Read El camino del guerrero Online
Authors: Chris Bradford
John señaló un tosco mapa dibujado en una de las páginas de su cuaderno.
—Estamos ya cerca del puerto de Toba... Aquí, capitán. Nos encontramos a unos cientos de leguas de nuestro destino, Nagasaki. Ya lo ve, capitán, la tormenta nos ha desviado de nuestra ruta. Pero éste no es nuestro único problema: me han dicho que toda esta costa está repleta de piratas. Toba no es un puerto amistoso, así que probablemente creerán que también somos piratas. Aún peor, oí decir a otro piloto en Bantam que los jesuitas portugueses han erigido una iglesia católica allí. Habrán envenenado las mentes de los lugareños. ¡Aunque lleguemos a la costa, nos matarán como a herejes protestantes si desembarcamos allí!
Un impacto sacudió la nave y todas las maderas crujieron: una enorme ola había golpeado el costado del
Alexandria.
—Con una tormenta como ésta, piloto, las posibilidades de desembarcar son pocas. ¡Puede que tengamos que elegir entre el diablo y el profundo mar azul, John, pero prefiero correr el riesgo con un diablo jesuita!
—Capitán, tengo otra sugerencia. Según indica el cuaderno de ruta, a dos millas al sur de Toba hay un par de bahías al socaire. Sin duda el lugar es más seguro, pero acceder a ellas resultará más peligroso debido a estos arrecifes.
Jack vio que su padre señalaba una pequeña serie de líneas irregulares marcadas en el mapa.
El capitán miró a John directamente a los ojos y le preguntó con gravedad:
—¿Cree que podrá hacernos pasar?
—Tal vez... Si Dios está de nuestra parte —respondió John dejando reposar la mano sobre su cuaderno.
Cuando el capitán se dio la vuelta para marcharse, reparó en Jack.
—Será mejor que tu padre tenga razón, Jack: la vida de este barco y su tripulación está en sus manos.
El capitán se marchó, dejando a Jack y su padre a solas.
John envolvió con cuidado el cuaderno de ruta en una tela protectora y se dirigió al camastro que tenía en un rincón del camarote. Alzó el fino colchón y retiró un compartimento oculto, donde guardó el cuaderno de ruta. Luego lo cerró con llave.
—Recuérdalo, Jack, es nuestro pequeño secreto —le dijo a su hijo con un guiño conspirador mientras volvía a aplanar el colchón—. Este cuaderno de ruta es demasiado valioso para que esté por ahí. En cuanto alguien se entere de que hemos llegado a Japón, sabrá que hay uno a bordo.
Como Jack no contestó, John estudió a su hijo con preocupación.
—¿Cómo te encuentras?
—No vamos a conseguirlo, ¿verdad? —dijo Jack bruscamente.
—Pues claro que sí, hijo —respondió su padre, atrayéndolo hacia sí—. Lograste bajar la vela. Con marineros como tú, no podemos fracasar.
Jack trató de devolverle la sonrisa a su padre, pero estaba verdaderamente asustado. El
Alexandria
había ido de tormenta en tormenta, y a pesar de que su padre aseguraba que ya estaban cerca de su destino, Jack tenía la sensación de que nunca volvería a poner los pies en tierra. El miedo que lo invadía era más sombrío que el que había sentido en las jarcias, o en ningún otro momento de su vida. Su padre se inclinó para mirarlo a los ojos.
—No desesperes, Jack. La mar es una dama tempestuosa, pero he capeado tormentas mucho peores que ésta y he sobrevivido. Y sobreviviremos a ésta.
Mientras regresaban al alcázar, Jack se mantuvo cerca de su padre. De algún modo, en su presencia, se sentía protegido de lo peor de la tormenta, pues la tranquila seguridad de su padre le daba esperanzas donde no parecía haber ninguna.
—No hay nada como una buena tormenta para baldear las cubiertas, ¿eh? —bromeó su padre con el tercer oficial, que aún luchaba valientemente con el timón; el esfuerzo le había dado a su rostro el mismo tono rojizo de su barba—. Fija rumbo norte noroeste. Pero ten presente que hay arrecifes, así que advierte a los vigías para que estén ojo avizor.
A pesar de la fe de su padre en el rumbo que seguían, el océano se extendía infinito, y las olas golpeaban una tras otra el casco
del Alexandria.
La confianza empezó a menguar como la arena del reloj de la bitácora.
La arena del reloj de la bitácora tuvo que agotarse dos veces para que por fin se oyera el grito de:
—¡Tierra a la vista!
Una oleada de satisfacción y alivio palpable recorrió a toda la tripulación. Llevaban luchando contra la tormenta casi la mitad de la noche. Ahora había un atisbo de esperanza, una leve posibilidad de poder llegar a la seguridad de tierra firme y capear la tormenta tras una punta o al socaire de alguna bahía.
Pero casi con la misma rapidez con que se reforzaron sus esperanzas, se desvanecieron con el segundo grito del vigía.
—¡Arrecifes por la banda de estribor!
