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Authors: Chris Bradford
Un barco inglés del siglo XVII naufraga en las costas de Japón. El único tripulante que sobrevive al ataque de unos guerreros ninja es el joven Jack, quien antes de desmayarse presencia la muerte de su padre a manos de uno de ellos.
Chris Bradford
El joven samurai:
el camino del guerrero
ePUB v1.0
adruki06.09.11
Nota:
El joven samurái
es una obra de ficción que, a pesar de estar inspirada en figuras, acontecimientos y hechos históricos, no pretende reflejarlos con total exactitud. Es más un eco de los tiempos que una recreación de la historia.
Advertencia:
No intenten reproducir ninguna de las técnicas descritas en este libro sin la supervisión de un instructor de artes marciales cualificado. Se trata de llaves muy peligrosas que pueden causar heridas fatales. El autor no se hace responsable de los daños que pueda acarrear la puesta en práctica de estas técnicas.
A mi padre
Kioto, Japón, agosto de 1609
El muchacho despertó de repente y agarró rápidamente la espada.
Tenno apenas se atrevía a respirar: sentía que había alguien más en la habitación. Sus ojos trataban de acostumbrarse a la oscuridad mientras se afanaban en encontrar signos de movimiento. Pero no conseguían distinguir nada, sólo sombras dentro de sombras. Tal vez se había equivocado... Sin embargo, sus conocimientos de samurái le advertían de lo contrario.
Tenno escuchó con atención pendiente de cualquier sonido que pudiera desvelar la presencia de un intruso. Pero no oyó nada fuera de lo normal: llegaba desde el jardín el susurro de los cerezos en flor agitados por la suave brisa, y el tintineo del agua de la fuente al caer al estanque acompañaba la persistente canción que un grillo cercano entonaba cada noche. El resto de la casa estaba en silencio.
Sin duda debía de estar exagerando. No era más que uno de esos malos espíritus
kami
que había decidido perturbar sus sueños, pensó.
Todos los miembros de la familia Masamoto se habían pasado el mes con los nervios de punta. Los rumores de guerra no cesaban y ya se hablaba de posibles rebeliones. De hecho, el propio padre de Tenno había sido requerido para ayudar a sofocar cualquier alzamiento potencial. La paz de la que Japón había disfrutado durante los últimos doce años de repente se veía amenazada, y la gente temía que estallase de nuevo otra guerra. No era extraño que estuviera inquieto.
Tenno bajó la guardia y se dispuso a seguir durmiendo en su futón. El grillo nocturno cantó de pronto un poco más fuerte y la mano del muchacho agarró instintivamente con más fuerza la empuñadura de su espada. Su padre le había dicho una vez: «Un samurái siempre debe obedecer a sus instintos», y sus instintos le decían que algo iba mal.
Se incorporó en la cama para levantarse a investigar.
De repente una estrella de plata apareció girando de la oscuridad.
Tenno se hizo a un lado, pero su reacción llegó un segundo demasiado tarde.
El
shuriken
le cortó la mejilla y fue a clavarse en el futón, justo donde antes había estado reposando su cabeza. Mientras rodaba por el suelo, el muchacho sintió la sangre caliente corriéndole por el rostro. Y entonces oyó que un segundo
shuriken
se clavaba con un golpe seco en el tatami. Tenno se puso en pie con un movimiento fluido alzando la espada para protegerse.
Una figura espectral vestida de negro de la cabeza a los pies se movió en las sombras.
«¡Ninja!» El asesino japonés de la noche.
Con lentitud medida, el ninja desenvainó de su saya una espada de aspecto ominoso. A diferencia de la catana curva de Tenno, la
tanto
era corta, recta, ideal para apuñalar.
El ninja avanzó un paso silencioso y alzó la
tanto
: era como una cobra humana preparándose para atacar.
Dispuesto a anticiparse al ataque, Tenno levantó la espada para asestarle un buen golpe al asesino que se aproximaba. Pero el ninja esquivó con destreza la catana del muchacho, y giró sobre sí mismo para darle una patada en el pecho.
Impelido hacia atrás, Tenno atravesó de un salto el fino papel de la puerta
shoji
de su habitación y se adentró de golpe en la noche. Aterrizó pesadamente en medio el jardín interior, desorientado y luchando por controlar su respiración.
El ninja pasó al otro lado de la abertura y se posó de un salto ante él, como un gato.
Tenno trató de plantarle cara y de defenderse, pero sus piernas cedieron. Se habían vuelto pesadas e inútiles. El pánico se apoderó de él: trató de gritar, de pedir ayuda, pero la garganta se le había cerrado. Le ardía como si estuviera en llamas y sus gritos eran puñaladas asfixiantes en busca de aire.
El ninja apareció y desapareció ante su vista hasta que de pronto se desvaneció en un remolino de humo negro.
Mientras su visión se nublaba, el muchacho advirtió que el
shuriken
que le había lanzado el ninja estaba empapado en veneno. Su cuerpo sucumbía a sus letales poderes, se iba paralizando miembro a miembro, y él quedaba a merced de su asesino.
Cegado, Tenno intentó escuchar, pero sólo pudo oír el canturreo del grillo. Recordó que su padre había mencionado que los ninja usaban el ruido que emitían los insectos para disfrazar el sonido de sus propios movimientos. ¡Así había conseguido su atacante pasar desapercibido entre los guardias!
