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Authors: Chris Bradford

El camino del guerrero (4 page)

BOOK: El camino del guerrero
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—Pero bueno, ¿acaso no sabes nada, erizo de mar? —escupió Pipa, un hombrecillo huesudo cuya piel le colgaba de los huesos como papel de pergamino—. Estamos en Japón. Los japoneses no son indígenas indefensos y desnudos. Son luchadores. ¡Asesinos! ¿Has oído hablar de los samuráis?

Christian negó con la cabeza sin siquiera despegar los labios.

—Se dice que los samuráis son los guerreros más mortíferos, sañudos y malignos que han pisado nunca la faz de la tierra. ¡Te matarán en cuanto te vean!

Christian abrió los ojos, horrorizado, e incluso Jack, que conocía bien la reputación de charlatán de Pipa, se sintió sorprendido por su terrible descripción.

El anciano hizo una pausa para encender su pipa y la chupó lánguidamente. Otros marineros se habían unido a ellos y se apretujaban a su alrededor.

—Los samuráis trabajan para el mismísimo diablo. ¡He oído que te cortan la cabeza si no te inclinas ante ellos como si fueras un esclavo!

Christian se estremeció, y algunos de los hombres se echaron a reír.

—Así que si alguna vez os encontráis con un samurái, inclinaos. ¡Inclinaos bien inclinados!

—¡Ya está bien, Pipa! ¡Ya basta de meterle miedo a la gente! —intervino el contramaestre, que había acudido a ver qué distraía a los hombres de su trabajo—. Vamos, poned este barco a punto de una vez... ¡Tenemos que zarpar mañana al amanecer!

—A la orden, señor —canturrearon todos los hombres, volviendo a toda prisa a su trabajo.

Esa noche la inquietud creció entre la tripulación. La historia de Pipa sobre los samuráis y la revelación de Jack sobre los
wako
habían corrido como la pólvora y los vigías habían empezado a ver sombras negras moviéndose en el bosque.

Al día siguiente, nadie apartaba los ojos de la orilla y, a pesar de que no se veía un alma, todos trabajaban esa mañana dominados por una febril ansiedad.

Casi había anochecido cuando el
Alexandria
quedó listo para zarpar. El contramaestre llamó a todos los hombres a cubierta y Jack esperó ansiosamente a oír las órdenes del capitán.

—Caballeros, han hecho ustedes un buen trabajo —anunció el capitán Wallace—. Si el viento es favorable, al amanecer zarparemos hacia Nagasaki. ¡Todos se han ganado una ración extra de cerveza!

Toda la tripulación dejó escapar un aplauso entusiasta. No era nada habitual que el capitán se mostrara tan generoso. Sin embargo, cuando los vítores se apagaron, se oyó gritar al vigía desde la cofa:

—¡Barco a la vista! ¡Barco a la vista!

Todos se volvieron como un solo hombre hacia el mar.

Allí, en la distancia, se distinguía el ominoso contorno de un barco... Con la bandera roja de los
waco.

5
Sombras de las noche

La noche era negra como la brea, la vieja luna había desaparecido, y el barco
wako
pronto quedó envuelto en una oscuridad absoluta.

El capitán, consciente de la posibilidad de un ataque, había doblado la guardia en cubierta. Mientras, en el interior del buque, los marineros fuera de servicio se susurraban unos a otros sus temores. Agotado, Jack yacía silencioso en su camastro, contemplando el chisporroteo de la lámpara de aceite, a cuya luz los rostros de los hombres aparecían descarnados y espectrales.

Jack debió de quedarse adormilado, porque cuando volvió a abrir los ojos la lámpara de aceite se había apagado. ¿Qué lo había despertado? Reinaba un silencio absoluto, salvo por los ronquidos de algunos de los marineros, pero a pesar de ello se sintió inquieto.

Jack saltó de su camastro y subió las escaleras. No había luz en cubierta. Ni una sola estrella brillaba en el firmamento, y esa oscuridad absoluta le resultó preocupante. Cruzó la cubierta, palpando su camino. Parecía no haber nadie cerca y esto incrementó aún más su sensación de intranquilidad.

Entonces, sin aviso previo, chocó contra un vigilante.

—¡Demonios! —exclamó el marinero—. Me has dado un susto de muerte.

—Lo siento, Pipa —dijo Jack, viendo la pequeña pipa de barro entre los labios del hombre—. Pero ¿por qué están apagadas todas las mechas?

—Para que los
wako
no puedan vernos, estúpido —susurró Pipa, y luego sorbió su pipa apagada—. ¿Qué estás haciendo en cubierta? He estado a punto de rebanarte el pescuezo.

—Esto... No podía dormir.

—Bien. Pero éste no es sitio para dar paseos de medianoche. Vamos armados con pistolas y espadas por si los
wako
atacan, así que vuelve abajo. No querrás estropear esa linda carita tuya, ¿no?

Pipa le dedicó a Jack una amplia sonrisa mellada y alzó una hoja de aspecto oxidado ante su cara. Jack no estaba seguro de si Pipa hablaba en serio, pero no iba a quedarse ahí para averiguarlo.

Se retiró a la escalera.