Y apenas un minuto después:
—¡Arrecifes por la banda de babor!
El padre de Jack empezó a gritarle órdenes al tercer oficial.
—¡Todo a estribor!... Sigue el rumbo... Sigue... Sigue... ¡A babor treinta grados!
El
Alexandria
se alzaba, y caía sobre las olas revueltas, sorteando arrecifes mientras se dirigía hacia la oscura masa de tierra que se intuía en la distancia. Desde su puesto de observación en el alcázar, Jack podía ver las rocas afiladas como cuchillas que asomaban en el océano. Acorralaban al barco por ambos lados.
Su padre dirigió la nave por entre el laberinto de terribles rocas: el
Alexandria
gemía y crujía con cada virada, y sus jarcias se tensaban hasta casi romperse.
—¡TODO A babor! —gritó su padre, lanzando todo su peso sobre el timón.
La pala del timón se hundió en el mar revuelto. La cubierta se escoró terriblemente y el barco dio un bandazo hacia el otro lado... Pero el giro llegó demasiado tarde. El
Alexandria
chocó contra el arrecife. Una driza del racel se rompió y el debilitado mástil se resquebrajó, se desmoronó y cayó.
—¡CORTAD LOS APAREJOS! —ordenó el capitán mientras el barco se escoraba peligrosamente por la fuerza del palo.
Los hombres de cubierta atacaron con hachas los cordajes. Cortaron, liberando el mástil, pero el barco seguía sin responder. Estaba claro que la quilla se había quebrado.
¡El
Alexandria
se estaba hundiendo!
A pesar de que todo esfuerzo parecía inútil, la tripulación había luchado toda la noche para mantener el barco a flote. El agua había inundado los pantoques y Jack había trabajado frenéticamente junto con los demás hombres para achicarla. El nivel del agua, sin embargo, no tardó en alcanzarle el pecho y había tenido que luchar desesperadamente para controlar su pánico. Morir ahogado era la peor pesadilla del marinero: una tumba de agua donde los cangrejos se arrastraban sobre tu cuerpo hinchado y picoteaban tus fríos ojos sin vida.
Jack vomitó por la borda del
Alexandria
por cuarta vez esa mañana, al recordar el modo en que las oscuras aguas le habían lamido la barbilla. Conteniendo la respiración, continuó bombeando. Pero ¿acaso tenían otra elección? O salvaban el barco o morían intentándolo.
La fortuna estuvo de su parte. Alcanzaron la seguridad de una cala. El océano se calmó de repente, y cuando
el Alexandria
dejó de sacudirse, el nivel de las aguas bajó rápidamente. Cuando tuvo la cabeza fuera de la superficie y oyó el pesado golpe del ancla, el aire rancio de los pantoques le pareció a Jack tan dulce como el de las montañas.
Mientras se recuperaba en el alcázar de popa, saboreó el puro aire marino y su estómago empezó a apaciguarse.
Jack contempló el mar: las olas lamían ahora suavemente la cubierta y el rugido de la tempestad había sido sustituido por las llamadas matutinas de las aves marinas y el ocasional crujido de las jarcias. Se dejó llevar por la paz que le rodeaba. Al cabo de unos minutos, un glorioso sol escarlata se alzó sobre el océano para descubrir una visión espectacular.
El
Alexandria
se encontraba en el centro de una curiosa cala en la que una elevada lengua de tierra, cubierta de tupidos cedros verdes y pinos rojos, se internaba en el océano formando una bahía que encerraba una gloriosa playa dorada en su interior. Las aguas verde esmeralda de la cala estaban llenas de peces de todos los colores del arco iris.
Jack vio en la península algo que brillaba, y sacó el catalejo de su padre. Entre los árboles se alzaba un exquisito edificio que parecía haber surgido de la misma roca. Jack nunca había visto nada parecido.
En lo alto de un enorme pedestal de piedra había una serie de columnas hechas de madera roja. Cada columna estaba minuciosamente tallada con imágenes doradas que parecían dragones y signos exóticos y retorcidos. Apoyados en las columnas había tejados inclinados que se alzaban hacia el cielo, y en la misma cima del tejado más alto había una fina torre de círculos dorados concéntricos que se elevaba más allá de las copas de los árboles. Delante del edificio, y dominando la bahía, una gran piedra sobresalía del suelo. También estaba grabada con los mismos símbolos.
Cuando Jack intentaba averiguar cuáles eran aquellos símbolos, atisbo movimiento.
Oculto tras la piedra erecta había un gran caballo blanco, y a su sombra, sin llegar apenas a la altura de la silla, distinguió una delgada muchacha de cabellos oscuros. Parecía tan efímera como un espíritu. Su piel era blanca como la nieve, y su pelo, negro y misterioso como el azabache, le caía en cascada hasta más allá de la cintura. Llevaba un vestido rojo sangre que titilaba con la bruma de las primeras luces de la mañana.
