa del envenenamiento examinando la sangre, determinar los ingredientes, cuándo fue administrado y quién había preparado la pócima.

»
Cuando todo aquello fallaba, podían hacer hablar al muerto, descubrir al asesino. Así durante años el joven Benedict mezcló las pócimas sólo en su mente, pues era demasiado tímido como para asesinar a nadie. Por ello solía estar solo, meditando y repensando con ánimo vengativo.

»
El más eficaz de los venenos, por supuesto, es el de la envidia —pronunció Bayard, y me miró fijamente, esperando alguna respuesta.

—Bien, Sir, antepondría la cicuta a la envidia, ya que he visto a hombres envidiosos vivir durante años. Pero no soy boticario. No tengo talento para la farmacia.

—Ni para la metáfora —replico Bayard, y siguió contando la historia—. Así pues, en un sentido, en un sentido
metafórico,
Benedict se envenenó a sí mismo allí en el castillo, al dejar volar sus pensamientos. Y cuando alguien está tan emponzoñado, tan envenenado en pensamiento y obra, cada uno de sus descubrimientos está también envenenado. Todo lo que toca es veneno.

—¿Como el Escorpión? —pregunté y al instante deseé retirar aquellas palabras. Porque había dado a mi Némesis un nombre en aquel instante, había revelado que sabía más sobre el hombre de negro que había rodado por la casa del foso y del pantano, que sabía más de lo que un honrado muchacho debería saber. Incliné la cabeza, cerré los ojos, y esperé lo peor.

Pero oí que Agion añadía:

—O como la víbora.

Alcé la vista y vi que Bayard lo confirmaba con la cabeza.

—O como las ponzoñosas criaturas de leyenda y de historia, Agion. Sí, podrías decir que Benedict era una de esas criaturas, en cierto sentido.

»
Pues el veneno se había hecho fuerte dentro de él hasta tal punto que lo que descubrió, que se podría haber utilizado para beneficiar a todos los que le rodeaban, incluso le podría haber proporcionado una herencia que sobrepasaría la de sus hermanos, sin embargo se desvió hacia cosas monstruosas y perversas. Como hizo con el péndulo.

¿Péndulo? Había algo sobre...

—Lo encontró, en verdad —explicó Bayard—, en la bodega del mismísimo Castillo di Caela que tanto ansiaba heredar, mientras tanteaba en la oscuridad buscando un lugar donde hacer prácticas de las quimeras que estaba aprendiendo, cada vez más ido y fantasioso. Se apoderó del péndulo, sin sospechar en absoluto sus poderes. Hasta que lo miró a la luz, y lo llevó a sus aposentos, que se encontraban en la parte más alta del castillo. Allí, sacándolo de los pliegues de sus vestidos, lo vio bien por primera vez.

BOOK: El caballero de Solamnia
6.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

From This Day Forward by Deborah Cox
Her Tycoon to Tame by Emilie Rose
The Witch of Belladonna Bay by Suzanne Palmieri
A Nation Like No Other by Newt Gingrich
Loving, Faithful Animal by Josephine Rowe
The Seance by Heather Graham
Midnight Fear by Leslie Tentler
Lone Star Holiday by Jolene Navarro