Cuando se disponía a bajar, le dirigió una última mirada al marinero, que estaba junto a la amura, encendiendo su pipa. El brillo rojo del tabaco resaltó como un ascua en la oscuridad.

De repente, el brillo desapareció, como si una sombra lo hubiera engullido. Jack oyó entonces una leve exhalación de aire y el golpeteo de la pipa al caer contra la cubierta, y vio el cuerpo del marinero desmoronándose silenciosamente en el suelo. La sombra voló por los aires y desapareció en los aparejos.

Jack se quedó demasiado aturdido para poder gritar. ¿Qué acababa de ver? ¿Había llegado a ver algo? Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y le pareció distinguir sombras arrastrándose en silencio por todo el barco. Otros dos vigilantes de la cubierta de proa fueron tragados por las sombras y se desplomaron. Lo extraño de todo aquello era el silencio sepulcral en el que se producía el ataque. Y eso era, advirtió Jack: un ataque.

Jack bajó entonces a toda prisa las escaleras y se lanzó hacia el camarote de su padre.

—¡Padre! —gritó—. ¡Nos atacan!

John Fletcher saltó de su camastro y agarró la espada, el cuchillo y las dos pistolas que tenía preparadas sobre la mesa. Estaba completamente vestido, como si esperara problemas, y rápidamente se envainó la espada y se colocó las pistolas y el cuchillo en el cinturón.

—¿Por qué no ha alertado la guardia? —preguntó.

—No hay guardia, padre. ¡Están todos muertos!

John se detuvo en seco y se dio media vuelta, incrédulo. Pero una mirada al rostro ceniciento de su hijo le convenció. Se sacó el cuchillo del cinturón y se lo entregó a Jack junto con la llave del camarote.

—No salgas de este camarote. ¿Me oyes? Pase lo que pase, no salgas —ordenó.

Jack asintió, obediente: estaba demasiado aturdido como para discutir.

Nunca había visto así a su padre. Juntos habían sobrevivido a los ataques de los barcos portugueses mientras navegaban por aguas suramericanas y atravesaban el difícil Estrecho de Magallanes. Pero hasta entonces su padre nunca le había mandado que se quedase en el camarote. Siempre había luchado codo con codo junto a su padre, aunque sólo fuera recargándole la pistola.

—Echa la llave... Y espera mi regreso —ordenó su padre mientras cerraba la puerta tras él.

Jack lo oyó desaparecer por el pasillo, congregando a los hombres.

—¡Todos a cubierta! ¡A las armas! ¡Nos abordan!

Jack cerró la puerta del camarote. Sin saber qué otra cosa hacer, se sentó en el camastro. Pudo oír el sonido de los pies descalzos de los hombres que acudían a toda prisa a la llamada de su padre. Y cuando subieron a cubierta, sólo hubo gritos y chillidos.

Luego, silencio.

Jack escuchó con atención. Lo único que podía oír era el crujido de las tablas mientras los hombres se movían con cautela. Parecía haber cierta confusión.

—¿Dónde está el enemigo? —exclamó uno de los marineros.

—No hay ningún ataque... —dijo otro.

—¡Silencio! —ordenó su padre, y los hombres se callaron.

La gravedad del silencio era enervante.

—¡Venid aquí! —exclamó Ginsel—. Pipa está muerto.

De repente, pareció que el infierno se desencadenaba. Se oyó la detonación de una pistola, seguida de más disparos. Los hombres gritaron.

—¡ESTÁN EN LOS APAREJOS! —chilló alguien.

—¡Mi brazo! ¡Mi brazo! —exclamaba otro, y sus gritos de angustia fueron cortados pronto ominosamente.

Las espadas entrechocaron. Los pies corrieron por cubierta. Jack pudo oír los gruñidos e imprecaciones del combate a brazo partido. No supo qué hacer. Estaba aterrado, capturado entre dos miedos: luchar o esconderse.

Los sonidos de la batalla remitían, sustituidos por los gemidos de los moribundos, pero todavía pudo oír a su padre animando a los hombres en la cubierta. ¡Al menos su padre estaba vivo!

Entonces algo chocó contra la puerta del camarote. Jack saltó de la cama, sobresaltado. El picaporte se sacudía frenéticamente arriba y abajo, pero la cerradura aguantaba.

—¡Socorro! ¡Por favor, socorro! ¡Déjenme entrar!—suplicaba una voz desesperada al otro lado.

Era Christian. Sus manos golpeaban la puerta cerrada.

—¡No! ¡No! Te lo suplico...

Hubo un frenético roce. Un suave golpe de carne seguido por un gemido doloroso.

Jack corrió hacia la puerta. Mientras manoseaba la llave, se le cayó antes de poder meterla en la cerradura. Ahogado por el pánico, volvió a cogerla, la hizo girar y abrió la puerta, cuchillo en mano, dispuesto a defenderse.

Christian cayó hacia el interior de la habitación, con un cuchillo clavado en el estómago. La sangre manchó las tablas del suelo y Jack sintió su tacto cálido y pegajoso bajo sus pies.

Los ojos de Christian se le quedaron mirando, aterrorizados y suplicantes.