Jack se quedó absorto. Incluso en la distancia, pudo sentir que ella lo miraba. Alzó la mano, vacilante, para saludarla. La muchacha permaneció inmóvil. Jack volvió a saludar. Tal vez ella no lo había visto. Esta vez la muchacha inclinó levemente la cabeza.
—¡Oh, maravilloso día! —exclamó una voz tras él—. ¡Y mucho más ahora que ha pasado la tormenta!
Jack se dio media vuelta y vio a su padre admirando el disco de rubí del sol, que seguía ascendiendo sobre el océano.
—¡Padre, mira! —exclamó, señalando a la muchacha de la península.
John alzó la cabeza y escrutó el promontorio.
—¡Te lo dije, hijo! Esta tierra está repleta de oro —dijo, jubiloso, acercándose a Jack—. Incluso construyen templos con él...
—No, no el edificio, padre, la chica y...
Pero la muchacha y el caballo habían desaparecido. Sólo quedaba la piedra erecta. Era como si se la hubiera llevado la brisa.
—¿Qué chica? Has pasado demasiado tiempo en la mar, Jack —respondió su padre esbozando una sonrisa experta que desapareció rápidamente, como robada por un recuerdo olvidado—. Demasiado tiempo...
Guardó silencio, contemplando melancólicamente tierra.
—Nunca tendría que haberte traído, Jack. Fue una locura por mi parte.
—Pero yo quise venir —dijo Jack, mirando a su padre a los ojos.
—Tu madre... que Dios la tenga en su seno, nunca lo habría permitido. Habría querido que te quedaras en casa con Jess.
—¡Sí, pero mi madre ni siquiera me permitía caminar por los muelles sin ir cogido de su mano!
—¡Y por buenos motivos, Jack! —respondió su padre, de nuevo con una sonrisa en los labios—. Siempre estabas ansioso de aventuras. ¡Probablemente habrías subido a bordo de algún barco con destino a África y no habríamos vuelto a verte!
Jack se sintió de pronto envuelto en uno de los enormes abrazos de oso de su padre.
—Ahora estas aquí en Japón. ¡Y por mi vida, hijo mío, que anoche demostraste tener temple! Un día serás un buen piloto.
El orgullo que su padre sentía por él le caló hasta los huesos. Enterró la cabeza en el pecho de su padre, como si no quisiera salir nunca de ahí.
—Jack, si de verdad has visto a alguien en tierra, entonces será mejor que estemos en guardia —continuó su padre cogiéndole a Jack el catalejo—. Los
wako
infestan estas aguas y nunca se es demasiado cauteloso.
—¿Qué son los
wako?
—preguntó Jack, echando atrás la cabeza.
—Son piratas, hijo. Pero no piratas corrientes. Son piratas japoneses. Desesperados, astutos y despiadados —explicó su padre, escrutando el horizonte—. Son temidos en todas partes y no vacilan en matar a españoles, holandeses, portugueses e ingleses por igual. Son los diablos de estos mares.
—Y son el motivo —interrumpió el capitán desde atrás— por el que debemos apresurarnos a reparar el
Alexandria
, jovencito. ¿Hizo el tercer oficial el recuento de daños?
—Sí, capitán —repuso John, mientras se dirigía al timón con el capitán Wallace—. La situación es tan mala como nos temíamos.
Jack los siguió de cerca, tratando de escuchar lo que decían mientras buscaba con la mirada algún signo de la misteriosa muchacha.
—Me temo que el
Alexandria
ha recibido una buena paliza... —decía su padre.
—... Al menos dos semanas para que vuelva a navegar...
—... Quiero que esté listo cuando llegue la luna nueva.
—... Eso es apenas dentro de una semana... —protestaba su padre.
—Turnos dobles, piloto, si queremos salvarnos del destino del
Clove...
—Murió hasta el último hombre. Decapitados... Todos y cada uno de ellos.
La noticia del turno doble no cayó bien entre los hombres, pero le tenían demasiado miedo al contramaestre y su gato de nueve colas como para quejarse. Durante los siete días siguientes, Jack y el resto de la tripulación trabajaron como esclavos, sudando la gota gorda bajo el caliente sol japonés.
Mientras reparaba el trinquete con varios tripulantes más, Jack no apartaba la mirada del templo que titilaba en la bruma producida por el calor: parecía flotar por encima del macizo de tierra. Cada día se levantaba esperando volver a ver a la muchacha de aquella primera mañana... Pero estaba empezando a pensar que había sido producto de su imaginación.
Tal vez su padre tenía razón. Tal vez había pasado demasiado tiempo en la mar.
—Esto no me gusta. No me gusta nada de nada —se quejó Ginsel, sacando a Jack de su ensimismamiento—. Somos un barco mercante sin vela. Llevamos un cargamento de tela, brasilere y armas. ¡Cualquier pirata que conozca su oficio sabrá que somos un bocado apetecible!
—Pero somos más de cien, señor, y tenemos cañones —dijo Christian, un chaval holandés de doce años, tímido y menudo como un ratón—. ¿Cómo podrían derrotarnos?