Tenno recuperó brevemente la visión y, bajo la pálida luz de la luna, distinguió un rostro enmascarado flotando hacia él. El ninja se le acercó tanto que el muchacho pudo oler el caliente aliento del asesino, agrio y rancio como el sake barato. A través de la rendija de su
shinobi shozoko
, Tenno vio un único ojo verde esmeralda encendido por el odio.
—Esto es un mensaje para tu padre —susurró el ninja.
Tenno sintió la presión fría de la punta de la
tanto
sobre su corazón.
Un solo movimiento y todo su cuerpo fue presa de un dolor lacerante...
Luego, nada...
Masamoto Tenno había pasado al Gran Vacío.
Océano Pacífico, agosto de 1611
El muchacho despertó de repente.
—¡He dicho: «Todos a cubierta»! —gritó el contramaestre—. ¡Eso también te incluye a ti, Jack!
El rostro ajado del contramaestre asomó en la oscuridad y clavó la mirada en el muchacho, que abandonó rápidamente la bamboleante hamaca para plantarse de un salto en el suelo de madera de la cubierta central del barco.
Jack Fletcher tenía sólo doce años, pero, en los dos años que había vivido en el mar, se había convertido en un muchacho alto, esbelto y musculoso. Tenía los ojos de un azul profundo, y su mirada, oculta bajo la maraña de pelo rubio que había heredado de su madre, brillaba con una fuerza y una determinación poco habituales en su edad.
Los tripulantes del
Alexandria
, cansados tras el largo viaje, saltaron de sus camastros y se precipitaron a toda prisa hacia la cubierta principal, dejando atrás a Jack. El muchacho le dirigió al contramaestre una triste mirada de disculpa.
—¡Vamos, muchacho, adelante! —rugió el contramaestre.
De pronto, se produjo una fuerte sacudida. Todas las maderas del barco crujieron, y Jack perdió el equilibro. La lamparilla de aceite que colgaba de la viga central de la oscura sentina se agitó salvajemente mientras su llama chisporroteaba.
Jack fue a aterrizar entre un montón de toneles vacíos, que acabaron rodando por los tablones combados del suelo. Mientras intentaba incorporarse, un atajo de hombres de aspecto mugriento y famélico pasaron a toda prisa junto a él en la oscuridad. Una mano lo agarró por el cuello de la camisa y lo puso en pie.
Era Ginsel.
El holandés, un hombre bajito, pero fornido, le sonrió mostrándole esos dientes rotos e irregulares a los que debía su aspecto de gran tiburón blanco. A pesar de su dura apariencia, el marinero siempre había tratado a Jack con amabilidad.
—Ginsel, ¿qué demonios está pasando? —preguntó Jack.
—¡Nos ha alcanzado otra tormenta, Jack! ¡Se diría que el Infierno ha abierto aquí sus puertas! —respondió Ginsel—. Será mejor que subas a cubierta antes de que el contramaestre te corte la piel a tiras.
Jack se apresuró a seguir a Ginsel y el resto de la tripulación escaleras arriba, y todos salieron al corazón de la tormenta.
Amenazadoras nubes negras surcaban los cielos y las quejas y los gruñidos de los marineros quedaron inmediatamente ahogadas por el implacable viento que sacudía el velamen del barco. El olor a sal marina golpeó la nariz de Jack y una lluvia helada le abofeteó la cara, picoteándolo como un millar de agujas diminutas. Y, antes de que tuviera tiempo de situarse, una ola gigantesca alcanzó el barco.
La cubierta se cubrió de agua y espuma y Jack quedó calado hasta los huesos. El agua caía a cántaros por los imbornales, y cuando Jack abrió la boca dispuesto a tomar aire, otra ola, aún más fuerte que la anterior, barrió la cubierta. Jack perdió el equilibrio y consiguió a duras penas agarrarse a la amura para no caer por la borda.
En cuanto Jack logró ponerse en pie de nuevo, la irregular línea de un relámpago se abrió paso por el cielo nocturno y alcanzó el palo mayor. Durante un breve instante, todo el navío quedó iluminado por una luz espectral. El barco mercante de tres palos, el
Alexandria
, se hallaba sumido en el caos. La tripulación yacía desperdigada por las cubiertas como restos de madera a la deriva. En lo alto del penol de la verga, un grupo de marineros batallaba contra los elementos, tratando de soltar la vela mayor antes de que el viento la rasgara o acabara haciendo volcar el barco.
En el alcázar, el tercer oficial, un gigante de más de dos metros con una rebelde barba roja, luchaba con el timón. Junto a él, el rostro severo del capitán Wallace gritaba órdenes a la tripulación, pero todos sus esfuerzos eran en vano: el viento se llevaba sus palabras antes de que nadie pudiera oírlas.
Había en el alcázar un tercer hombre: era un marino alto y poderoso que llevaba sus cabellos castaño oscuro recogidos en una coleta. Este hombre era John Fletcher, padre de Jack y piloto del
Alexandria
, y no apartaba ni un segundo los ojos del horizonte, como si esperara taladrar la tormenta y alcanzar la seguridad de las tierras que se extendían más allá.