Jack arrastró a su amigo al interior del camarote y cogió una de las sábanas del camastro de su padre para detener la hemorragia. De pronto, oyó los gritos desesperados de su padre y, tras dedicarle una mirada de dolor a Christian, salió al pasillo para enfrentarse a lo que se ocultaba en la oscuridad.

6
Fiebre

Jack gritó lleno de agonía.

Todavía era de noche, pero una cegadora luz blanca quebró la oscuridad.

Voces extrañas lo rodeaban, extrañas y confusas.

Jack pudo distinguir el rostro de un hombre flotando sobre él. Un lado estaba horriblemente marcado, como derretido. Curiosamente, los ojos del hombre mostraban gran preocupación.

El hombre extendió la mano para tocarlo.

De pronto el brazo le ardió al rojo vivo y perlas de sudor corrieron por su frente enfebrecida. Jadeando, Jack trató de huir del agudo dolor, pero la oscuridad lo envolvió de nuevo...

Perdió el sentido y volvió a recuperarlo... Y oscuros recuerdos se apoderaron de él...

Jack estaba en cubierta.

Podía oír gritar a su padre. Los hombres yacían muertos o moribundos, los cuerpos apilados unos encima de otros. Su padre, todavía en pie, pero cubierto de sangre, estaba rodeado por cinco sombras. John Fletcher hacía girar un arpeo por encima de su cabeza, combatiendo con la ferocidad de un león. Las sombras (vestidas de negro de la cabeza a los pies, con una sola rendija para los ojos) no podían acercarse.

Una se abalanzó hacia él.

Su padre descargó violentamente el arpeo, alcanzando a su atacante en la sien con un golpe terrible. La sombra se desplomó en el suelo...

—¡Vamos! —rugió su padre—. ¡Parecéis fantasmas, pero seguís muriendo como hombres!

Dos de los guerreros sombra atacaron. Uno iba armado con una hoja de terrible aspecto unida a una cadena, mientras que el otro hacía girar rápidamente dos pequeñas guadañas. Ninguno pudo acercarse. El grupo rodeaba al padre de Jack, intentando cansarlo.

Jack no consiguió moverse: el miedo clavaba sus pies a la cubierta.

Una de las sombras arrojó una estrella centelleante...

Todo era deslumbrantemente brillante. Jack entrecerró los ojos ante la luz del día. Se sentía acalorado y la cabeza le martilleaba. Un dolor sordo latía en su brazo izquierdo. Permaneció allí tendido, incapaz de moverse, mirando un techo de cedro pulido. Eso no era el barco...

Su padre no lo vio venir, pero Jack sí.

El
shuriken
lo alcanzó en el brazo. John Fletcher gruñó de dolor, y luego se arrancó con disgusto la estrella de metal. Un fino hilillo de sangre manó de la herida. Su padre se río de la patética arma.

Pero el
sburiken
no pretendía matar: simplemente era una distracción. Una sombra bajó silenciosamente por los cordajes tras su padre, como una araña que saltaba sobre su presa.

Jack quiso gritar una advertencia, pero su voz quedó ahogada por el pánico.

La sombra pasó un garrote por delante de la garganta de su padre y tiró con fuerza hacia atrás. Jack se sintió completamente inútil. Había demasiados. Él no era más que un muchacho. ¿Cómo podía salvar a su padre?

Llevado por la desesperación, Jack gritó y se lanzó al ataque empuñando el cuchillo de su padre...

Desorientado, volvió la cabeza, con los músculos del cuello entumecidos y doloridos.

Allí, arrodillada en silencio junto a él, había una mujer pequeña. Le resultaba familiar, pero no podía estar seguro: todo estaba desenfocado.

—¿Madre? —preguntó Jack.

La mujer se acercó. Tenía que ser ella. Siempre lo cuidaba cuando estaba enfermo, pero ¿cómo podía estar allí?


Yasunde, gaijinsan
—respondió ella amablemente, leve como el fluir de un arroyuelo.

La figura iba vestida completamente de blanco. Su largo pelo negro le rozó la mejilla cuando le colocó un paño fresco en la frente. Su suave contacto le recordó a Jack a su hermana pequeña. El pelo de Jess era igual de suave... Pero Jess estaba en Inglaterra... Esa mujer... No, era una muchacha. Parecía un ángel todo de blanco... ¿Estaba en el cielo? Un velo de oscuridad lo envolvió de nuevo...

El guerrero sombra miró directamente a Jack.

Un único ojo verde lo retó con vengativo placer. La sombra lo había cogido por el cuello y le estaba quitando lentamente la vida.

Jack soltó el cuchillo, que cayó a cubierta con un golpe.

—¿El cuaderno de ruta? —siseó la sombra del ojo verde, volviéndose hacia el padre de Jack.

John Fletcher dejó de debatirse contra el garrote, desconcertado ante la súbita demanda.

—¿El cuaderno de ruta? —repitió la sombra del ojo verde, desenvainando la espada que llevaba a la espalda y apuntando con su afilada punta al corazón de Jack.

—¡Déjalo, no es más que un niño! —gritó su padre, dispuesto a atacar.

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